El 4 de enero de 1899, el poeta y periodista Bonifacio Byrne (1861-1936) regresó a Cuba luego de casi tres años de exilio político en Estados Unidos de América. Al buscar desde la distancia la bandera cubana se sintió profundamente consternado, pues encontró que junto a ésta se alzaba la enseña nacional norteamericana.
Ese mismo día escribió uno de los más bellos poemas que se le han dedicado a la bandera cubana, en cuyas estrofas resaltó su profundo significado para varias generaciones de cubanos, al mismo tiempo que expresó su rechazo a la presencia de la insignia norteamericana. Al final de sus versos, en forma concluyente subrayó: “no deben flotar dos banderas donde basta con una: ¡la mía!” (Pichardo, 1976, p. 13).1
El arribo de Byrne al puerto habanero coincidió con el inicio de la ocupación del territorio cubano por las tropas estadounidenses, luego de que España, mediante el Tratado de París firmado en diciembre de 1898, les cediera Cuba, Puerto Rico, el archipiélago de las Filipinas y otros territorios en el océano Pacífico. En virtud de ello, entre el 1 de enero de 1899 y el 20 de mayo de 1902, un gobernador militar norteamericano dirigió los destinos de la isla, a través de los funcionarios designados para ello y las órdenes militares dictadas al efecto.
Entre una y otra fecha, Cuba dejó de formar parte del sistema colonial español para entrar en la órbita del naciente imperialismo norteamericano. Fue un periodo breve y complejo, en el que la isla se movió entre dos imperios. En su interior se entrecruzaron las muestras de satisfacción por haber alcanzado la separación de España, con los crecientes signos de una inducida norteamericanización de la sociedad y los anhelos por alcanzar y consolidar una nación independiente. A favor de este último propósito se manifestaron intensas señales de nacionalismo (López, 1994, p. 19),2 de las que el presente texto analiza el significado que asumió la bandera cubana para amplios y diversos sectores sociales de la isla.
Desde 1869, la bandera cubana había sido reconocida como enseña nacional por la Asamblea de Guáimaro, órgano legislativo del Gobierno cubano en armas. A partir de entonces, se convirtió en el estandarte de las tropas insurrectas que enfrentaron al ejército español durante más de tres décadas, por lo que para 1898 se había consolidado como el símbolo más representativo de la nación independiente.
Durante el periodo de ocupación norteamericana en Cuba se perfilaron diversas posiciones, que pueden identificarse en tres grandes grupos (Borjas, 2016).3 Esta clasificación, que necesariamente excluye varios matices de importancia, aúna a los que abogaron por convertir a Cuba en un estado norteamericano o en un territorio de profunda dependencia a esta nación. Otros consideraron la ocupación como un periodo necesario para el ordenamiento de la isla, aunque sin aceptar indefinidamente la tutela extranjera. Un tercero se proyectó por la inmediata independencia, oponiéndose radicalmente a cualquier forma de neocolonialismo.
En Estados Unidos, los intereses también se mostraban variados y en cierto sentido contrapuestos. Los más altos líderes del gobierno y sus representantes en Cuba aspiraron a obtener las mayores cuotas de control sobre la isla o, si fuera posible, su completo dominio. En cambio, amplios sectores sociales respaldaron la asistencia norteamericana a la isla, como vía que asegurase el mejoramiento de sus condiciones y la concreción de sus aspiraciones independentistas.
Para entonces Cuba padecía una crítica situación económica y social, evidenciada en las condiciones de miseria, insalubridad, hacinamiento de campesinos en las ciudades y en los elevados índices de analfabetismo y mortalidad infantil (Izquierdo, 1997).4 La economía se encontraba profundamente deprimida, sobre todo las ramas azucarera y tabacalera, principales renglones productivos y comerciales de la isla (Zanetti, 1998).5
Para transformar este panorama y viabilizar sus propósitos de penetración económica y dominio político, el gobierno norteamericano implementó varias medidas. Entre ellas se destacan sus maniobras para la disolución de la Asamblea de Representantes y del Ejército Libertador cubano, así como la disposición de varias órdenes militares que favorecieron las inversiones de capitales, la ampliación del comercio bilateral, el establecimiento de infraestructuras y el control de la tierra.
