Inventio
Vol. 20, núm. 51, 2024
doi: http://doi.org/inventio/10.30973/2024.20.51/7

Infancia y desorden en la Ciudad de México durante el ocaso novohispano

Childhood and disorder in Mexico City during the novo-hispanic decline

Beatriz Alcubierre Moya
orcid: 0000-0002-6322-8657, beatrizalcubierre@gmail.com
Centro Interdisciplinario de Investigación en Humanidades (ciihu), Universidad Autónoma del Estado de Morelos (uaem)

resumen

En este artículo, se atiende a las infancias en un sentido más inclusivo en la historiografía mexicana. Se aborda el problema de la infancia urbana en la Ciudad de México en el tránsito del siglo xviii al xix, a partir de las prácticas utilitarias y de exclusión emprendidas por la administración borbónica y continuadas por los gobiernos independientes, bajo la severa mirada del higienismo y el afán civilizatorio de los grupos dominantes, con el fin de restringir la presencia de niños y jóvenes del espacio público. Se revisa la figura retórica del pícaro en el paisaje urbano del ocaso novohispano, así como las circunstancias demográficas, sociales, económicas y políticas basadas en las experiencias de las infancias en México.

palabras clave

infancia, desorden, periodo virreinal, políticas públicas, disciplinamiento

abstract

This article deals with childhood in a more inclusive sense in Mexican historiography. It addresses the problem of urban childhood in Mexico City in the transition from the eighteenth to the nineteenth century, based on the utilitarian and exclusionary practices undertaken by the Bourbon administration and continued by the independent governments, under the severe gaze of hygienism and the civilizing zeal of the dominant groups in order to restrict the presence of children and young people in public space. The rhetorical figure of the rogue in the urban landscape of the novo-Hispanic twilight, as well as demographic, social, economic and political circumstances based on the experiences of children in Mexico are reviewed.

key words

childhood, disorder, viceregal period, public policies, disciplining



Recepción: 10/03/24. Aceptación: 25/06/24. Publicación: 05/11/24.



Introducción

El estudio histórico de las infancias y adolescencias plantea constantemente la problemática de la escasez de fuentes directas que permitan abordar la experiencia infantil y juvenil en el pasado. Se trata, en buena medida, de un problema de percepción. Si bien es evidente el predominio de las miradas y expectativas adultas en las fuentes históricas, así como el escaso protagonismo concedido a los niños como actores sociales en épocas pasadas, es fundamental tomar en consideración la naturaleza mutable de las categorías etarias. Es decir, que los criterios y términos empleados para describir a los niños, niñas y adolescentes varían de forma notable según el contexto histórico y cultural en que éstos se desenvuelven, lo que suele dificultar su identificación como tales, sobre todo en ámbitos no relacionados con el espacio doméstico o el escolar.

Pero ello no significa que no existan fuentes para su estudio, sino más bien que deben ser leídas desde una perspectiva particular, que ponga especial atención en la edad de los sujetos estudiados y en la manera en que ésta es evidenciada u oscurecida en el lenguaje de la época. Mientras que en los siglos xviii y xix el término niño solía identificarse sobre todo con espacios cerrados —como el hogar y la escuela—, otros términos, como muchacho, se asociaban más al espacio público, así como al ámbito laboral, campesino o militar, con lo que se tendía a disimular la calidad infantil de los sujetos nombrados, pese a que podían encontrarse en edades en las que hoy serían considerados como niños.

Con base en esta reflexión léxica y metodológica, este texto propone indagar en el último trecho del periodo virreinal novohispano, en busca de ciertas actitudes sociales, políticas y culturales diseñadas para ejercer un control directo sobre los niños, niñas y adolescentes que circulaban a diario por la capital novohispana, lo que sentó los cimientos de una serie de políticas públicas orientadas al disciplinamiento de este grupo de edad. Tales prácticas dan cuenta de un proceso de larga duración iniciado a finales del siglo xviii, en el que la niñez comenzó a observarse como una suerte de privilegio tácito, reservado a los espacios cerrados de la vida doméstica y escolar y limitado a las familias pertenecientes a la élite socioeconómica, lo que repercutió en la marginación y estigmatización de otros sujetos de la misma edad que recibieron un tratamiento radicalmente distinto al de los niños ideales.

