Three lives of love for words: three Spanish dictionaries
Agustín Rivero Franyutti Elaborar un diccionario es seguramente una de las mayores locuras
que una persona puede realizar debido al tiempo invertido,
pero así son los amantes de las palabras y de los libros que
las contienen: prefieren vivir en los mundos posibles que ellas
crean que en los hechos sensoriales anclados al mundo real. Las
palabras tienen una vida mucho más dilatada que la nuestra y
nos ofrecen perdurar más allá de la extinción material. Los tres
autores que se abordan aquí son, en este sentido, inmortales,
pues serán recordados por sus obras mientras haya hablantes
del español o estudiosos de otros idiomas que se interesen por
nuestra lengua; los tres vivieron de manera austera y disciplinada,
entregados a la paciente y dura labor de confeccionar las
que quizá sean las mejores obras de la lexicografía en español. diccionarios, lengua, español, literatura, etimologías Making a dictionary is surely one of the craziest things a person
can do because of the time invested, but that is how lovers
of words and the books that contain them are: they prefer
to live in the possible worlds they create rather than in the
sensory facts attached to the real world. Words have a much
longer life than ours and offer us to endure beyond material
extinction. The three authors discussed here are, in this sense,
immortal, since they will be remembered for their works as
long as there are speakers of Spanish or students of other languages
who are interested in our language; all three lived in
an austere and disciplined manner, dedicated to the patient
and hard work of producing what are perhaps the best works
of lexicography in Spanish. dictionaries, language, Spanish, literature, etymologies Proponerse elaborar un diccionario es seguramente una de las mayores locuras que se le puedan
ocurrir a una persona cuerda y más si esa tarea le roba a su existencia, de por sí breve y accidentada
como la de todo ser humano, un periodo considerable de tiempo: años, décadas o
la vida adulta entera; pero así son los amantes de las palabras y de los libros que las contienen:
prefieren vivir en los mundos posibles que ellas crean que en los hechos sensoriales anclados
en el mundo pragmático que conocemos como real. Pero es que las palabras tienen una vida
mucho más dilatada que la nuestra, y quizá por eso nos transmiten esa sensación de eternidad
y de trascendencia que le está negada al frágil cuerpo que nos contiene, y nos ofrecen, por
ello, perdurar más allá de la extinción material. Los tres autores que quiero recordar aquí son, en ese sentido, inmortales, pues serán recordados
por sus obras lexicográficas mientras haya hablantes del español o estudiosos de
otros idiomas que se interesen por nuestra lengua; los tres vivieron de manera muy austera
y disciplinada, entregados a la paciente y dura labor de confeccionar las que quizá sean las
mejores obras de la lexicografía en español. En 1611, cuando aparece la primera edición del Tesoro de la lengua castellana o española, Europa
se encuentra en una situación política complicada e inestable: los polacos vencen al ejército
ruso en la población de Smolensk y ésta pasa a formar parte del territorio de Polonia; Dinamarca
declara la guerra a Suecia para reclamarle la población de Finnmark y esto da lugar
a la guerra de Kalmar; España y Francia firman un doble tratado para que Ana de Austria, hija
de Felipe iii y esposa de Luis xiii, renuncie al trono de Francia e Isabel de Borbón, hija de Enrique
iv y esposa del príncipe Felipe, renuncie al trono de España (Rivero, 2017, pp. 227-228). En ese mismo año, según nos recuerda Dominique Reyre en el Prólogo Segundo a la más
reciente edición del Tesoro (2006, pp. xlvi-xlvii), Sebastián de Covarrubias tenía 72 años, vivía
en Cuenca, donde el papa Gregorio xiii le había concedido el canonicato (en 1579), tenía
una de las bibliotecas más importantes de su época y por eso pudo escribir ahí algunas de