Otras medidas buscaron atender las necesidades sociales del pueblo cubano, al mismo tiempo que creaban un escenario seguro para las tropas interventoras y para el creciente número de norteamericanos que se trasladaban a la isla (Pérez, 1985).6 Entre éstas se destacan el ordenamiento de las ciudades, la construcción de alcantarillas y pavimentación de calles, la creación de escuelas de enfermería, así como la puesta en marcha de una campaña de higienización y vacunación para combatir la fiebre amarilla, basada en los descubrimientos del médico cubano Carlos J. Finlay.
Un tercer grupo de acciones se propusieron incidir en los valores, costumbres y tradiciones del pueblo cubano, minando subrepticiamente sus aspiraciones independentistas. Éstas se centraron en mejorar la esfera educacional, para lo cual se reorganizó la enseñanza primaria y se reformaron los planes de estudios secundarios y universitarios, que incluyó la modernización de los Institutos de Segunda Enseñanza y la Universidad de La Habana, única del país. También se modificaron o reemplazaron los programas docentes de las escuelas cubanas, ponderando el aprendizaje del idioma y la historia de Estados Unidos, en detrimento de la enseñanza del pasado histórico cubano (Cabán, 1997-1998, p. 85).7 Para su mayor celeridad y eficacia, se proyectó traer maestros norteamericanos a la isla, se trasladó casi a la mitad de los docentes criollos a la universidad de Harvard y se imprimieron y distribuyeron cientos de libros de textos.
Antes que las tropas españolas abandonaran el territorio cubano, la población de la isla comenzó a exponer a la luz pública los signos e imágenes que representaban su ascendente identidad nacional (Pupo, 2005, p. 42).8 Es así como la bandera cubana, el Himno de Bayamo, el escudo y las imágenes de héroes y mártires, comenzaron a extenderse por numerosos sitios y espacios de la isla.
Un reportero norteamericano que visitó Cuba a mediados de 1898 comentó en su periódico: “Ahora el símbolo de la revolución triunfante, o de la soberanía alcanzada, flamea en todos los pueblos de Cuba” (Foner, 1978, p. 65). Dos meses más tarde su diario daría a conocer que en varias ciudades del país se organizaban clubes patrióticos, cuyos miembros mostraban banderas cubanas en las solapas de sus trajes.9
Estas manifestaciones provocaron protestas y represalias de las autoridades militares hispanas, pero “la policía no daba abasto para apresar gente que circulaba por las calles con banderitas cubanas en las manos, o luciendo estrellas solitarias en prendedores en el pecho o en la hebilla del cinto” (Iglesias, 2003, p. 177).
La situación tendría su fin en enero de 1899, cuando las tropas españolas abandonaron la isla de Cuba, dejándola en manos del gobierno de Estados Unidos. Este último prohibió los festejos populares (Roig de Leuchsenring, 1952), en un intento de opacar las satisfacciones que reinaban en la isla, manifestadas en retratos de héroes, banderas cubanas y fiestas patrióticas.
Así, en los actos oficiales de traspaso de poderes las autoridades norteamericanas dieron una escasa o nula participación a las tropas independentistas cubanas. No obstante, según algunos testimonios de la época, las expresiones populares sobrepasaron las prohibiciones. Por ejemplo, según narró en sus memorias el teniente coronel del Ejército Libertador cubano Avelino Sanjenís García, en varios sitios las fuerzas criollas sustituyeron a las españolas. Por ello, la bandera de Cuba fue la que relevó a la enseña ibérica. Incluso en algunas localidades las tropas mambisas izaron simultáneamente los pendones cubano y norteamericano, en un gesto que ilustra el grado de reconocimiento que la población tenía hacia el esfuerzo realizado por los norteamericanos en favor de su libertad (Sanjenís, 1913).
La entrada de las tropas mambisas a las ciudades y poblados rurales, algunos ya ocupados por las fuerzas norteamericanas, también se convirtieron en actos de reconocimiento, donde la bandera y sus colores tuvieron un lugar central. El propio Sanjenís (1913) narró cómo fue recibida su tropa, el 28 de diciembre de 1898, en un pueblito del interior de la isla:
No bien hubimos de acercarnos cuando los atronadores vivas a Cuba Libre, a la paz, a los Estados Unidos, a nuestra bandera y a mi regimiento, resonaron con gran estrépito. Por aquí banderas cubanas y americanas que se desplegaban; por allá ramos de flores que salían de una masa inmensa de señoritas que uniformadas con el triángulo y la estrella de nuestra enseña en el pecho, y el resto del traje de color azul y blanco, venían a caer sobre las filas de mis soldados que llenos de orgullo y alegría se emocionaban como yo al ver tanto entusiasmo y tanto patriotismo (p. 268).
