Violence in Mexico, expanding phenomenon (2006-2022)
Daniar Chávez Jiménez
orcid: 0000-0002-4116-3223, dchavez@humanidades.unam.mx
Unidad Académica de Estudios Regionales (uaer), Coordinación de Humanidades, Universidad Nacional Autónoma de México (unam)
Rubén Darío Ramírez Sánchez
orcid: 0000-0002-8766-0233, ruben.dario@humanidades.unam.mx
Unidad Académica de Estudios Regionales (uaer), Coordinación de Humanidades, Universidad Nacional Autónoma de México (unam)
El presente trabajo es un recorrido por algunas de las violencias que han azotado a México en las últimas décadas, particularmente a partir de la administración de Felipe Calderón Hinojosa (2006-2012), en la cual inició la llamada “guerra contra el narco”. Posteriormente, señalamos cómo la violencia ha afectado principalmente a los jóvenes del país, como se puede ver con el aumento de los homicidios dolosos y las desapariciones forzadas que se han dado en los últimos tres sexenios. Asimismo, señalamos cómo la diversificación de las violencias ha afectado a las mujeres en un contexto de desigualdad estructural. Finalmente, analizamos algunas de las estrategias implementadas por el gobierno federal para contener la violencia en el país.
inseguridad, violencia de género, violencia intrafamiliar, desaparición forzada, homicidio doloso
This paper is a journey through some of the violence that has plagued Mexico in recent decades, particularly since the administration of Felipe Calderón Hinojosa (2006-2012), in which the so-called “war against drugs” began. Subsequently, we point out how violence has mainly affected the country’s youth, as can be seen with the increase in intentional homicides and forced disappearances that have occurred in the last three six-year terms. Likewise, we point out how the diversification of violence has affected women in a context of structural inequality. Finally, we analyze some of the strategies implemented by the federal government to contain violence in the country.
insecurity, gender-based violence, domestic violence, forced disappearance, intentional homicide
En la última década, algunos países de América Latina, como Chile, Costa Rica, Argentina, Brasil, Colombia, Perú, El Salvador, entre otros, han reportado la llegada de carteles de la droga mexicanos, principalmente el Cartel de Sinaloa y el Cartel de Jalisco Nueva Generación, cuya presencia ha generado efectos violentos inmediatos. En las últimas dos décadas, México ha vivido espirales de violencia crónica (Abello y Pearce, 2019), derivada de las disputas territoriales que sostienen los carteles de la droga en casi toda la geografía nacional, la cual ha provocado que las violencias se diversifiquen, se expandan y se reproduzcan con curvas impredecibles.
En paralelo a este fenómeno, en muchas regiones del país se configura un Estado omiso, débil o connivente que, en sentido weberiano, ha abandonado las tareas sustanciales de preservar la propiedad privada y dar seguridad a sus ciudadanos. Por ello, el objetivo de este trabajo es analizar el proceso de expansión de las violencias en México, así como sus efectos transversales y multiplicadores derivados de la disputa territorial que han protagonizado los grupos del crimen organizado en las últimas dos décadas.
La llegada al poder de Andrés Manuel López Obrador en 2018 abrió muchas expectativas y generó un álgido debate en torno a cuál debería ser la estrategia empleada por su gobierno para combatir este flagelo, frente al evidente fracaso que tuvieron las estrategias de combate al narcotráfico emprendidas por los gobiernos de Felipe Calderón Hinojosa (2006-2012) y Enrique Peña Nieto (2012-2018). Esto se debió a que, el primero, sin prever los efectos a mediano y largo plazo, le declaró la guerra a los carteles como medida desesperada para legitimarse, frente a las acusaciones de fraude electoral por parte del Partido de la Revolución Democrática (prd), lo cual propició la atomización de las organizaciones delictivas y el aumento de los ciclos de violencia por los reacomodos de los grupos delictivos. En el caso del segundo, mantuvo la estrategia calderonista sin detener los ciclos de violencia ni implementar estrategias para frenar el aumento del tráfico de armas de Estados Unidos hacia México, las cuales fueron a parar a manos de los mismos carteles.