La infancia fronteriza

Mucho se ha dicho que los niños son los grandes marginados no sólo de la historia, sino también de la historiografía. Además, se ha señalado que lo anterior tiene que ver con el hecho de que casi no existen fuentes de primera mano que permitan aproximarse a los niños del pasado y, cuando las hay, casi nunca dan cuenta de manera más o menos directa de la experiencia infantil, sino sobre todo de las percepciones y expectativas que los adultos han depositado en ellos (Maza, 2020, pp. 1261-1285). Este prurito metodológico no deja de ser justificado, en específico en la medida en que nuestras indagaciones retroceden en el tiempo para adentrarse en periodos en los que cierto tipo de fuentes generadas por los propios niños y niñas se tornan cada vez más escurridizas, si no es que del todo inexistentes.

Pero también es cierto que los historiadores de la infancia no pocas veces hemos caído precisamente en la misma trampa que pretendemos identificar. Esto es: por una parte, hemos reconocido la naturaleza mutable y fluida (en una palabra, histórica) de la condición infantil, que se expande y contrae en función de las circunstancias materiales cambiantes, sobre todo las demográficas, pero también las sociales, económicas, políticas y culturales; pero, por otra parte, seguimos tendiendo a leer las fuentes de manera literal y a buscar indicios de los niños contemporáneos en el pasado, como si éstos poseyeran una naturaleza intrínseca o retroactiva, lo cual explica en gran medida la dificultad crónica que hemos padecido para encontrarlos. Es fundamental comprender, por ejemplo, que las edades asociadas a la niñez no son en ningún sentido fijas, y que los términos que empleamos para nombrar al sujeto infantil son variables y muy ambiguos.

Una de las transformaciones más visibles en el desarrollo del concepto moderno de infancia es sin duda la que se manifiesta en las percepciones de la élite ilustrada en torno a la duración de la niñez como etapa de la vida, la cual puede definirse como elástica, dado que se extendió de manera considerable entre los siglos xix y xx. Mucho menos obvias, en cambio, resultan las transformaciones en la forma de nombrar a la gama de sujetos mayores de ocho años que hoy consideramos, para términos prácticos, como niños.

Resulta de enorme importancia a nivel metodológico comprender que ciertos términos que empleamos en la actualidad como sinónimos de la palabra niño —o que agrupamos dentro del mismo campo semántico— tuvieron usos muy distintos en otras épocas, o bien su empleo se limitó a contextos muy específicos relacionados con los ámbitos jurídico, médico o escolar, como infante, criatura, adolescente, párvulo o menor. En contraste, existen otros términos más ambiguos, que hoy asociamos a otros rangos de edad —e incluso a ciertas formas modernas de servidumbre—, como mozo, muchacho y, sobre todo, joven, que se emplearon con frecuencia durante buena parte del siglo xix para designar a aquellos que se encontraban en una extensa pero imprecisa franja etaria, que abarcaba más o menos desde los ocho hasta los veinte años. Esto tiene el efecto de camuflar ante la mirada del investigador contemporáneo la participación de niños y adolescentes —o lo que hoy entendemos como tales— en movimientos sociales, revueltas o milicias, así como de disimular su presencia en otros colectivos inseparables del paisaje urbano, como los que conformaban los sirvientes, vendedores, artesanos, obreros, vagos, léperos, reos, prostitutas, entre otros.

El caso de las niñas presenta matices distintos, puesto que, en lo que a ellas se refiere, se ha limitado de manera más tajante la duración de la niñez. Si bien con ellas se empleaban también los términos muchacha o joven, mi percepción es que éstos guardaban una connotación un poco distinta que en el caso masculino. Esta connotación resulta bastante más cercana a la nuestra, puesto que alude, más que a una infancia tardía, a una adultez temprana. La vaguedad de estas voces que se emplearon de forma común en el siglo xix operaba, por lo tanto, en un sentido sutilmente opuesto cuando se aplicaba para uno u otro género. De tal suerte, he observado que era también frecuente que a las jóvenes se les nombrara como mujeres ya desde los doce o trece años —e incluso antes—, lo que sugiere que, en su caso, el paso a la adultez resultaba más inmediato y, por lo tanto, también su presencia en prostíbulos, cárceles o como empleadas domésticas desde edades muy tempranas, aunque su calidad infantil estuviera en buena medida invisibilizada. De hecho, en el caso de las empleadas domésticas, como es bien sabido, se conserva aún la costumbre —al mismo tiempo despectiva y condescendiente— de referirse a ellas como muchachas, con independencia de su edad.

