Mito y racionalidad, la ruptura de Caravaggio

Juan Cristóbal Cruz Revueltas
Martha Elisa López Pedraza ••


Luego de su aparición en el mundo Antiguo, la figura de la Medusa vuelve a ser un tema iconográfico central durante el Renacimiento (Ripa, 2007). Podemos recordar que la primera o al menos una de las primeras obras de juventud de Leonardo da Vinci fue una cabeza de Medusa (Vasari, 1994). Esto puede ser algo más que una anécdota puesto que, con la Gioconda, con su mirada, estamos ante una suerte de reelaboración del mismo tema (interpretación recurrente desde el siglo xix). El Perseo con cabeza de Medusa (1545-1554, Plaza de la Señoría, Florencia) es quizás la obra más celebrada de otra de las grandes figuras del Renacimiento. Nos referimos, naturalmente, al orfebre, escultor y escritor Benvenuto Cellini. ¿Qué es lo que permite explicar que el tema de la Medusa haya sido obsesión recurrente en estos días? La respuesta que viene a la mente inmediatamente es el hecho de que el mito de la Gorgona es un medio que permite evocar el problema mismo del arte, en particular el de la pintura (Claire, 1989), sobre todo que, con la misma invención de la perspectiva artificialis, el Renacimiento hace suya la astucia de Perseo de ver sin ser visto y sin ver directamente.

En efecto, como lo postula Alberti en su célebre tratado De Pintura (1436), el pintor debe ver por medio de un espejo o a manera de quien ve a partir de una ventana. Pero ahora con una doble implicación: en primer lugar, el sujeto/observador se reduce a un mero punto, a saber, aquel que corresponde al del observador ideal y abstracto que proyecta su mirada; en segundo lugar, aquello que se ve —los objetos y, en general, el mundo— es arrancado del caos, dominado y sometido a un orden geométrico (estructurado por la ya mencionada mirada del observador). Si en el mundo antiguo Perseo lucha por liberarse del poder mágico y sexual de la imagen, entre los renacentistas, como Alberti, se trata de un deseo consciente e incluso programático de dejar atrás el caos visual de la Edad Media (sobre todo el tumulto de figuras y colores del gótico internacional, el estilo más difundido a finales del siglo xiv) y recuperar una relación apaciguada y reflexiva con la imagen. Esto explica el imperativo explícito de Alberti de “pintar a partir de los principios básicos de la naturaleza” (“esporremo la pittura dai primi principi della natura”) (Alberti, 1973); pintar sólo lo que se puede representar con puntos y líneas en un plano. En el programa de Alberti, se elimina la idea medieval de la imagen como el lugar de encuentro de dos ámbitos ontológicos distintos: el orden natural y el orden sagrado (ni espacial, ni trazable); se deja atrás la idea de la pintura como índice de un mundo trascendente. Se evita, de esta manera y como nos interesa particularmente aquí, toda confusión propia de la adoración idólatra de las imágenes.

Lejos de los primeros cristianos que denunciaban el arte “pagano” que “confunde la escultura con el dios”, Alberti anticipa lo que más tarde propondrá Nietzsche (1975): todo se resuelve (empezando por la pintura) eliminando la idea de un mundo trascedente. Pintar sólo lo que vemos y ver, como ya se ha dicho, a manera de quien ve a partir de una ventana. Es decir, ver bajo el modo de una convención (ver “como quien ve a través de una ventana”) y desde una cierta distancia. A la manera de Perseo, se distingue así la cosa de su reflejo, ayer en el escudo, ahora en el cuadro. A fin de cuentas, se diferencia el objeto de su signo. De esta manera, del “realismo” de Maquiavelo a las famosas representaciones de la ciudad ideal (creadas entre 1480 y 1490 en el entorno de Piero della Francesca), el mundo es contemplado desde una cierta distancia, pero bajo una forma comprensible y ordenada.

Todo ello acarreará múltiples e inesperados efectos. Así, en 1502, siguiendo la campaña guerrera de César Borgia, muy probablemente Maquiavelo observa el trabajo de cartografía que Leonardo, también al servicio del duque de Valentinois, realiza para el “príncipe”. Diversos indicios apuntan a que Maquiavelo efectivamente aprovechó esta experiencia para su propia obra (Boucheron, 2013). Más aún: si se nos permite ir más allá en la analogía con el mito de Perseo, el héroe que puede ver la imagen del monstruo por medio del escudo y, por lo tanto, actuar contra la Medusa (símbolo del poder de los seres mitológicos), el programa de la pintura renacentista busca convertir las obras (de arte) en imágenes que narran una historia y, de esta manera, estructuran nuestra experiencia visual dando sentido al mundo común y haciendo posible la acción.