sus obras; se había formado como Licenciado en Teología, en la Universidad de Salamanca,
y había sido capellán de Felipe ii, pero tenía, además, una gran formación en humanidades
y lenguas extranjeras, como el latín, el griego y el hebreo, lo que le permitió escribir
la totalidad de su diccionario en unos cinco años, pues se supone que lo comenzó en 1605,
según los cálculos modernos que se han hecho de su labor lexicográfica. Su intención declarada, en la dedicatoria el rey Felipe iii, es elaborar un diccionario etimológico
de la lengua española1 que emule lo que san Isidoro había realizado para la latina, pero, como sostiene Manuel Seco: “No se atiene nuestro autor, sin embargo, a la dirección
marcada por Aldrete a los estudios etimológicos, que señala decididamente el fundamento
latino de nuestro léxico” (2003, p. 188). Y esta desviación le permite a Covarrubias señalar
raíces hebreas a palabras provenientes incluso de las lenguas indígenas americanas, lo cual
puede parecer hoy algo extravagante.2 Si las etimologías ofrecidas por Covarrubias son discutibles por su falta de rigor lingüístico,
insuficiente incluso para su época,3 la información que ofrece sobre la lengua española
y su contexto social es sumamente valiosa, ya que, por una parte, “explica palabras y
frases hechas, refranes, etc., y, por otra parte, [es] una obra enciclopédica que ofrece, entre
otros, nombres propios y reúne, en general, información sobre la cultura de la época”
(Haensch, 1982, p. 109). Toda esta información es indispensable para la cabal comprensión
de textos que se escribieron en ese periodo histórico y que hoy consideramos clásicos por
su valor literario excepcional. El resultado de la obra no fue entonces el esperado por su autor, sino el de constituir el
primer diccionario monolingüe de una Europa que había abandonado el latín como lengua
común y se había centrado en el ideal renacentista de la defensa e ilustración de las lenguas
habladas regionales. No es una casualidad que Covarrubias fuera contemporáneo de Miguel
de Cervantes y émulo de Juan de Valdés. Manuel Seco se pregunta cuál fue el método empleado por Covarrubias para componer
su diccionario y deduce que “Covarrubias no ha aprendido muy bien la lección de rigor
metodológico que, más de cien años atrás, dio Nebrija a los lexicógrafos” (2003, p. 192); que
no se preocupa por establecer o uniformar su propia ortografía; que el orden ortográfico
está lleno de tropiezos porque el autor confunde a veces una misma entrada; que la información
en el cuerpo de los artículos es irregular: unas veces lingüística y, otras, enciclopédica;
que a veces se atribuyen etimologías diferentes a una misma voz; que la personalidad
del autor se deja ver en el manejo de la información que contienen los diferentes artículos y que las etimologías “están a la altura del peculiar concepto que en su época se tenía de la
evolución formal de las palabras” (Seco, 2003, p. 196). Y, sin embargo, pese a lo duro de los juicios de Manuel Seco,4 los fundadores de la Real
Academia Española, en el siglo dieciocho, aprovecharon las definiciones de Covarrubias para
confeccionar su Diccionario de autoridades, en el que se le confiere a nuestro autor el grado
de autoridad indiscutible en el estudio de las palabras del español. A partir del siglo xx, los estudiosos han encontrado un verdadero tesoro en el diccionario
de Covarrubias, sobre todo por el registro de voces usadas durante los primeros años del siglo
xvii en la región de Toledo, donde había nacido el autor. Y también, para los que hablamos español en América, es muy interesante el registro de
voces amerindias incluidas en el Tesoro. Lope Blanch señala que son veintitrés: acal, Araucana,
cacique, caimán, canoa, coca, Cuzco, hamaca, huracán, inga, maíz, Mechoacán, mexicano,
México, mico, Motezuma, nopal, Perú, perulero, pita, Tenochtitlan, tiburón y tuna (1990,
p. 161). La muestra resulta heterogénea, pues hay topónimos, gentilicios, nombres propios,