Expuestas las cuestiones anteriores, resulta que un examen menos literal y más agudo de la documentación disponible en los archivos y hemerotecas revela que las fuentes para estudiar la presencia y las acciones de estos jóvenes o muchachos en las calles de la capital mexicana durante la primera mitad del siglo xix son en realidad variadas y abundantes, aunque a los que hoy consideramos como niños o niñas no se les señale ahí como tales. De modo que, si bien la mayoría de estas fuentes han sido estudiadas con anterioridad, a veces a profundidad, no siempre han sido leídas desde la perspectiva que aquí se plantea.

Así pues, se trata, por una parte, de identificar y visibilizar a estos sujetos de edad indeterminada que no calificaban aún como adultos y que participaron de forma activa en procesos clave en la historia de la ciudad, antes, durante y después de la Independencia, así como también de caracterizarlos como actores sociales, que si bien se diluían entre diversos colectivos, poseían a la vez características propias derivadas precisamente de esa condición fronteriza que les brindaba la ambigüedad de su grupo etario, la cual explica su compleja y paradójica relación con la autoridad.

¿Peligrosos o en peligro?

Retomo en este punto una contundente cita tomada del famoso texto de Hipólito Villarroel, Enfermedades políticas que padece la capital de esta Nueva España, quien en 1785 describía la capital novohispana de la siguiente manera:

Este es el estado que tiene la capital de México, el emporio de la riqueza. La envidia de los extranjeros, la ambición de los españoles y la cloaca general del universo. Éste es México, vuelvo a decir, donde es indefinible cuál sea mayor, si el fausto o la miseria; receptáculo de hombres vagos, viciosos y mal entretenidos, albergue de malhechores, lupanar de infamias y disoluciones, “cuna de pícaros”, infierno de caballeros, purgatorio de hombres de bien, gloria de mujeres (Villarroel, 1999, p. 138).

Obviemos, sólo por ahora, la rotunda misoginia con la que cierra la cita, para centrarnos en la expresión cuna de pícaros, con el fin de señalar el empleo, al parecer bastante común, de una figura discursiva propia de la España del Siglo de Oro, que sirvió para caracterizar a un sector muy presente pero también inasible de la sociedad novohispana: la masa de jóvenes en edad indefinida que proliferaron en las calles de la Ciudad de México desde la segunda mitad del siglo xviii y durante todo el xix.

Es preciso aclarar que la figura del pícaro no es, en principio, una categoría que se supedite directamente a criterios etarios. Sin embargo, sí podemos decir que es un lugar común, dentro del género literario al que ésta se asocia, que el narrador —por lo general, el propio protagonista— desarrolle una suerte de genealogía que, de forma inevitable, localiza el origen del pícaro en su niñez (González, 1996). Este rasgo, presente en toda la narrativa picaresca, parece revelar un vínculo con la realidad histórica del siglo xvii español, al hacer una alusión muy clara a los niños abandonados, que vagaban a su suerte en las ciudades de la metrópoli, de los que también dio puntual cuenta la tradición pictórica de la época. Así pues, el conjunto de estas obras constituye en buena medida una vívida representación de la existencia de una serie de tácticas de subversión que fueron practicadas por niños y niñas durante todo el periodo barroco, tan frecuentes que de hecho inspiraron una extensa tradición literaria.