Sin embargo, el equilibrio renacentista entre el yo del artista, el objeto y su representación, conseguido gracias a la distancia interpuesta entre el espectador y lo representado, distancia simbolizada por la figura de la ventana, no tardará en romperse. Pero esta vez no estamos, al menos no abiertamente, ante un regreso del poder mágico o religioso de la imagen, sino ante un tipo específico de exacerbación, a saber, el del realismo de finales del siglo xvi. Pensamos, en particular, en un pintor que sabe usar la daga con la misma habilidad que usa el pincel. Nos referimos a Michelangelo Merisi, mejor conocido como Caravaggio, quien en 1606 debe huir de Roma acusado de asesinato.

¿Qué es lo que se anuncia con la obra de este gran pintor italiano? En primer lugar, una ruptura con la corriente manierista que dominaba la pintura en sus días. El manierismo se dirigía al placer refinado del “conocedor”, por medio de un proceso de distanciación entre el tema dramático y su representación artística (Arasse, 2008). Caravaggio marca el fin del manierismo al crear una pintura realista (sus críticos dirán “naturalista”): si, por ejemplo, debe representar la muerte de la Virgen, lo hace personificándola hinchada, a la manera de una recién ahogada, y usando como modelo la figura de una conocida prostituta. Los personajes que vemos en sus cuadros ya no tienen el aire de “dios griego” que había dominado la iconografía desde los primeros días del Renacimiento. Su obra está poblada ahora por individuos con los rostros de la gente común. No extraña que Caravaggio insista, en contra de la solemnidad de la época, en mostrar a sus personajes con los pies sucios (incluso aquellos de los mismos santos, como Mateo), como si buscara subrayar que son seres atados al suelo, al polvo nada metafísico del mundo real. De aquí que se diga que es el primer pintor que no se refugia en un ningún ideal; que es el primer artista que toma verdaderamente en serio la nada (Haenel, 2019).

Se puede afirmar que lo que aparece con Caravaggio es una inclinación a la progresiva pérdida de distancia entre la obra y lo representado, una confusión entre el signo con el objeto de la representación. Se entiende que un pintor intelectual como Nicolás Poussin, sólo algunos años más joven que Caravaggio, no pueda ver otra cosa en el pintor italiano que la voluntad de “destruir la pintura” (Arasse, 2008). A este respecto podemos retomar a Louis Marin, quien reconstruye el debate que se dio entre los seguidores de Caravaggio y aquellos de Poussin:

Caravaggio se deja llevar a la verdad de la naturaleza tal y como ella le aparece: la imitación, ilusión de la apariencia de lo verdadero. Poussin, dice Félibien en su lugar, sufre al constatar que en Caravaggio, la representación, la mimesis está volteada como un guante, sin referir a la idea (nunca se ha formado ninguna idea de sí mismo y no tiene la idea que lo vuelva capaz de elegir, carece de la bella idea), sino a la apariencia, al aspecto de las cosas, y de la apariencia a la antítesis, a la ruptura. (Marin, 2008)

Ciertamente en la obra de Caravaggio la distancia reflexiva, la labor intelectual, se antoja un obstáculo a la emoción. Caravaggio no se interesa, como lo observa Marin, ni en el más allá de las cosas ni en su interior; se interesa en el mero plano de la imagen, en el manejo de la pura emoción, sin el menor deseo de delectación. Es cierto que lleva al límite el mito creado por Alberti de “Narciso, inventor de la pintura”, a saber, la idea de la pintura equiparada al gesto del hombre que mira fascinado una superficie. Pero, a la vez, destruye el programa de la pintura elaborado por el mismo Alberti, a saber, como el lugar en donde se debe poder narrar una historia: “el espacio representado en el marco del cuadro es un cubo ‘abierto’ sobre una de sus caras, una ventana abierta sobre el mundo y un espejo que lo refleja, hay que decir que en el Caravaggio el espejo se oscureció, la ventana está cerrada, y el cubo ha sido clausurado” (Marin, 2008, p. 133). Lo que interesa ahora, a fin de cuentas, es el puro efecto sobre el espectador: “copiar tan servilmente la verdad de lo que aparece que la representación pictórica no es más que un efecto o que la verdad es el efecto del cuadro y no su origen" (Marin, 2008). Pero este efecto “de verdad” conlleva una consecuencia mayor: la de hacernos recaer en la violencia de la imagen.