En respuesta, el gobierno federal responsabilizó a los gobiernos neoliberales del fracaso en el combate al narcotráfico y desestimó la estrategia centrada en la captura de los capos. En contraposición, privilegió la implementación de una política social dirigida a atender las causas de la violencia, según su apreciación. Con este fin, puso en marcha distintos programas a los que ha dedicado alrededor de tres billones y medio de pesos, de los cuales, en 2019, se invirtieron $585,126 millones; en 2020, $632,375 millones; en 2021, $685,475 millones; en 2022, $736,576 millones, y para 2023 se estimó la cantidad de $865,227 millones (Secretaría de Bienestar, 2021; Saldierna y Méndez, 2022).
Esta inversión en programas sociales representó, para algunos, un acto de justicia y redistribución de la riqueza para cerca de 42 millones de mexicanos (Secretaría del Bienestar, 2016), que representan a la población más desprotegida de la sociedad mexicana. Si bien esta inversión ayudó inicialmente a sobrellevar la problemática de la enorme desigualdad que impera en el país, sigue despertando dudas sobre sus efectos a mediano y a largo plazo, según manifiestan algunos periodistas y opositores al régimen (Casar, 2020).
Sirva como ejemplo la implementación del programa Jóvenes Construyendo el Futuro, que ha llegado a más de dos millones cuatrocientos mil jóvenes y se ha constituido en un aliciente para mitigar momentáneamente sus aspiraciones no cumplidas, pero no puede ocultar la enorme desigualdad bajo la que viven y las pocas expectativas de movilidad social que el Estado mexicano puede ofrecerles. Por lo mismo, y pese a la proyección bajo la que fue planeado este programa, no ha representado realmente una medida de realización personal que pueda ayudarles a inhibir la decisión de inmiscuirse en los carteles de la droga.
De una franja de alrededor de cuarenta millones de jóvenes que oscilan entre 15 y 40 años, muchos de los cuales se encuentran en el universo de población pobre que, de 2018 a 2020, pasó de 51.8 a 55.6 millones (Instituto Nacional de Estadística y Geografía [inegi], 2021), un gran número de ellos siguen viéndose tentados por las redes que el narcotráfico y el crimen organizado pueden ofrecerles. Estas condiciones de precariedad y exclusión se expresan en las pocas oportunidades para quienes aspiran a una formación profesional, ya que sólo cinco millones (12.5% de la población joven y 3.8% de la población total) pueden acceder a una carrera universitaria.
Frente a las condiciones violentas que prevalecían, el gobierno federal apostó por constituir la Guardia Nacional (gn), una fuerza de seguridad civil que se encargaría de la seguridad pública, la cual a la fecha cuenta con 280 cuarteles y 141 mil elementos en los 32 estados del país, según datos ofrecidos por el Ejecutivo federal (El Economista, 2023). Sin embargo, la emergencia de nuevas formas de violencia asociadas a las disputas territoriales entre las organizaciones del narcotráfico, las bandas locales y las autodefensas, así como la sospecha de infiltración de este cuerpo policial, obligó a que el gobierno cambiara de ruta y promoviera la modificación del artículo 5° transitorio constitucional, lo cual le otorgó facultades al presidente para formalizar que el Ejército cumpliera tareas de seguridad pública hasta 2028 y que la gn quedara bajo su mando y supervisión (Janzen, 2023).
Esta decisión obedeció a las debilidades logísticas que en algunas regiones muestra el Estado frente a los grupos ilegales, cuya hegemonía ha permitido la conformación de “Estados u órdenes criminales paralelos [donde estas necroempresas] gestionan la violencia, imparten justicia, [cobran] derecho de piso” (Hope, 2022), establecen “redes empresariales ilícitas” y se mimetizan en las actividades lícitas locales y nacionales, generando “procesos de socialización y formas de entender el mundo” (Reguillo, 2021, p. 14) muy particulares.