Aunque quizá no de manera tan arraigada como en el ámbito español, el pícaro existió también en el paisaje urbano —social y literario— que dominó durante el ocaso novohispano. No sólo podemos topárnoslo en la pluma hipercrítica del arbitrista Villarroel, sino también en el terreno de la ficción costumbrista. Para ilustrarlo, echo mano de una referencia obligada, que es además reconocida como la primera pieza perteneciente al género novelesco escrita en el ámbito hispanoamericano. En 1816 se publicó en México la primera edición de El Periquillo Sarniento, escrita por el Pensador Mexicano, José Joaquín Fernández de Lizardi. Aunque quizá de manera un poco torpe en términos literarios, es evidente que esta obra le rinde un cierto homenaje a la tradición picaresca, así como el hecho de que Fernández de Lizardi aprovechó ese género narrativo —en particular su carácter episódico y autobiográfico— para expresar sus observaciones críticas en torno al contexto social de la época, en que los jóvenes —insisto, en edades indeterminadas— enfrentaron una presión constante para ser apartados de las calles y confinados a espacios de control.

De este modo, el Pensador emplea la figura del pícaro para parodiar las costumbres de los habitantes de la Ciudad de México en el tránsito del siglo xviii al xix. Por ello, suele decirse que se trata de la contribución mexicana al género picaresco. Pero hay que señalar que en estricto sentido no es tal, puesto que en este caso el pícaro ha sido extraído de su contexto natural, que es la ciudad barroca, y situado en el espacio dieciochesco, en el contexto del reformismo borbónico y sus afanes ilustrados.

Aunque las referencias temporales varían en las distintas ediciones de la obra, podemos tomar aquí como marco las fechas que se establecen en la cuarta edición, considerando que el editor se detuvo a ajustarlas, quizá con el propósito de que los acontecimientos ficticios coincidieran mejor tanto con el contexto histórico como con la edad del personaje central en los momentos clave de su vida. Así pues, tenemos dos fechas que vale la pena mencionar: la primera corresponde al nacimiento del Periquillo en 1773, y la segunda, a la muerte de su madre en 1789, lo que nos permite calcular su edad a lo largo de la obra (Fernández de Lizardi, 2017, p. 277).

Como ha observado Emma Ramírez, es sobre todo la parte central de la obra, que narra los avatares del protagonista, de los dieciséis a los veintiún años, tras la muerte de su madre, la que más se asemeja al género picaresco, puesto que en ella se presenta una detallada sátira de la sociedad novohispana a través de un abanico de escenarios y tipos populares de la época (Ramírez, 2006, pp. 68-70). En el tiempo ficcional de la novela, este periodo en la vida del Periquillo se extiende de 1789 a 1794, lo que coincide con la administración virreinal del segundo conde de Revillagigedo, que en buena medida estuvo dirigida a instaurar el orden en la capital y combatir la presencia de vagabundos y mendigos en las calles. Para ello se echó mano de estrategias de control centradas, por un lado, en la urbanización del espacio público —alumbrado, empedrado, desagüe, recolección de basura, exterminio de animales callejeros, entre otros—, y, por el otro, en el reforzamiento de un aparato policiaco que vigilaba el cumplimiento de la ley.

Es en este contexto que el joven Periquillo, huérfano, arruinado y mal entretenido, se convierte en un habitante de la calle. Así, Fernández de Lizardi dibuja a su personaje como un sujeto a medio camino entre la niñez y la adultez, amenazado por el mundo en el que vive pero que es, al mismo tiempo, un peligro producido por éste. Retrata así a un tipo social persistente en el ámbito urbano de México: presa de asesinos y amigos inescrupulosos y, al mismo tiempo, potencial mendigo, jugador, vago, ladrón y subvertidor del orden social.

Mirando el momento de la historia de Fernández de Lizardi, la preocupación por los delincuentes jóvenes, vagabundos, mendigos, prostitutas y niños abandonados —o simplemente no supervisados— que se concentraban en las calles de la Ciudad de México fue creciendo desde las décadas finales del siglo xviii y durante todo el siglo xix. La obra es así un repertorio satírico de las ansiedades de la autoridad virreinal en torno a la presencia de muchachos en la calle, pero se trata de ansiedades que se fueron volviendo públicas y siguen siéndolo hasta la fecha. Aunada al aumento de la población urbana, la concentración de muchachos en la ciudad era muy notoria.1 Aquellos que sobrevivían a las epidemias, a la orfandad, al abandono y al hambre, logrando alcanzar cuando menos los diez años de edad, eran justo eso: sobrevivientes. Por lo mismo, es posible que desarrollaran una enorme resiliencia y un talante de cinismo que bien puede identificarse con el que caracteriza al pícaro del Siglo de Oro español. Su subsistencia se resolvía de manera precaria, en el día a día, ya fuera por la intervención caritativa de buenos samaritanos, ya fuera a través de la mendicidad, ya por el robo, por alguna forma de servidumbre o por otras formas improvisadas de trabajo.

