La búsqueda de la verdad tuvo un cambio radical en la Europa del siglo xvi. La palabra de dios, que había bastado para responder las interrogantes de la filosofía, perdió su potencia. La naturaleza del mundo, del hombre, de las enfermedades, de los fenómenos naturales, entre otros, esperaban ser descubiertas a través de la razón. Occidente comenzó a buscar respuestas en el mundo de la materia, convencido de que cada hallazgo lo acercaría a la posesión de su destino y el del resto de la humanidad. El cambio a un paradigma racionalista, mediante la sistematización del conocimiento, contribuyó a una revolución científica que todavía altera el destino del mundo.
Durante la revolución científica del siglo xvi se gestó un modelo de racionalidad que desde entonces dominó las ciencias naturales, y que en el siglo xix se extendió a las ciencias sociales (De Sousa, 2009, p. 21). La búsqueda científica de la verdad le ha permitido al ser humano someter a la naturaleza, transformarla en recursos, apoderarse de fuerzas naturales que antes fueron divinas. El costo: quedar desarraigado de ella (De Sousa, 2009, p. 23).
El método científico, a pesar de sus limitaciones, tiene un poder de transformación tal que se convirtió en el paradigma dominante en Occidente y, paulatinamente, del resto del mundo. Como parte fundamental de la cultura occidental, viene acompañado de un concepto que es a la vez mito y valor: el progreso. En el proyecto de progreso, el paraíso no es algo perdido: desde entonces está en el futuro. De acuerdo con la fe occidental, tras la conquista de la naturaleza, de las enfermedades, de las limitaciones energéticas y alimentarias, los seres humanos vivirán en igualdad y en abundancia, todo gracias a los próximos avances científico-tecnológicos. Hemos abandonado el presente por un futuro promisorio.
Occidente ha instaurado el progreso, la modernización y el desarrollo económico como valores universales: “Siendo un modelo global, la nueva racionalidad científica es también un modelo totalitario, en la medida en que niega el carácter racional a todas las formas de conocimiento que no se pautaran a sus principios epistemológicos y por sus reglas metodológicas” (De Sousa, 2009, p. 21). Ya sea por seducción o intervención, los países “en vías de desarrollo” han adoptado la ideología del progreso, aunque eso signifique el retraso permanente.
El golpe al sentido de identidad de las comunidades en todo el mundo ha sido brutal. A partir del siglo xviii, la brecha entre naturaleza y cultura, y entre el ser humano y el resto del reino animal, se volvió infranqueable. El desarraigo también fue divino. Nietzsche lo resumió al declarar la muerte de Dios por obra del hombre. Más de un siglo después, en Occidente, aun los creyentes más fervientes se han quedado solos: incluso para ellos, no hay ser vivo ni mandato divino que sea más sagrado que la vida humana. Con la naturaleza sometida y la divinidad muda, ¿a qué recurrir? Es difícil pensar en algo más que el humanismo.
No fueron los únicos sacrificios: el positivismo, incluso en las ciencias sociales, admite sólo lo medible, dejando de lado las cualidades intrínsecas del objeto y sus condiciones iniciales. Además, “las leyes de la ciencia moderna son un tipo de causa formal que privilegia el cómo funciona de las cosas en detrimento de cuál es el agente o cuál es el fin de las cosas. Es por esta vía que el conocimiento científico rompe con el sentido común” (De Sousa, 2009, p. 25). Esta forma de ver, que nació para conocer objetos y fenómenos que se creían constantes, abarcó también algo indiscutiblemente subjetivo y cambiante: la identidad. Se desestimaron los deseos, los impulsos espirituales, los miedos, las sombras, las visiones individuales y colectivas, y sólo quedó lo superficial: formas de vestir, danzar y preparar los alimentos. En el rito, sólo el acto es medible; no la simbología que lo motiva.