así como algunos de animales, plantas y objetos diversos; pero, en la mayor parte de los
casos, Covarrubias acierta en la definición y etimología de dichas voces porque se basó en
fuentes histórico-literarias confiables, como la Conquista de México, de Francisco López de
Gómara, capellán y confidente de Hernán Cortés hasta la muerte de éste. Lo que resulta
significativo de la lista, además, es la metodología poco rigurosa que el autor del diccionario
empleó también en este caso,5 porque deja fuera americanismos que eran de uso común
en las crónicas y aun en el español hablado de la península, en esa época, como batata,
cacao, Caribe, bejuco… La valoración final de Manuel Seco (2003, pp. 198-199) es que el Tesoro de la lengua castellana
o española no obtuvo en su momento el reconocimiento que merecía porque su autor,
por una parte, estaba atrasado a su época por el espíritu que lo guiaba, un espíritu renacentista
de la contrarreforma en el que se daba preferencia a los autores latinos y, por otra parte,
estaba adelantado a su época porque escribió una obra que nadie pensaba que era necesaria:
un diccionario del español en español, no como un puente entre dos lenguas, sino
como un referente para el hablante de la propia lengua que deseaba saber más sobre ella. Cuervo es uno de esos extraños casos en los que un ser humano puede ser, al mismo tiempo,
aunque quizá en etapas sucesivas, bueno para los negocios y todavía mejor para el saber
que los antiguos humanistas consideraban esencial: el de la gramática.6 Los hermanos Ángel (seis y medio años mayor) y José Cuervo fundaron una cervecería.
Fue el primero quien aprendió en los libros el proceso de elaboración de esta bebida, y, juntos,
se ocuparon de comprar los ingredientes, llenar los tanques, embotellar y vender el producto
final. El negocio fue tan exitoso que les dio grandes ganancias y éstas les permitieron,
una vez vendida la fábrica, viajar a Francia para vivir ahí el resto de sus vidas, dedicados a sus
quehaceres intelectuales. Rufino José Cuervo vivió, pues, en París del 2 de julio de 1882 al 17 de julio de 1911, día en que
murió. Un total de 29 años, según recuerda Fernando Vallejo (2012, p. 20). Y tuvo ahí el tiempo,
la independencia económica y la libertad personal para dedicarse a escribir la que sería
su gran última obra: el Diccionario de construcción y régimen de la lengua española. El proyecto
era monumental: elegir todas las voces del idioma español que pudieran analizarse desde
una perspectiva sintáctica y explicar, en cada una de ellas, todas sus posibles construcciones
a través de citas de autores clásicos de la literatura en lengua española. Dice Fernando Vallejo:
“El Diccionario de Cuervo era único […] con él intentaba una obra de malabarismo científico:
volver al diccionario gramática y a la gramática diccionario. Y lo logró” (2012, pp. 115-116). Cuando salió de Colombia con rumbo a París, nos informa Vallejo que ya tenía avanzado
el proyecto, pues escribió, al lingüista alemán Hugo Schuchardt, que pensaba comenzar
a publicar partes de la obra, lo cual significaba que estaba lista la mayoría de las papeletas y
redactada la mayor parte de los artículos de las primeras letras (2012, p. 115). En París, los hermanos “Llevaban una vida de estudio pero a la vez alegre, abierta al mundo
de afuera” (Vallejo, 2012, p. 123), lo que incluía visitas a museos, exposiciones y conciertos,
y desde luego, el Diccionario, “al que don Rufino se había entregado desde hacía quince
años” (Vallejo, 2012, p. 123). La mayoría de los ejemplos que Cuervo pensaba incluir en su Diccionario los había obtenido
en años de intensa consulta, durante su vida en Bogotá, a partir de los volúmenes de la
Biblioteca de Autores Españoles de Rivadeneyra; pero fue en París donde se dio cuenta de
que esos libros contenían numerosos errores de edición y por ello los ejemplos no eran válidos
para su propósito. El mismo Cuervo escribió en una nota de su fichero: “Esta colección