Como ya he señalado, el saneamiento intensivo de la ciudad implicó medidas como el exterminio de animales callejeros y la reclusión de vagabundos. Como parte de este esfuerzo, también se procuró limitar la presencia de muchachos en las calles, prohibiéndose la práctica de juegos callejeros. Como argumento para limitar esta presencia, las autoridades virreinales advertían a los padres sobre los peligros reales que en ellas enfrentaban los niños como parte del acontecer cotidiano: desde accidentes provocados por volar papalotes en la vía pública —o en las azoteas de las casas de vecindad—, hasta raptos y asesinatos, pasando por riñas, mordeduras de perros, ahogamientos, caídas y atropellamientos, ya fuera entre las ruedas de los carros o en las patas de los caballos.

Para la segunda década del siglo xix, la Junta de Policía y Tranquilidad Pública de la Ciudad de México dirigió una representación al virrey Venegas llamando la atención sobre el frecuente extravío de niños y el aumento de un cierto tipo de delincuencia asociada a la práctica del robo y el cobro de una recompensa para su restitución:

Habiendo observado esta junta de policía los frecuentes avisos en que se anuncia al público en esta capital el extravío de los niños y muchachos de corta edad, se ha acercado a indagar la causa de semejantes sucesos; y prescindiendo del descuido de muchas personas que tienen como abandonada su familia, resulta que varias veces son sorprendidos, o más bien robados dichos niños por sujetos que de esta infame acción reportan un interés, exigiendo de los padres el premio del hallazgo que suponen haber hecho, y de los alimentos y cuidado de los mismos niños (Junta de Policía y Tranquilidad Pública, 1812, pp. 88-89).

Cabe decir que ninguna de las amenazas que mencioné antes era nueva. Todas estuvieron presentes en el ámbito urbano, por lo menos desde el siglo xvii. Lo nuevo, sin embargo, fue la alarma que se buscó despertar con respecto a cada una de ellas, aunque también es posible que el aumento en la población urbana hiciera crecer el número de incidentes. Ahora bien, en el frecuentísimo caso de que estos muchachos carecieran de familia u oficio, las autoridades recurrieron a su reclusión en casas de asistencia como una medida de protección, no sólo para los propios jóvenes, sino para el resto de la sociedad, para la que se daba por hecho que representaban una amenaza latente. De modo que no sólo eran observados como sujetos en riesgo constante, sino potencialmente peligrosos.

De entre los peligros arriba señalados resulta interesante la atención casi obsesiva que las autoridades mostraron respecto a la vieja costumbre de volar papalotes. Alegando su peligrosidad, esta práctica fue proscrita desde tiempos del virrey Bucareli y su prohibición se ratificó de forma constante en las administraciones siguientes. Los bandos correspondientes incluían el relato de alguna tragedia reciente provocada por ese pasatiempo que era por demás popular y que hoy en día nos podría parecer tan inocuo. Las víctimas de estos accidentes eran casi siempre niños o muchachos. Así, el primer bando de prohibición apareció en 1774:

Habiéndose introducido de tiempo a esta parte el uso y juego de papalotes entre niños y gente ociosa, haciéndolos subir al aire desde las azoteas, balcones y albarradas, de que han resultado riñas, heridas, muertes y otras muchas desgracias, consultando al debido remedio de ello, que es la prohibición de dichos papalotes, ordenamos que ninguna persona pueda echarlos ni permitir se echen, con apercibimiento de que a los transgresores se les impondrán dos meses precisos de cárcel, pasando su edad de 18 años, y no llegando, reservamos proveer lo que fuere más conveniente (Medina, 1989, p. 152).