Quedaron, entonces, actos y rasgos supuestamente constantes; ya que ellos nos confieren identidad, deben permanecer inalterados. Peor aún, el progreso implica una dinámica en la que lo estático se vuelve obsoleto. La sociedad anda a marchas forzadas, y los rasgos de identidad son algo que se arrastra, que se presenta en festivales y museos, que se mercantiliza o es “rescatado” constantemente por gobiernos y organismos civiles. Los ritos no tienen manera de permanecer relevantes cuando han sido despojados de su significado y no son lo bastante flexibles para adaptarse al vertiginoso (y supuesto) progreso.
Ante la simple pregunta de si hay alguna relación entre la ciencia y la virtud, “Rousseau responde, de modo igualmente simple, con un rotundo no” (De Sousa, 2009, p. 19).
El imperialismo va más allá de la apropiación de tierras y riquezas: también implica la conversión de seres humanos en recursos humanos. La ecuación es simple: la continuidad del imperio requiere un flujo constante de bienes y servicios. Entre los siglos xvi y xx, tras la conquista militar de las naciones “salvajes”, los imperios de Occidente se abocaron a la conquista ideológica (o al genocidio); impusieron su civilización y fe para transformar a los nativos, en el mejor de los casos, en ciudadanos de segunda. La ignorancia de los conquistados —del otro— acerca de los valores y formas de ver de los conquistadores, así como la invención e institucionalización del racismo, bastaban para justificar el sometimiento.
El imperialismo del siglo xxi es más efectivo y menos sanguinario. En la era de la globalización, la prosperidad de las potencias depende del libre comercio, lo que asegura la cooperación y la paz entre las naciones que profesan el neoliberalismo. Para ser sostenible, el sistema debe crecer permanentemente. En primera instancia, esto implica encontrar nuevos nichos en el saturado mercado interno de las potencias económicas. Segunda y más importante: implica encontrar nuevos mercados. En resumen, la supervivencia del sistema económico depende de la occidentalización de las recientes o antiguas colonias en Asia, África y América Latina.
Los países que se resisten a la occidentalización deben enfrentar la “ayuda” de países como Estados Unidos, Francia e Inglaterra, los principales colonos de la Era Occidental. Según el cariz de la oposición, la ayuda irá desde la tutela económica hasta una intervención militar “humanitaria” muy al estilo del siglo xviii.
En el caso de México, los gobernantes e intelectuales que fraguaron el proyecto de nación, tras la independencia en 1821, se asumieron como occidentales ––aunque los europeos lo vieran como una nación “descendiente de Occidente”—. Casi dos siglos más tarde, la política exterior continúa encaminada a la occidentalización o, si se quiere, a la globalización. La devastación natural y de las identidades locales son daños colaterales, necesarios para el desarrollo y la modernización. La idea parece ser que, si maquilamos lo suficiente, accederemos al primer mundo; seremos ciudadanos de primera categoría.
Al asumir el progreso y la modernización como valores nacionales, México participa con entusiasmo en el libre mercado. La economía es lo bastante sólida como para ofrecer una mano de obra calificada y mercado para una amplia gama de productos y servicios. México es un campo fértil para la diversificación de mercados, y no es inmune a una efectiva estrategia de la globalización: la apropiación y mercantilización cultural.
El imperialismo ya no es un ejercicio exclusivo del Estado; principalmente lo ejercen corporaciones transnacionales que cada diciembre esperan haber vendido más que el año anterior. Sus metas son globales y sus estrategias son, conforme avanza la tecnología, cada vez más sofisticadas. La globalización “procura aprovechar la diversidad, aunque en el trance globalizador buscará, por supuesto, aislar y eventualmente eliminar las identidades que no le resultan domesticables o digeribles. [...] La globalización, en fin, es esencialmente etnófaga” (Díaz-Polanco, sf, p. 3).
Se comentó ya que la simbología de los rasgos identitarios es invisible a la mirada occidental; en consecuencia, éstos se reducen al folclor. El desmantelamiento de la identidad no se detiene ahí: el sistema exalta sus rasgos más visibles, los resignifica con propósitos utilitarios o mercantiles, e ignora o suprime aquellos que sean políticos, que contradigan sus propios valores o que, simplemente, no se alineen ni vendan.