será acaso de alguna utilidad a los que quieran tener una idea de nuestra literatura, pero en general no puede servir de base para estudios históricos sobre nuestra lengua” (Vallejo,
2012, p. 140). Esto provocó que tuviera que consultar otras ediciones de las mismas obras
para corregir los errores en sus ejemplos.7 El propósito de Cuervo, expresado en el prólogo del Diccionario fue que, dadas las pocas
fuentes que había para la consulta de dudas en materia de sintaxis, quería componer una
“obra especial en que se dé luz sobre las palabras que ofrecen alguna peculiaridad sintáctica,
ya por las combinaciones a que se prestan, ya por los cambios de oficios o funciones gramaticales
de que son susceptibles, ya por el papel que desempeñan en el enlace de los términos
y sentencias” (Vallejo, 2012, p. 228). El método de trabajo seguido por Cuervo en cada entrada de su Diccionario consiste en
establecer la acepción correcta de la palabra de acuerdo con un contexto, buscar su etimología,
justificar su uso a través de gran cantidad de ejemplos así como de variantes a lo largo
del tiempo, analizarla sola o como parte de un modismo, establecer científicamente sus relaciones
con otras palabras, corregir, con razones válidas, las construcciones erradas, y formular
comparaciones entre la respectiva construcción castellana y la de otras lenguas. Los dos primeros volúmenes del Diccionario aparecieron, respectivamente, en noviembre
de 1886 y noviembre de 1893, todavía en vida del autor. El primer volumen incluía 531 monografías
de las letras A y B en 922 páginas de texto a dos columnas (Vallejo, 2012, p. 145); el segundo,
722 monografías de las letras C y D en 1,348 páginas a doble columna (Vallejo, 2012, p.
156). Estos volúmenes tuvieron una buena recepción entre los especialistas. En 1899, la salud de Cuervo se deterioró más de lo habitual; le empezaron los “achaques
de la cabeza”, que consistían en lagunas mentales y problemas de atención que dificultaban
cada día más su trabajo y le producían más cansancio. Todo se le volvió un fastidio, nos cuenta
Vallejo (2012, pp. 371-372). Así estuvo hasta que, el 17 de julio de 1911, falleció. Esta debilidad
física de sus últimos años impidió que avanzara más en su proyecto, por lo que el Diccionario
quedó inconcluso hasta que, en 1942, el Instituto Caro y Cuervo continuó el trabajo de Cuervo
a partir de los materiales que él legó y del trabajo conjunto de varios especialistas, que terminaron
la redacción de los últimos cuatro volúmenes en 1992. Manuel Seco valora esta vastísima obra de la siguiente manera:
desde el punto de vista
lexicográfico, nadie duda que el Diccionario de construcción y régimen es una obra de singular
relieve. No solamente por el rigor del método —el más serio puesto en práctica hasta
entonces en la lexicografía española—, sino por la penetración de los análisis semánticos
y el acierto de las definiciones, cualidades ambas habituales en sus artículos (2003, p. 158). Gabriel García Márquez dijo, sobre la obra de María Moliner, que
hizo una proeza con muy
pocos precedentes: escribió sola, en su casa, con su propia mano, el diccionario más completo,
más útil, más acucioso y más divertido de la lengua castellana. Se llama Diccionario de uso
del español, tiene dos tomos de casi 3,000 páginas en total, que pesan tres kilos, y viene a ser,
en consecuencia, más de dos veces más largo que el de la Real Academia de la Lengua y —a
mi juicio— más de dos veces mejor (2003, 5, p. 86). Este diccionario significó la renovación de las obras lexicográficas en español, por su enfoque
originalísimo, que, en palabras de la misma autora, consistía en crear un diccionario
monolingüe total en el que: “La estructura de los artículos está calculada para que el lector
adquiera una primera idea del significado del término con los sinónimos, la precise con la definición
y la confirme con los ejemplos” (De la Fuente, 2018, p. 23). Este propósito renovador se sitúa, para Manuel Seco, “en la conjunción de tres rasgos: el