La permanente disputa por el control de las zonas estratégicas para el traslado de la droga ha provocado que en los últimos seis gobiernos federales se hayan cometido alrededor de 634,941 homicidios dolosos, de los cuales más de 155 mil se han registrado en los cuatro años y medio que van del actual gobierno,1 con una tasa que oscila en 28 por cada cien mil habitantes. A esto se une un deficiente y tortuoso sistema de justicia, el cual provoca que el 94% de los delitos no se denuncien y que, de los denunciados, sólo el 11.5% de ellos terminen en detenciones (Janzen, 2023).
Aunque los homicidios dolosos, el secuestro y el feminicidio muestran una ligera y oscilante disminución, según estadísticas del gobierno federal, otros delitos como la desaparición forzada, la extorsión, la trata de personas, el narcomenudeo, la violación, el robo a negocio o la violencia intrafamiliar, así como otros delitos que atentan contra la vida, la integridad corporal y la libertad personal, alcanzaron su máximo nivel histórico durante el gobierno actual. En contraste, de 2018 a 2022, el gasto público invertido en seguridad presentó una disminución, al pasar de 4.2 a 3.2 pesos de cada cien invertidos del gasto público (Observatorio Nacional Ciudadano, 2023).
En este contexto, destaca el crecimiento exponencial que ha tenido la violencia contra las mujeres, que se explica a partir de las desigualdades sociales, la inequidad de género y la discriminación. Éstas a su vez están determinadas por las enraizadas desigualdades estructurales de poder entre mujeres y hombres, las cuales se ven agravadas por un sistema judicial deficiente para atender este flagelo, situación que se agudizó durante el confinamiento por la pandemia del covid-19. En 2022, 122,011 mujeres fueron víctimas de violencia en México, y en lo que respecta a la violencia familiar, ésta mantuvo índices sostenidos en los últimos tres años, ya que, para 2020, se contabilizaron 220,028 delitos; en 2021, 253,739, y en 2022, 270,544 (Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana [sspc], 2022).
La violencia contra las mujeres se ha diversificado y se ha sostenido en los últimos tres años. En 2020 se registraron 2,800 homicidios dolosos, en 2021 hubo 2,748 y en 2022, 2,808. Del total de homicidios dolosos registrados en 2020 fueron clasificados como feminicidios únicamente 947; en 2021, 980, y en 2022, un total de 948. En lo que respecta a homicidios culposos, en 2020 se registraron 3,136; en 2021, 3,284, y en 2022, 3,890. Salvo el delito de secuestro contra mujeres, el cual muestra una tendencia a la baja, al registrarse 224 en 2020, 192 en 2021 y 161 en 2022, otros delitos mostraron un crecimiento sostenido en estos tres años, como lo muestra la tabla 1 (sspc, 2022).
Delito | 2020 | 2021 | 2022 |
---|---|---|---|
Lesiones dolosas | 57,495 | 63,370 | 67,318 |
Lesiones culposas | 14,555 | 17,752 | 21,921 |
Víctimas de extorsión | 2,864 | 3,359 | 3,766 |
Corrupción de menores | 1,465 | 1,548 | 1,910 |
Trata de personas | 458 | 509 | 636 |
Violencia familiar | 220,028 | 253,739 | 270,544 |
Violencia de género | 4,050 | 4,186 | 5,524 |
Violación | 16,543 | 21,189 | 23,102 |
También han aumentado las llamadas de emergencia relacionadas con incidentes de violencia contra la mujer, ya que en 2020 se registraron 260,067; en 2021, 291,331, y en 2022, 339,451. Relacionadas con incidentes de abuso sexual, se registraron, en 2020, 5,003; en 2021, 6,169, y en 2022, 6,977; relacionadas con incidentes de acoso u hostigamiento sexual, en 2020, 8,376; en 2021, 9,505, y en 2022, 11,323; relacionadas con incidentes de violencia de pareja, en 2020, 236,562; en 2021, 259,452, y en 2022, 260,946; relacionadas con incidentes de violencia familiar, en 2020, 689,388; en 2021, 690,295, y en 2022, 599,409 (sspc, 2022).