El ensayista español Manuel Vicent (2016) observa que, en la historia de la pintura, Caravaggio sobresale en cantidad, calidad y crudeza por sus degollaciones: “Holofernes decapitado por Judith, Clitemnestra por Orestes, Goliat por David, Isaac por Abraham con el puñal en el aire y sobre todo La degollación de san Juan Bautista, que se conserva en la catedral de Malta”. Como ya se ha mencionado, Caravaggio también se obsesiona por echar mano de modelos de la vida ordinaria (incluso prostitutas), aún en las escenas más sagradas. De manera que, en esta obsesión por la verdad, “la verdad tal y como él la veía” (Gombrich, 1997, p. 392), convergen, sin mayor dificultad, el realismo crudo con la fascinación cristiana por los cuerpos martirizados. Nótese que muy lejos de la representación típica de la antigüedad, y de su sosegada distancia intelectual incluso en la representación de las peores expresiones de la crueldad, como aquella de la Medea de la Casa de los Dióscuros, en el Holofernes y Judith se nos muestra el momento preciso de la decapitación, el instante justo cuando la espada se encuentra a medio camino de cercenar el cuello. De tal forma que el cuadro queda congelado en el acto mismo, en la cima de la violencia: “Judith no terminará nunca de cortar la cabeza de Holofernes” (Marin, 2008, p. 179).

Si detrás de cada gran pintura antigua y de cada gran pintura renacentista hay “siempre un libro” (Quignard, 2013, pp. 53-54), se puede afirmar que detrás de las pinturas de Caravaggio simplemente no hay nada, no hay nada que agregar a lo que se nos muestra. Sólo queda la imagen misma y el estallido inmediato de emoción y de violencia. A partir de ahora, como lo sugiere Jean Clair (1989), la distancia entre el objeto y su representación disminuirá, se hará cada vez más estrecha, más confusa. Con Caravaggio pasamos, dice Daniel Arasse, de la razón en la pintura, a una suerte de mirar arrebatado; a la mera “fascinación” (Arasse, 1996, p. 223).

Caravaggio era plenamente consciente del significado de lo que hacía. Entre 1597 y 1598 pinta una Medusa. Se cuenta incluso que al pintar la Medusa (pero poniendo ahora un rostro masculino, todo indica que el suyo) exclama: “toda pintura es una cabeza de Medusa. Se puede vencer el terror por medio de la imagen del terror. Todo pintor es Perseo” (Schaeffer, 2008). Con Caravaggio todo el simbolismo del mito se ha invertido. Si Perseo, el hombre, corta la cabeza a la Medusa, la mujer, en Holofernes y Judith es la mujer la que corta la cabeza al hombre, con todo lo que ello pueda llevar de fantasma de castración (más si pensamos que los pliegues de las cortinas del fondo de la pintura parecen adoptar las formas del sexo femenino) (Marin, 2008). Pero, esta vez, no estamos ante una domesticación de la violencia, sino ante su fascinación exacerbada. Su Narciso ya no es la fascinación por las imágenes, es la pura fascinación. Caravaggio plasma su propio rostro en Goliat decapitado y lo fusiona con el de Medusa. Él mismo es, ahora, Medusa.



Profesor-investigador, Centro Interdisciplinario de Investigación en Humanidades (ciihu), Universidad Autónoma del Estado de Morelos (uaem)
•• Investigadora, Doctorado en Geografía, Historia y Arte, Universidad Nacional de Educación a Distancia, España (uned)

Referencias

Alberti, L. B. (1973). Opera di Leon Battista Alberti. Libro Primo, Bari: Laterza.

Arasse, D. (1996). Le détail, pour une histoire rapprochée de la peinture. París: Flammarion.

Arasse, D. (2008). L’homme en jeu, les génies de la Renaissance. París: Hazan.

Boucheron, P. (2013). Léonard et Machiavel. París: Verdier.

Claire, J. (1989). Méduse, Contribution à une anthropologie des arts du visuel. París: Gallimard.

Gombrich, E. H. (1997). La historia del arte. Londres: Phaidon.

Haenel, Y. (2019). La solitude Caravage. París: Fayard.

Ripa, C. (2007). Iconología II. Madrid: Akal.

Marin, L. (2008). Détruire la peinture. París: Flammarion.

Marin, L. (2008). Détruire la peinture. París: Champs.

Nietzsche, F. (1975). Crepúsculo de los ídolos. Madrid: Alianza.

Quignard, P. (2013). Le sexe et l’effroi. París: Gallimard.

Schaeffer, J. (2008). “Une symbolisation du sexe féminin est-elle posible”, Acte et Symbolisation. Bruselas: Boeck.

Vasari, G. (1994). Vida de los más excelentes pintores, escultores y arquitectos, J. M. Jackson.

Vincet, M. (2016). Claroscuro. El País.