Al constreñir la cultura a lo artístico, quedan únicamente artistas y artesanos como creadores. Aquellos que no son diestros con la guitarra o el pincel se asumen únicamente como consumidores de cultura; pierden la posibilidad, y por lo tanto la responsabilidad, de participar activamente en ella. La cultura oficial, compuesta de imágenes, queda como botín para las transnacionales. Los mejores intentos de actualizar esas imágenes y darles vida pueden ser aplaudidos, pero no formarán parte de una identidad supuestamente estática.
Para el sistema, las políticas económica, educativa, laboral, entre otras, quedan fuera de lo identitario. Todas están occidentalizadas. Sólo los expertos tienen injerencia en ellas, y ellos siguen los modelos del sistema. En pocas palabras, la cultura la producen los artesanos, las políticas económicas las deciden los especialistas, y el grueso de la población se queda sin nada.
Aunque hay comunidades que resisten con relativo éxito —se les cataloga de primitivas o globalifóbicas—, la colonización cultural se extiende invisible y constante. La globalización, que en un principio se temió culturalmente homogeneizadora, hoy se presenta como multicultural e inclusiva. Mantiene la promesa de igualdad de oportunidades, bienes y servicios para quienes participen de ella, sin riesgo para la identidad de las comunidades. En la práctica es diferente.
La globalización multicultural le da la bienvenida a todas las comunidades, sin discriminación. Una vez que las enrola en la dinámica neoliberal, ensalza los rasgos identitarios que sirvan a sus valores y propósitos económicos, y disuelve los que estorben al proyecto global, empezando por los que posibiliten la autogestión. La diversidad representa “una ventaja competitiva en un mercado cada vez más reñido” (Díaz-Polanco, sf, p. 20), y por tal motivo se exalta. Al mismo tiempo, de manera soterrada, también se homogeneizan la educación y los hábitos de consumo.
Si en la superficie la globalización promueve la diversidad, en el fondo disuelve los lazos comunitarios, individualizando a la sociedad. A través de internet, los individuos tienen acceso a cualquier esfera del conocimiento, aunque sea de manera superficial. La globalización no sólo impulsa la innovación, sino que contribuye a que ésta sea del dominio público a escala global. Sin embargo, Google, “lo más parecido a la imprenta que nos ha tocado vivir […], no es un inocente receptáculo que cobija el saber, sino una forma que modifica el saber a su propia imagen” (Baricco, 2008). El conocimiento, que debía liberarnos, también llega a modo.
En ese contexto, el localismo se vuelve un antivalor, una muestra de ignorancia y falta de oportunidades. Es un deber del ciudadano moderno estar al día y tecnológicamente alfabetizado. El colonizado moderno es cosmopolita, y sólo desde el cosmopolitismo revalora lo local —lo burdo—, puesto que ya ha sido reconocido y avalado por el mercado global.
Ensayar acerca de la identidad permite recontextualizar inquietudes; cuestionarlas dentro de un panorama más amplio. Lo privado se revela como consecuencia de lo público. Se vuelve difícil esconderse detrás de la idea de que “como yo soy” es algo natural puesto que el país es multicultural. En mi experiencia, reflexionar acerca de este tema ha sido contradictorio. Por un lado, el peso de las tendencias globales —especialmente aquellas que atentan contra el bienestar común— es avasallador. Por otra parte, reconocerme como un nodo dentro de un cuerpo inconmensurable ha sido liberador: eso implica que tengo la responsabilidad de generar y compartir conocimiento. La tenemos todos. Podemos confiar en que somos agentes de cambio aunque tal cambio pocas veces sea evidente. Reflexionar sobre temas de identidad es un llamado a la acción.