Es importante considerar, dentro de todos estos números y estadísticas, el alto porcentaje de denuncias que no se realizan por miedo a los agresores, miedo a la presión social o familiar, profunda desconfianza en las autoridades o por influencia religiosa, factores que inhiben en gran medida el crecimiento de las denuncias que se reflejan en las estadísticas aquí mostradas.
Sabemos que la violencia contra las mujeres, y en general todo tipo de violencia intrafamiliar, es un fenómeno que se encuentra enraizado en los mandatos de la masculinidad que impera en México, problema que se hace más complejo si tomamos en cuenta la grave encrucijada de inseguridad por la que atraviesa el país. Si bien las estadísticas muestran un marginal descenso de las muertes ocasionadas por homicidios dolosos, no podemos pasar por alto la realidad de que en México las desapariciones forzadas han alcanzado niveles históricos. Si no comparamos la primera estadística (homicidio doloso) con la segunda (desaparición forzada), es muy difícil comprender la realidad global por la que nuestro país está atravesando en el tema de la inseguridad pública.
Según estadísticas arrojadas en mayo de 2022 por el Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas (2023), durante el gobierno de Vicente Fox Quesada (2000-2006) desaparecieron 854 personas; en el sexenio de Felipe Calderón el número creció exorbitantemente hasta alcanzar poco más de diecisiete mil personas desaparecidas; con la administración de Enrique Peña Nieto la tendencia siguió al alza y se rebasaron las 35 mil personas desaparecidas. En la presente administración, hasta mayo de 2023 y a cuatro años y cinco meses del inicio del actual gobierno, el número de desaparecidos y no localizados es de 42,029 personas.
Las proyecciones apuntan a que el número de desapariciones seguramente rebasará las 55 mil personas para el 2024, lo que muestra una importante alza en este tipo de delito que debe cruzarse necesariamente con el de los homicidios dolosos. Además, dadas las condiciones de desconfianza y contubernio entre las autoridades judiciales y los grupos del crimen organizado, numerosas son las organizaciones y las voces que han manifestado la inminente necesidad de reconocer que el número de desapariciones podría llegar incluso a duplicarse o triplicarse.
Otro de los fenómenos importantes que afectan a la seguridad en nuestro país, y que también se encuentra al alza, es el consumo de drogas y la intoxicación por alcohol, principalmente en jóvenes. Según datos de la Comisión Nacional contra las Adicciones (conadic, 2022), el Informe Mundial sobre las Drogas 2022 dio como indicadores que, entre 2010 y 2020, aumentó en un 26% el consumo de sustancias psicoactivas. Este fenómeno está estrechamente relacionado con todo tipo de violencias que los ciudadanos empiezan a experimentar desde temprana edad.
El consumo del alcohol o de drogas blandas, como la mariguana, sirven recurrentemente como vehículos transitorios para alcanzar el consumo de drogas sintéticas de mayor calado, cuyos efectos inmediatos y secundarios son sumamente dañinos para la salud pública y aumentan en gran medida la exposición y el riesgo a todo tipo de violencias en la población (violencia intrafamiliar y contra las mujeres, accidentes y conflictos personales, homicidios, entre otros) (H. Ayuntamiento de Sahuayo, 2023).
Se estima que, a partir de la pandemia iniciada en 2020, el consumo de drogas y alcohol en jóvenes se incrementó considerablemente, tanto en el sector de los consumidores habituales como en el de los nuevos consumidores. El encierro ante la emergencia sanitaria provocó graves daños en la salud mental de la población, generando estrés, ansiedad o depresión, que, junto con el aislamiento, propiciaron hábitos que estimularon el abuso en el consumo de estas sustancias (Carrascoza Venegas, 2022, pp. 19-120).