concepto del diccionario como una ‘herramienta total’ del léxico, la voluntad de superar el análisis
tradicional de las unidades léxicas y el intento de establecer una separación entre el léxico
usual y el léxico no usual” (2003, pp. 391-392). El primer rasgo suponía la superación del diccionario tradicional, establecido por orden
alfabético, en el que uno solo puede encontrar el sentido de las palabras que previamente
conoce, lo cual limita las opciones de búsqueda y anula la posibilidad de encontrar nuevas
maneras de expresión a través del hallazgo de términos no conocidos u olvidados.8 Centrarse en el léxico usual significó la cuidadosa selección del vocabulario que contenía
el Diccionario de la Real Academia Española (drae) para desechar las unidades léxicas que no
eran relevantes y mantener solamente las que consideraba vigentes en el caudal vivo de la
lengua.9 Para esto, la autora separó las palabras y sus respectivas acepciones a través del uso
de diferentes tipografías y con esto puso en clara evidencia las diferencias que son pertinentes
para la expresión personalizada. El tercer rasgo es uno de los que más se han destacado en este diccionario y se trata de la
mejora considerable en la definición de las palabras.10 Sostiene Seco que las definiciones de
la Academia estaban redactadas en un lenguaje arcaizante y que incurrían en la llamada circularidad
o “círculo vicioso”, que consiste en definir una palabra con otra de su familia para
luego definir esta última con la primera (2003, p. 393). Él mismo afirma que el sistema lógico
empleado por María Moliner:
No solo evita la definición circular, para lo cual inventa una
minuciosa jerarquización lógica de los conceptos, sino que desmonta una por una todas las
definiciones de la Academia y las vuelve a redactar en un español del siglo xx, dándoles, en
muchos casos, una precisión que les faltaba y desdoblándolas a menudo en nuevas acepciones
y subacepciones que recogen matices relevantes. Con ello logra un análisis de los contenidos
bastante más completo que el de los diccionarios corrientes, incluido el de la Academia
(2003, p. 393). María Moliner se inspiró para su diccionario, según nos recuerda García Márquez, en el
“Learner's Dictionary, con el cual aprendió el inglés. Es un diccionario de uso; es decir, que no
sólo dice lo que significan las palabras, sino que indica también cómo se usan, y se incluyen
otras con las que pueden reemplazarse” (2003, 5, p. 87). Nada en la historia personal de esta mujer habría anunciado a la lexicógrafa extraordinaria
que llegó a ser, pues estudió la carrera de Filosofía y Letras en Zaragoza, ingresó al Cuerpo
de Archiveros y Bibliotecarios de España, trabajó como bibliotecaria en la Escuela Técnica
Superior de Ingenieros Industriales y fue esposa y madre que cuidaba de su casa y de su familia
con el esmero de una gran ama de casa. Y, sin embargo, su enorme capacidad de trabajo, su memoria y sus pocas herramientas
(una máquina de escribir, fichas, plumas y algunos libros de gramática) fueron más que suficientes
para tan magna obra. María Moliner empezó a escribir su diccionario en 1951 y pensó que lo iba a terminar en
dos años, pero el primer volumen no apareció sino hasta 1966 y, el segundo, en 1967, publicados
ambos por la editorial Gredos. El diccionario tuvo un gran éxito de crítica y de ventas, y comenzó entonces el rumor
de que ella pudiera ser llamada a formar parte de la Real Academia Española (rae). Su candidatura
fue propuesta por académicos como Dámaso Alonso, Rafael Lapesa y Pedro Laín
Entralgo; pero el elegido, a la postre, fue el prestigioso filólogo Emilio Alarcos Llorach. Se
dice que fue un truco de la rae haber presentado su candidatura junto a la de quien la mayoría
de los académicos sabía con certeza que iba a ganar, pues Alarcos era un filólogo muy reconocido, tenía una trayectoria amplia en los estudios tanto gramaticales como literarios
y, sobre todo, era hombre. El rechazo de la Academia marcó el principio de la popularidad de María Moliner, pues,