Tras la celebración de las primeras elecciones municipales, en junio de 1900, los ayuntamientos alcanzaron niveles protagónicos en la defensa de los ideales cubanos. Un ejemplo de ello ocurrió en la ciudad de Cienfuegos, cuando sus representantes expresaron su determinación de “izar únicamente en la casa consistorial la bandera cubana”. De no accederse a este reclamo, apuntaron, optarían por no elevar ninguna enseña sobre el edificio municipal (Sanjenís, 1913, p. 250).
A la par de estos singulares sucesos, otros sectores de la sociedad cubana manifestaba sus ansias de independencia a través de las más variadas expresiones artísticas y populares. En la poesía, por ejemplo, además del emblemático poema “Mi bandera” de Bonifacio Byrne, Enrique Hernández Miyares escribió “Dos banderas”, donde agradeció la gestión norteamericana en la guerra y mostró su inconformidad ante la presencia de las dos enseñas (García, 1997). En el mismo sentido, un “Guajiro de La Habana” (s.f.) escribió:
La bandera cubana, afirmó Denia García Ronda, se convirtió en el elemento nuclear y simbólico de muchos de los versos que se escribieron entre 1898 y 1901. En su opinión:
Esto puede tener una doble lectura: por una parte, el sentido de identidad nacional y afán de soberanía que simbolizaba el pabellón patrio y que ya había motivado antes varias manifestaciones poéticas y, por otra, la ingenuidad de considerar que el hecho de hacerla flotar en los edificios públicos garantizaba, por sí solo, la independencia del país (García, 1997).
Una de las acciones que más abiertamente expresó los propósitos de dominación cultural del gobierno norteamericano sobre Cuba aconteció en el verano de 1900, cuando más de mil quinientos maestros cubanos fueron enviados a un curso de preparación en la prestigiosa Universidad de Harvard, en Cambridge, Massachusetts. Con posterioridad se trasladarían otros educadores, aunque en menor cuantía, a la Escuela Normal de New Paltz, en el estado de Nueva York.
La idea de trasladar maestros a Estados Unidos, surgida luego de que fracasara la propuesta de traer educadores norteamericanos a la isla, provocó dudas y recelos entre los cubanos. La más notable provino de un antiguo coronel del Ejército Libertador de la isla, Manuel Sanguily Garrite (1848-1925), quien alertó que las influencias foráneas no podían desplazar los valores de una tradición de cubanía, reflejada en “nuestra lengua, nuestras glorias y nuestra nacionalidad” (Sanguily, 1900, p. 31).
Una vez en Estados Unidos, los maestros verían con agrado la calidez con que fueron recibidos por la sociedad de Cambridge, así como lo agradable del clima, la limpieza y el orden de la ciudad y la belleza de sus casas vecinales. También se mostraron sorprendidos al ver que los organizadores del acto de bienvenida en el puerto de Boston habían distribuido banderas norteamericanas y cubanas a los pobladores que se congregaron para recibirlos. Pero fue a su llegada a los alojamientos reservados para su estancia donde encontraron la mayor sorpresa. Según narra uno de los educadores participantes, Oscar Cabrises Reigada:
Al llegar a Cambridge y dirigiéndonos a los alojamientos que nos tenían designados, nuestra vista tropezó con algo que nos conmovió y electrizó de tal modo, que no fuimos dueños de contener nuestros sentimientos de regocijo y gratitud: el ver ondear enhiesta y elevada sobre el edificio central de la Universidad […] nuestra bella y querida tricolor. Lo que sentimos […] lo comprenderán nuestros valientes hermanos los libertadores, cuando recuerden el momento en que, vagando por los campos de Cuba, divisaban un campamento cobijado por tal gloriosa enseña (González Cabrera, 2015, p. 54).
Al siguiente día, 4 de julio, aniversario de la independencia de Estados Unidos, los maestros participaron en varias celebraciones. Otra pedagoga cubana participante en la preparación, la maestra Antonia Llorens, narró que: “A cualquier lugar llevábamos nuestra enseña patria. Y siempre tuvimos por respuesta prolongados aplausos, y hermosos saludos del pueblo americano” (González Cabrera, 2015, p. 54).