Vuelvo a mi experiencia. ¿Desde dónde escribo? Soy parte de la generación Xennial, y pasé mi infancia y adolescencia en una ciudad industrial del norte de México, como parte de una familia de clase media. En temas de identidad, las influencias de los Estados Unidos y del centro de México me parecen igualmente poderosas, por lo que no me identifico con muchos de los rasgos del mexicano prototípico. Nunca he puesto un altar de muertos. Muchos de los programas de televisión de mi infancia son norteamericanos o japoneses. En Navidad, el tema religioso parecía de última importancia. Mis primeras lecturas fueron extranjeras. Me he interesado más por la mitología griega que por las mitologías amerindias. Puedo nombrar decenas de canciones de Iron Maiden y no me viene a la cabeza ninguna de José José.
Cualquiera diría que estoy culturalmente colonizado. Entonces me pregunto: ¿Qué elementos constituyen (o quiero que constituyan) mi identidad? ¿Conviene comenzar por un análisis genético de ancestralidad o por mi árbol genealógico? ¿Debo elegir la historia o la psicología? ¿La historia local o la universal? ¿La filosofía o la sociología? ¿Influye más la vocación o la clase social? ¿Los gustos o la idiosincrasia local? Si me rehúso a ser un ciudadano del mundo de segunda, ¿qué soy? ¿Cuál es la épica fundacional saltillense? ¿Qué sucede cuando la identidad del adolescente no cabe en el campo laboral? ¿Cuál es la frontera entre las identidades global y local?
La globalización ha occidentalizado al planeta y amenaza con desarticular identidades y lazos comunitarios. Sin embargo, las identidades han estado siempre bajo ataque, incluso interno. Un proyecto de nación no es sino la homogeneización de las culturas locales para cumplir objetivos de unidad, control y riqueza. Esto genera resistencia, e históricamente se ha ignorado, engañado, comprado, amenazado, reprimido, encarcelado y asesinado a la resistencia; no siempre en ese orden. El nacionalismo no es el camino para proteger las identidades del país.
Los noticieros están llenos de tendencias nacionalistas —el Brexit, los campos de concentración para migrantes, la frontera sur de Estados Unidos militarizada, la xenofobia mexicana, los grupos racistas—. Ninguna protege las tradiciones e identidades locales. La promesa de Donald Trump, el muro, es sólo el epítome de una tendencia global.
Darle la espalda a la globalización, esa nave del imperio, sería grave sin una alternativa adecuada. Ningún otro sistema consiguió una cooperación entre naciones como el liberalismo. Sin el libre comercio, se detendría el flujo de conocimiento, de ideas, de materias primas, de medicamentos… Las economías colapsarían. Volvería el imperialismo bélico. Los grandes problemas de la humanidad se agravarían: “No puedes construir un muro contra el invierno nuclear o contra el calentamiento global, y ninguna nación puede regular la inteligencia artificial o la bioingeniería por sí misma” (Harari, 2018).
En el Centenario de la Primera Guerra Mundial, Emmanuel Macron, presidente de Francia, comentó que “el patriotismo es el exacto contrario al nacionalismo. El nacionalismo es su traición” (Bassets, 2018). En la Cumbre del Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico (apec), su contraparte china, Xi Jinping, declaró que “una nueva revolución en la ciencia y la tecnología está en ciernes”; tras atacar el unilateralismo en el gobierno mundial, expuso una pregunta crucial: “¿Qué camino vamos a elegir? ¿Cooperación o confrontación?” (Zibechi, 2018). Ambos mandatarios parecen coincidir en que el proteccionismo conduce a la guerra.
“En el siglo xxi enfrentamos problemas que ni siquiera las naciones más grandes pueden resolver por sí mismas, por lo que tiene sentido cambiar al menos algunas de nuestras lealtades por una identidad global” (Harari, 2018). Ésta sería tan artificial como una identidad nacional, e igualmente asequible. El presente no requiere muros, sino una lealtad global con valores y metas compartidos. Esto no implica el sacrificio de la identidad local: “Puedo ser leal simultáneamente a distintas identidades —a mi familia, mi pueblo, mi profesión, mi país, y también a mi planeta y a la humanidad” (Harari, 2018).