como señala Inmaculada de la Fuente, su biógrafa: “Causó tanto asombro que los académicos
no hubieran hecho un hueco en la corporación encargada de velar por la lengua a quien
había entregado la vida a esa tarea, que la leyenda Moliner se empezó a propagar. Curiosa
paradoja: el rechazo de la Academia impulsó su consagración” (2018, p. 25). García Márquez recuerda, cariñosamente, que nuestra autora:
Pasó sus últimos años en un apartamento del norte de Madrid, con una terraza grande, donde tenía muchos tiestos de flores, que regaba con tanto amor como si fueran palabras cautivas. Le complacían las noticias de que su diccionario había vendido más de 10.000 copias, en dos ediciones, que cumplía el propósito que ella se había impuesto y que algunos académicos de la lengua lo consultaban en público sin ruborizarse (2003, 5, p. 88). Lo que calla el escritor colombiano, compasivo, nos lo cuenta su biógrafa: “En los últimos
años ya no reconocía a sus hijos y nietos. Pero le gustaba que la acompañaran, o al menos no
se sentía extraña entre ellos” (De la Fuente, 2018, p. 310). María Moliner murió el 22 de enero de 1981 en Madrid. Tenía 80 años y había dejado una
obra que haría perdurar su nombre a través de los siglos, una obra sobre palabras para los
usuarios de palabras que quieren saber cómo funcionan realmente las palabras en español. 1 “…esta obra de las Etimologías ha de dar noticia a los extranjeros del lenguaje español, y de su propiedad
y elegancia, que es muy gran honor de la nación española. Pero lo que es más de estimar, y de más rara utilidad, es que dará v. m. con él noticia a los españoles de su propio lenguaje, porque es imposible que se
tenga cumplida de ninguno sin el conocimiento de las etimologías…” (Covarrubias, 2006, p. 6). 2 “No debe sorprender demasiado que Covarrubias imagine etimologías hebreas para un elevado número de
palabras, inclusive para algunas amerindias, como luego veremos. Aparte de su conocimiento de la lengua
hebrea —que le inclinaría inconscientemente en favor de ella—, participaba de la creencia, generalizada en
su tiempo, relativa a la prioridad del hebreo como lengua original, de creación divina, y matriz de todos los
demás idiomas” (Lope Blanch, 1990, p. 157). 3 “Cierto que muchas de las etimologías propuestas por Covarrubias son totalmente equivocadas, y muchas
de las noticias que proporciona, fantásticas. Pero es necesario situar el saber de Covarrubias dentro de los
conocimientos propios de su tiempo. En primer lugar, conviene tener en consideración que no era la etimología
disciplina muy desarrollada por aquel entonces. Covarrubias —conocedor de las lenguas latina, griega
y hebrea— tenía que fundarse en la autoridad de otros humanistas cuando se tratara de voces procedentes
de otros idiomas, como árabe, germánico, vascuence o indoamericano. Muchos de sus errores proceden de
las fuentes que estaban a su alcance” (Lope Blanch, 1990, p. 156). 4 Desde su propia época, el diccionario sufrió duras críticas, no plenamente justificadas. Francisco de Quevedo
escribió, al principio de su Cuento de cuentos, publicado por primera vez en 1628 y recogido en Prosa
festiva completa, que: “También se ha hecho Tesoro de la lengua española, donde el papel es más que la razón,
obra grande y erudición desaliñada” (1993, p. 389). 5 “Nuestro lexicógrafo se limitó a documentar en los cronistas que estaban cómodamente a su alcance un
número reducido de las voces que habían sido previamente seleccionadas, como dignas de hallar cabida
en su Tesoro, tal vez por su ya notable vitalidad dentro del español peninsular. Pero es indudable que Covarrubias
no acudió a esas fuentes históricas con el propósito de buscar sistemáticamente en ellas un caudal
apreciable de americanismos que fueran ya conocidos en España” (Lope Blanch, 1990, p. 173). 6 Hablando de Heinrich Schliemann, el conocido descubridor de Troya, Alfonso Reyes dice: “A los treinta y
seis, se consideró lo bastante rico para retirarse y darse a las tareas arqueológicas. (Caso comparable el del