La propia educadora testimonió que la bandera cubana se mantuvo izada en la Universidad de Harvard, en varias casas particulares y establecimientos públicos durante la estancia de los maestros cubanos. Por su parte, el maestro e historiador Ramiro Guerra (1954), también participante en esta experiencia, escribió: “Los días 3 y 4 de julio, con motivo de las fiestas nacionales, fue izada la bandera de Estados Unidos en la universidad. En compensación, fueron entregadas a los niños y niñas de las escuelas públicas de ese país más de tres mil banderitas cubanas, que habrían de portar en todos los actos cívicos de esos días” (p. 72).
Con posterioridad, los cubanos visitaron interesantes sitios históricos de Nueva York, Filadelfia y Washington. Como había ocurrido, continuaron asimilando las lecciones y experiencias vividas en función del futuro bienestar de su patria. Así también lo percibieron varios maestros y personalidades norteamericanas. Por ejemplo, uno de los profesores de inglés que laboró en el curso, llamado Ralph Waldo Gifford, aseguró:
La idea de su independencia es lo que se encuentra naturalmente más presente en la mente de todos los cubanos. Entre los maestros prácticamente no hay deseos de anexión. Aunque los cubanos agradecen que los americanos los hayan liberado del dominio español, no hay entre ellos el menor deseo de ser parte de Estados Unidos. Los muchos años de guerra por la independencia de Cuba han hecho suprema la idea de su nacionalidad (Iglesias, 2003, p. 72).
Así quedó demostrado al regresar a tierras cubanas. Por ejemplo, Ramiro Guerra redactó notables libros sobre historia de Cuba, mientras los maestros Antonia Llorens y Oscar Cabrises Reigada, en su natal Consolación del Sur, en la provincia de Pinar del Río, impulsaron obras dedicadas a homenajear a José Martí, se involucraron en múltiples actividades patrióticas y trasladaron a sus alumnos los más profundos sentimientos patrios (González, 2015).
El conjunto de medidas adoptadas por las autoridades norteamericanas de ocupación, en particular las dirigidas al mejoramiento de la enseñanza, la higienización de las ciudades, la atención a la población desvalida y la potenciación económica y comercial, favoreció la rápida superación del deplorable estado en el que se encontraba la sociedad cubana al término de la dominación colonial hispana.
En el orden político, el principal escollo entre Cuba y Estados Unidos surgió en los albores de 1901 y tuvo como centro de atención las relaciones que debían establecerse entre las dos naciones. Luego de un complicado proceso, el gobierno norteamericano impuso la denominada Enmienda Platt, como apéndice de la naciente Constitución de la República de Cuba. Con posterioridad se organizaron elecciones generales para conformar los gobiernos provinciales y el órgano legislativo nacional, además de elegir al vicepresidente y al presidente de la nación.
Su principal resultado fue la elección de Tomás Estrada Palma (1835-1908) como primer mandatario de la Cuba republicana. Una vez completado este paso, se fijó el 20 de mayo de 1902 para el traspaso de los poderes del gobierno interventor norteamericano a las recién electas autoridades cubanas.
Al mediodía de la mencionada fecha, en el interior del Palacio de los Capitanes Generales se desarrolló la ceremonia de traspaso de poderes, cuyo centro fueron los discursos del gobernador norteamericano Leonard Wood y la lectura del mensaje que a través de éste enviara su presidente, Theodore Roosevelt, así como el pronunciado por Tomás Estrada Palma, máxima figura del gobierno cubano. Simultáneamente, en la azotea del edificio se desarrolló la simbólica ceremonia del cambio de banderas. Dos sargentos norteamericanos fueron los encargados de arriar la enseña norteamericana, para seguidamente izar la de Cuba.
Luego de concluida la ceremonia, Wood y el general en jefe del Ejército Libertador cubano, Máximo Gómez, subieron a la azotea del edificio. El primero ordenó a los sargentos arriar la gran bandera cubana que habían izado momentos antes, para colocar en su lugar una similar, aunque un poco más pequeña, que el propio Gómez izó hasta lo alto del mástil. La primera enseña fue entregada a Wood como muestra de recuerdo.
Al unísono, en las fortalezas de El Morro y La Cabaña habían descendido la bandera norteamericana y disparado 45 salvas de artillería. Inmediatamente, veteranos de las guerras independentistas de Cuba izaron su enseña nacional, acompañada por 21 disparos de cañón. Sobre estos momentos, apunta el historiador Rolando Rodríguez (2007), apoyándose en las descripciones que recogiera la prensa de la época:
La multitud que se apiñaba junto a La Punta y El Malecón, al ver flotar la bandera cubana en El Morro, pareció presa del delirio: unos daban vivas, otros lloraban, otros más reían y sin conocerse se abrazaban, se estrechaban las manos. Al fin tenían República, se decían. En la Plaza de Armas sonaron las cornetas con el toque de atención. Los sargentos gritaron entonces las órdenes de moverse y la tropa estadounidense rompió la marcha hacia los muelles, para embarcarse en el Morro Castle (p. 489).