La globalización, entonces, es una necesidad, pero amenaza con desarticular identidades y lazos comunitarios. Más allá de preservar tradiciones y rituales, parece vital la participación activa de individuos y colectividades en la cultura —entendida en su sentido más amplio—. Actos aparentemente banales como compartir una idea o crear un meme para las redes sociales, son una forma inédita en que la gente crea cultura todos los días, aunque sea de manera individualista y sin dirección. Las inquietudes de la gente se convierten en objetos sociales, y la cultura se mueve. Las artes ofrecen alternativas para regenerar el tejido social:
En el campo literario, Charles Reznikoff trabajó por más de cuarenta años en el poemario Testimonio, en dos volúmenes; un recuento de casos ocurridos en Estados Unidos entre 1855 y 1915, que estudió durante su trabajo en la corte. Este trabajo de “poesía encontrada” o testimonial, a pesar de no haber vendido más de mil copias en total, ha sido influyente. El poeta, más allá de pretensiones de “pequeño dios”, usa la poesía como testimonio: visibiliza la voz del “otro”. Si bien es menos glamoroso, tiene posibilidades creativas ilimitadas. Puede pensarse que hay que escribir un best seller para concienciar y generar un cambio, pero sería superficial subestimar el lazo entre el poeta y el lector o escucha al que le ha prestado su voz. El poeta como testigo puede resarcir algo del daño ocasionado por la avaricia corporativa.
Por su parte, la música ha sido rica en movimientos de resistencia. Las bandas de protesta, por sí mismas, no pueden conseguir un cambio; sin embargo, han sido exitosas atrayendo atención sobre problemáticas y estrechando lazos entre sus escuchas. Por ejemplo, Public Enemy puso “en la agenda cultural el tema de la opresión a los afroamericanos en los eeuu [Estados Unidos]. Ellos fueron un portal introductorio, a través del cual los escuchas podían aprender acerca de radicales como Malcom X o las Panteras Negras” (Daly, 2015).
Si bien la música ha conseguido concienciar y crear comunidades creativas, el sistema ha sido eficaz en el proceso de asimilación y banalización. La rebeldía se convierte en un “valor de marca” y los mensajes de protesta son sustituidos por temáticas vulgares o inofensivas. Por otra parte, “la música pop y los medios se han fragmentado”, lo que reduce su impacto mainstream (Daly, 2015).
El proceso de creación de identidades genuinas debe ser continuo. Para que sea exitoso, los artistas deben encontrar nuevas maneras de atraer la atención sobre las problemáticas sociales, así como reconocer la voz de sus comunidades. Es notable, también, que la apropiación cultural puede ir en ambos sentidos. El movimiento latinoamericano punk en Los Ángeles es un ejemplo de apropiación cultural ajeno a cualquier propósito imperial.
La reconstrucción de identidades en el siglo xxi es necesaria y posible. Hay que empezar por hablar del tema y seguir creando al margen de intereses comerciales.
Baricco, A. (2008). Respirando con las Branquias de Google. En Los bárbaros. Ensayos sobre la mutación. Barcelona: Anagrama.
Daly, M. (2 de julio de 2015). Del rave a la revolución: cómo la música ha cambiado al mundo en el que vivimos. Vice.
Bassets, M. (20 de noviembre de 2018). Patriotismo, nacionalismo y todo lo contrario. El País. https://elpais.com/internacional/2018/11/19/actualidad/1542651196_448276.html
De Sousa Santos, B. (2009). Una epistemología del sur: la reinvención del conocimiento y la emancipación social. Ciudad de México: Siglo xxi.
Díaz-Polanco, H. (sf). Diez tesis sobre identidad y globalización. Flacso Andes. https://flacsoandes.edu.ec/web/imagesFTP/1265233447.Diez_Tesis_sobre_identidad.pdf
Zibechi, R. (21 de noviembre de 2018). China toma en sus manos la bandera de la globalización. Sputnik News. https://mundo.sputniknews.com/firmas/201811211083572046-china-toma-en-manos-globalizacion/
Harari, Y. N. (26 de septiembre de 2018). We need a post-liberal order now. The Economist. https://www.economist.com/open-future/2018/09/26/we-need-a-post-liberal-order-now