Asimismo, las Providencias de policía, emitidas durante la administración de Revillagigedo en 1792, repitieron la misma prohibición, poniendo el acento menos en los supuestos peligros relacionados con ese entretenimiento y más en evitar que los mozos o muchachos se reunieran a jugar en las calles (González Polo, 1984, p. 26). En 1797 Branciforte, sucesor de Revillagigedo, retomaría la prohibición en un nuevo bando, que aprovechó para lanzar un enérgico llamado de atención a los padres por el descuido de los hijos y enfatizar la visión utilitarista que observaba a la población como un indicador de la opulencia y la fuerza del Estado, una postura muy característica del reformismo borbónico:

Las funestas desgracias experimentadas en esa capital de resultas del pueril entretenimiento de los papalotes, y del descuido de los padres de familia en no precaverlas impidiendo la subida de los niños y jóvenes a las azoteas, se han repetido en estos últimos días con demasiado sentimiento mío, viendo la pérdida de unas personas que podrían ser útiles al estado y el triste dolor de las familias privadas de sus esperanzas por el necio consentimiento de una diversión tan frívola como arriesgada (Archivo General de la Nación [agn]: Gobierno Virreinal, Bandos [011], Vol. 66).

Recién iniciado el siglo xix, el virrey Azanza se tomó también el tiempo para reiterar la misma prohibición haciendo hincapié en el peligro al que se exponían los niños y jóvenes de ser atropellados por los coches y caballos que transitan por las calles de la ciudad y aclarando que sólo podían volarlos en las afueras de la misma (agn: Indiferente Virreinal, Bandos, Caja 5153). En 1811, en pleno periodo insurgente, la Junta de Policía y Tranquilidad Pública de la Ciudad de México, bajo el mandato del virrey Venegas, fue la encargada de alertar de nuevo a la población capitalina sobre las desgracias causadas por este pueril entretenimiento. Pero, de manera sorpresiva, en esta ocasión también se sumaba a ellas “el perjuicio de echarlos de noche encendidos, por manera que podían servir de guía o de contraseña a los enemigos que estaban a la vista de la ciudad” (Junta de Policía y Tranquilidad Pública, 1880, p. 722). He aquí una revelación singular y esclarecedora en cuanto al uso subversivo que se atribuía al papalote, sumado a las sospechas que recaían sobre este colectivo que, ante los ojos de las autoridades virreinales, parecía tan vulnerable a las malas influencias y tan susceptible no sólo al riesgo de caer en las manos ociosas de la vagancia, sino también al de virar su veleta en el sentido de la disidencia.

Pero el problema que causó la recurrente molestia de las autoridades virreinales no era sólo la práctica de juegos prohibidos. En general, se buscó restringir la presencia de muchachos (identificados con la gente ociosa) en la vía pública. Por ejemplo, se prohibió con insistencia su concurrencia a las puertas de las parroquias con motivo de los bautizos, algo que se hacía para participar en el bolo, lanzándose a recoger las monedas arrojadas al aire por los padrinos. Esta prohibición no tenía sólo la intención de evitar desórdenes, sino también de aprovechar esa dádiva para una causa más útil, como “un fondo piadoso destinado a la educación y vestido de los niños pobres con las liberalidades de los padrinos” (agn: Indiferente Virreinal, Bandos, Caja 5512).

A manera de conclusión

Ya bien entrado el siglo xix, y pasado el periodo de la insurgencia, estas preocupaciones respecto a los hábitos del populacho urbano se convirtieron en una larga serie de reglamentaciones y adquirieron un carácter abiertamente persecutorio, si bien en la práctica la persecución resultó en buena medida inútil, dado que la ciudad carecía en general de los medios necesarios para acabar con el problema de manera efectiva. Por una parte, se mantuvo bien arraigada la idea de que los niños y jóvenes estaban en constante peligro y, por lo tanto, necesitaban ser protegidos, tanto de los accidentes como de la corrupción que imperaba en el ámbito callejero; por otra, se desarrolló la noción paralela de que los más peligrosos, aquéllos que habían dado vuelta a la esquina de la delincuencia, podrían ser reformados si se adoptaba con ellos el tratamiento correctivo adecuado.