ilustre gramático Cuervo, familia de cerveceros)” (1982, p. 280). 7 “A propósito de Ribadeneyra, cuyos textos se han venido todavía corrompiendo más en las sucesivas reimpresiones
de que ya nadie se hizo cargo, es triste recordar la historia del Diccionario de Construcción y
Régimen, de Rufino José Cuervo. Fundada esta obra en los textos de Ribadeneyra, el autor, que dejó mucho
material inédito además de los dos volúmenes publicados y que apenas llegan a la letra D, se detuvo horrorizado
al percatarse de que trabajaba sobre versiones defectuosas” (Reyes, 1983, p. 372). 8 En la presentación a su diccionario María Moliner sostiene que “si no hubiese prevalecido el deseo de no
alargar el título, esta obra se llamaría «diccionario orgánico y de uso del español»; porque, en efecto, por un
lado se reconstruye en ella mediante los catálogos de referencias a que se alude antes la agrupación lógica
de los conceptos, que la ordenación alfabética de las palabras, sin duda maravilloso instrumento para la
busca, disuelve en un conjunto asistemático. Y, por otro, además de agrupar por familias de la misma raíz
que empiezan por ésta y resultan juntas o muy próximas en la ordenación alfabética, relaciona con ellas, mediante
las anotaciones etimológicas, todas las que, formadas o compuestas con la misma raíz, se encuentran
dispersas en el diccionario por no tener el mismo principio” (1988, pp. ix-x). 9 “Están incluidas en el presente diccionario todas las voces contenidas en el d.r.a.e., con las excepciones
siguientes: palabras de germanía; algunas palabras de uso no ciudadano que son simples variantes de las
usuales o actuales; ciertas palabras, tales como tecnicismos solo interesantes para técnicos, nombres de
instituciones antiguas, de pueblos antiguos, etcétera, de las que hay motivos para suponer que faltan en el
diccionario muchas más de la misma clase que podrían figurar con el mismo derecho; americanismos de raíz
no española sin algún interés particular; y derivados no usuales, que no ofrecen ninguna particularidad en
su derivación” (Moliner, 1988, p. xxiv). 10 “Y aún hay otro aspecto que hace de éste un diccionario sistemático: respetando con rigurosa fidelidad el
fondo de las definiciones del d.r.a.e., éstas están por primera vez refundidas y vertidas a una forma más actual,
más concisa, despojada de retoricismo y, en suma, más ágil y más apta para la función práctica asignada
al diccionario, sin dejar por ello de ser rigurosamente precisas” (Moliner, 1988, p. x). Covarrubias Horozco, S. (2006). Tesoro de la lengua castellana o española. Edición de Ignacio Arellano y Rafael Zafra. Universidad de Navarra-Editorial Iberoamericana. De la Fuente, I. (2018). El exilio interior. La vida de María Moliner. Turner. García Márquez, G. (2003). Notas de prensa. Obra periodística 5 (1961-1984). Diana. Haensch, G., Wolf, L., Ettinger, S. y Werner, W. (1982). La lexicografía. De la lingüística teórica a la lexicografía práctica. Gredos. Lope Blanch, J. M. (1990). Estudios de historia lingüística hispánica. Arco/Libros. Moliner, M. (1988). Diccionario de uso del español. 2 volúmenes. Gredos. Quevedo y Villegas, F. (1993). Prosa festiva completa. Edición de Celsa Carmen García-Valdés. Cátedra. Reyes, A. (1982). Obras completas. Tomo xviii. Edición de Ernesto Mejía Sánchez. fce. Reyes, A. (1983). Obras completas. Tomo xiv. Edición de Ernesto Mejía Sánchez. fce. Rivero Franyutti, A. (2017). España y su mundo en los Siglos de Oro. Cronología de hechos políticos y culturales. uaem-Bonilla Artigas. Seco, M. (2003). Estudios de lexicografía española. Segunda edición aumentada. Gredos. Vallejo, F. (2012). El cuervo blanco. Alfaguara.
orcid: 0000-0002-7217-8049 / agusvero@gmail.com
Centro Interdisciplinario de Investigación en Humanidades (ciihu), Universidad Autonoma del Estado de Morelos (uaem)
resumen
palabras clave
abstract
key words
Presentación
Sebastián de Covarrubias
Rufino José Cuervo
María Moliner
Notas
Referencias