En el complejo periodo de 1899 a 1902, la cultura se convirtió en un firme baluarte ante los propósitos norteamericanos de dominación y la enorme influencia de progreso que emanaba de la sociedad norteamericana, llegada a la isla a través de múltiples vías y no siempre de forma subrepticia y malintencionada. Su importante papel fue posible gracias a la solidez que había alcanzado la identidad nacional cubana, forjada en cientos de años de integración étnica y cultural (Ortiz, 1940, p. 73).
Como muestra de ello, amplios sectores de la sociedad cubana expresaron desde la asimilación crítica, el (re)conocimiento, la creación propia y el apego a lo autóctono, su identificación con las tradiciones, costumbres, historia, símbolos, héroes, valores patrimoniales y otros elementos que simbolizaban los singulares caracteres de la nación cubana, si bien ésta aún se encontraba inmersa en un proceso formativo de elevada complejidad (Riaño San Maful, 2004).
Un elemento central en este proceso fueron sus símbolos patrios, reconocidos oficialmente en 1906, cuando el presidente cubano Tomás Estrada Palma suscribió un decreto que reconoció y reguló la forma y el uso oficial del himno, el escudo, la bandera y los sellos de la nación.
De estos elementos distintivos, la bandera se había convertido en el símbolo más significativo para la sociedad cubana, desde su reconocimiento en pleno campo de batalla, en 1869, hasta su encumbramiento patriótico durante la ocupación norteamericana. Como afirma Pablo Riaño (2004), para entonces la enseña patria se había convertido en “la representación generalizada, y casi unánime, de la Nación Cubana”, pues aunaba “en sí misma, como símbolo, las aspiraciones independentistas, republicanas, mambisas y nacionales” (p. 45).
1 El poema “Mi bandera” se dio conocer en 1899 en las páginas del periódico matancero Cuba; dos años más tarde se incluyó en el volumen Lira y espada. En 1920, Bonifacio Byrne fue declarado Poeta Nacional de Cuba. Las estrofas de su poema, que encabezan las partes del presente texto, fueron tomadas de Pichardo.
2 El término nacionalista(ismo) se asume en este texto como “un comportamiento que se generaliza en el siglo xix como respuesta a los problemas […] internacionales causados por un desarrollo industrial desigual entre los territorios […] Tiene una connotación de lucha por lo propio”.
3 En esta etapa surge en Cuba una multiplicidad de partidos políticos, motivados por el vacío de representatividad imperante tras la salida de España y la convocatoria a elecciones municipales en 1900.
4 Además de las bajas provocadas por la guerra, la sociedad cubana fue seriamente afectada por la política de reconcentrar a las familias campesinas en las ciudades, aplicada por el gobierno español para evitar que se sumaran o respaldasen la lucha insurrecta. Se ha calculado que esta práctica costó la vida a más de doscientas mil personas, en su mayoría mujeres, ancianos y niños.
5 La producción de azúcar en la isla descendió en un 75% y la tabacalera en 80%. Testigos de la época aseguran que era posible caminar por amplios territorios de la isla sin encontrar una sola cabeza de ganado.
6 Según Louis A. Pérez Jr., entre 1898 y 1901 llegaron a Cuba alrededor de setenta mil personas provenientes de Estados Unidos.
7 Al respecto, el secretario de Guerra norteamericano expresó: “Tal vez el factor más importante en su norteamericanización total sea la difusión de la lengua inglesa”.
8 La identidad nacional es aquí entendida como un “sistema de rasgos comunes que definen un grupo social, comunidad o pueblo, devenido determinación fundamental de su ser esencial y fuente auténtica de creación social, que alcanza su realización en dos niveles fundamentales. Un nivel donde domina la inmediatez y recoge las expresiones psicológicas de la vida cotidiana, y un segundo, más profundo, donde domina la mediatez y enmarca la autoconciencia nacional, la llamada conciencia histórica”.
9 The State, 4 de octubre y 28 de diciembre de 1898, respectivamente.
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