Retomo, ahora sí, la expresión misógina de Villarroel, que citaba al inicio de este texto, donde el cronista describía a la Ciudad de México como gloria de mujeres. He planteado hasta aquí que el niño habitante de las calles era, en efecto, presa fácil de accidentes, crímenes y abusos, pero que, a la vez, también era visto como una amenaza para el orden social. Aunque esa caracterización se inclina a primera vista hacia el lado masculino, hay que precisar que la caracterización de las niñas respondía a un esquema semejante. Una de las principales preocupaciones en relación con la juventud callejera era su sexualidad. Por supuesto, las muchachas en esa indeterminada franja etaria eran víctimas frecuentes de los depredadores sexuales, y ese peligro obtuvo especial atención cuando éstas ocupaban el espacio público.

El comportamiento verdaderamente criminal puede haber sido siempre visto como una desviación, pero en el periodo en cuestión se observa una criminalización de comportamientos mucho más ambiguos (ociosidad, juego, vagancia, desobediencia). Si bien es una figura retórica, el personaje del Periquillo se basó en la experiencia real de los niños en México: huérfanos, trabajadores, huidos, migrantes del campo a la ciudad. Pero la noción de éstos como criminales en potencia, y la urgencia de su reclusión, fue una construcción discursiva a favor del proyecto ilustrado, que en el transcurso del siglo xix buscaría resolver todo este problema mediante la panacea educativa y el utilitarismo, pero sobre todo a través de la exclusión sistemática.



Notas

1 No existen cifras precisas para calcular el crecimiento de la población capitalina entre las últimas décadas del siglo xviii y las primeras del xix, pero una diversidad de indicadores señalan una evidente expansión, pese a los azotes epidémicos de la época. Este incremento poblacional fue resultado sobre todo de la migración desde otras zonas del virreinato (Miño Grijalva, 2008).



Referencias

Fernández de Lizardi, J. J. (2017). El Periquillo Sarniento. unam, edición conmemorativa del bicentenario de su publicación.

González Polo, I. (ed.) (1984). Reflexiones y apuntes sobre la ciudad de México – (fines de la Colonia), t. iv. Departamento del Distrito Federal, Colección Distrito Federal.

González, M. A. (1996). La niñez del pícaro literario. Una clave al subtexto ideológico de la novela picaresca española de los siglos xvi y xvii. [Tesis de doctorado, Temple University].

Junta de Policía y Tranquilidad Pública (1812). Representación dirigida al virrey de Nueva España por la junta de policía y tranquilidad pública de la ciudad de México, a 31 de diciembre del año último. Imprenta de D. Juan Bautista de Arispe. https://archive.org/details/A11403319/page/n1/mode/2up

Junta de Policía y Tranquilidad Pública (1880). Representación dirigida al virrey de Nueva España por la Junta de Policía y Tranquilidad Pública de la ciudad de México, a 31 de diciembre del año último. En J. E. Hernández y Dávalos (ed.), Colección de documentos para la historia de la guerra de independencia de México de 1808 a 1821 (1879-1881) (vol. 6, t. iv). Biblioteca de “El Sistema Postal de la República Mexicana”. https://bibliotecadigital.aecid.es/bibliodig/es/catalogo_imagenes/grupo.do?path=1004726®istrardownload=0&idBusqueda=138&presentacion=pagina&posicion=726

Maza, S. (2020). The kids aren’t all right: historians and the problem of childhood. The American Historical Review, 125(4), 1261-1285. https://doi.org/10.1093/ahr/rhaa380

Medina, J. T. (1989). La imprenta en México (1539-1821). (t. vi, 1768-1794). unam, edición facsimilar.

Miño Grijalva, M. (2008). La Ciudad de México en el tránsito del Virreinato a la República. Destiempos, 3(14), pp. 460-471. https://shorturl.at/1tRRq

Ramírez, E. (2006). Ilustración y dominación: El Periquillo Sarniento bajo el Siglo de las Luces. Revista de Humanidades, (21), 65-103. https://www.redalyc.org/articulo.oa?id=38402104

Villarroel, H. (1979). Enfermedades políticas que padece la capital de esta Nueva España en casi todos los cuerpos de que se compone y remedios que se le deben aplicar para su curación si se quiere que sea útil al Rey y al público. Miguel Ángel Porrúa.

Archivos

Archivo General de la Nación (agn):
Gobierno Virreinal, Bandos (011), Vol. 66.
Indiferente Virreinal, Bandos, Caja 5153.
Indiferente Virreinal, Bandos, Caja 5512.