Es importante ver los efectos de la violencia no sólo a través de estadísticas aisladas o no relacionadas entre sí, ya que poco nos ayudan a entender las realidades movibles que subyacen sobre los límites de la violencia en México, debido a que los métodos de intimidación y de terror implementados por los carteles de la droga se mantienen en constante evolución. Nos referimos a la transición por la que ha pasado la violencia letal emanada del crimen organizado, la cual ha pasado de una “violencia utilitaria, cuyos fines son legibles o aprehensibles para la experiencia —te mato para robarte, te aniquilo porque tu presencia estorba mis planes, etcétera”—, a una violencia caracterizada por hechos atroces, donde “la muerte del otro no es suficiente” (Reguillo, 2021, p. 184).
A esa violencia donde se emplea un “poder incuestionable, que apela a las más brutales y, al mismo tiempo, sofisticadas formas de violencia sobre el cuerpo ya despojado de su humanidad (los decapitados, los colgados en los puentes, los cuerpos desmembrados y tirados en la calle)” (Reguillo, 2021, p. 54), habría que agregar la multiplicación de episodios de horror que configuran escenarios propios de una guerra.
Esta transformación se ha dado a partir de los reajustes de las organizaciones criminales frente al Estado, que del horrorismo social de las masacres y la exhibición de cuerpos apilados y mutilados2 ahora nos enfrentan a un crecimiento exponencial de desapariciones forzadas y fosas clandestinas, cuyo impacto se ahoga en el dolor, el miedo y la impotencia que viven los familiares y grupos buscadores de personas.
La desaparición forzada se ha convertido en el último eslabón del silencio y el terror, incluso por arriba de la muerte, ya que, de acuerdo con la Comisión Nacional de Búsqueda de Personas (cnbp), el registro total de fosas en el país desde 2006 hasta la fecha es de 5,545. En el gobierno actual, del 1 de diciembre de 2018 al 30 de enero de 2023 se han encontrado 2,710 fosas clandestinas, que representan el 49% del total registrado hasta el momento, de las cuales se han rescatado 2,395 cuerpos (Fuentes, 2023).
Sin restarle valor a las cifras que regularmente emiten los organismos autónomos y del gobierno encargados de cuantificar las violencias, éstas deben ser leídas con precaución frente al discreto descenso que muestran algunos delitos, como los homicidios dolosos, los secuestros o los feminicidios, ya que la disputa territorial entre carteles suele presentar ciclos impredecibles de violencia, con aumentos y disminuciones coyunturales que deben entenderse en función de la lógica y la dinámica de esta disputa por la hegemonía territorial.
Un ejemplo de ello no sólo es el incremento en el número de personas desaparecidas y no localizadas, sino también la violencia contra las mujeres que, además de asentarse en una cultura hegemónica masculina, es resultado del ambiente generalizado de violencia estructural que vive el país y de aquella derivada del crimen organizado, los cuales han creado las condiciones que potencian las agresiones cada vez más constantes en contra de ellas.
1 Dado que en la actividad del narcotráfico participan mayoritariamente hombres, en 2022, el 85% de los homicidios dolosos se perpetraron contra ellos.
2 En 2011, el gobierno de Enrique Peña Nieto y empresarios televisivos firmaron el Acuerdo para la Cobertura Informativa de la Violencia, el cual instaba a éstos a seguir un decálogo de criterios editoriales para no interferir en el combate a la delincuencia, dimensionar adecuadamente la información y no convertirse en voceros involuntarios de los criminales (Martínez, 2011).
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Carrascoza Venegas, C. A. (2022). El consumo de drogas en México durante la pandemia del covid-19: tratamiento y políticas de salud pública. Revista Electrónica de Psicología Iztacala, 25(1), 103-124. https://www.revistas.unam.mx/index.php/repi/article/view/82178
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