Año 17, núm. 42, julio 2021
doi: http://doi.org/10.30973/inventio/2021.17.42/4

La lengua de Cervantes

The language of Cervantes

Agustín Rivero Franyutti
orcid: 0000-0002-7217-8049/agusvero@gmail.com
Centro Interdisciplinario de Investigación en Humanidades (ciihu), Universidad Autónoma del Estado de Morelos (uaem)



resumen

Todos sabemos que a la lengua española se le conoce también con la expresión sinónima “la lengua de Cervantes”; es sabido, además, que la mayor institución encargada de enseñar la lengua española a todos los hablantes de otras lenguas en prácticamente todos los países del planeta tiene el nombre de Instituto Cervantes. Dado que en 2021 festejamos el 405 aniversario de la muerte de Miguel de Cervantes Saavedra, me parece muy oportuno recordar cuál era el ideal de la lengua de ese gran escritor que le ha dado su nombre a la lengua que hablamos y que es, hoy por hoy, la tercera en cuanto a importancia y número de hablantes a nivel mundial, sólo detrás del chino mandarín y del inglés.

abstract

We all know that the Spanish language is also known by the synonymous expression “the language of Cervantes”. It is also known that the largest institution in charge of teaching the Spanish language to all the speakers of other languages in practically all the countries of the planet is called “Instituto Cervantes”. Since in the year 2021 we celebrate the 405th anniversary of the death of Miguel de Cervantes Saavedra, it seems very opportune to recall what was the ideal language of that great writer who has given his name to the language we speak, which today is the third in terms of importance and number of speakers worldwide, only behind Mandarin Chinese and English.

palabras clave

lengua, Cervantes, Quijote, español

key words

language, Cervantes, Quixote, Spanish



Presentación

Todos sabemos que a la lengua española se le conoce también con la expresión sinónima “la lengua de Cervantes”; es sabido, además, que la mayor institución encargada de enseñar la lengua española a todos los hablantes de otras lenguas en prácticamente todos los países del planeta tiene el nombre de Instituto Cervantes. Dado que en 2021 festejamos el 405 aniversario de la muerte de Miguel de Cervantes Saavedra, me parece muy oportuno recordar cuál era el ideal de la lengua de ese gran escritor que le ha dado su nombre a la lengua que hablamos y que es, hoy por hoy, la tercera en cuanto a importancia y número de hablantes a nivel mundial, sólo detrás del chino mandarín y del inglés.

Para un primer acercamiento a la caracterización de la lengua de Cervantes, tal cual él la entendió y la usó, podemos partir del estudio preliminar que Fernando Lázaro Carreter escribió para la edición del Quijote coordinada por Francisco Rico, que apareció en 1998 bajo el sello de la editorial Crítica en coedición con el Instituto Cervantes.

Lázaro Carreter, en el texto ya mencionado, señala que Cervantes, al crear personajes de ficción representativos de las personas reales, introduce en el lenguaje literario el lenguaje de la calle. Ese lenguaje literario es auténtico en cuanto a la veracidad del mundo cotidiano que busca recrear en la narración.

Las primeras acciones de don Quijote en la novela son actos lingüísticos que buscan dotar de nombre (bautizar) a los seres que lo acompañarán en su trayectoria: Rocinante, Dulcinea del Toboso… Tal es la importancia que Cervantes da al lenguaje desde el principio de su novela, por eso pasa varios días buscando el nombre apropiado para esos seres.

Aunque el habla de don Quijote es tan rica y flexible como podían serlo los registros lingüísticos de los españoles durante la época áurea, Cervantes la caracteriza, al principio de la novela, a través de un estilo “retorizado” (la expresión es de Rosenblat) que contiene numerosos arcaísmos y que, por momentos, muestra un agudo sentido del humor por medio de la parodia; para el habla de Sancho, nuestro autor utiliza el recurso de los refranes, sabiamente administrados para no causar un efecto de tedio en los lectores, y las expresiones populares, como una especie de contrapeso necesario al estilo mayormente elevado del caballero manchego. Estos dos polos del lenguaje, el culto y el popular, dan vida y realidad a los personajes del relato, y nos muestran las dos tendencias humanas, que van del idealismo más elevado a la solución inmediata e ingeniosa de los asuntos materiales que nos plantea la vida durante nuestra existencia. Pero hay que aclarar que esa distinción va borrándose a medida que avanza la novela y Sancho pasa de ser un tosco hombrecillo de ideas cortas a una persona ingeniosa y sensata que se iguala con un Quijote cada vez más cuerdo por el influjo de Sancho.

Ideal humanista del lenguaje

Cervantes es heredero y por momentos artífice de una tendencia que comenzó a difundirse por toda Europa a partir del humanismo renacentista: la valoración de las lenguas habladas regionales en contraposición con el latín, que se usaba para la difusión de la cultura en las instituciones educativas.

Erasmo había sostenido la idea de que el latín era la lengua ideal para la difusión de la cultura religiosa y sacra de Europa; pero, poco a poco, algunos humanistas en diferentes países comenzaron a desarrollar la tesis contraria. El primero de ellos fue Dante, el autor de la Divina comedia, quien compuso a principios del siglo xiv un pequeño tratado, Del estilo vulgar, en el que analizaba la importancia de la lengua vernácula para fortalecer el patriotismo en contraposición con el latín.

En Francia, Joachim du Bellay publica en 1549 su Defensa e ilustración de la lengua francesa, tratado que afirmaba la capacidad de la lengua francesa para producir literatura de calidad, al menos semejante a la italiana, y que proponía la ilustración del francés mediante la adopción de helenismos y latinismos para enriquecer la expresión de las ideas.

España conoció un movimiento renovador semejante a esta tendencia humanista de valorar las lenguas locales. Cuando Antonio de Nebrija publicó su gramática en 1492, el estudio de la gramática y su aplicación a la enseñanza de las lenguas estaban reservados al latín y al griego porque se creía que las lenguas maternas se hablaban adecuadamente sólo por el uso familiar u hogareño de ellas. De ahí la gran originalidad y osadía del quehacer de Nebrija en el terreno de los estudios gramaticales, pues además él pensaba que el estudio de la lengua vernácula facilitaría después el aprendizaje del latín.

Otro hito de esta tendencia en España lo aportó Juan de Valdés, autor del Diálogo de la lengua, compuesto en 1535, libro que pondera la mejor manera de escribir y de hablar la lengua española y que propone un estilo natural, es decir, sin afectaciones, en la escritura, que reproduzca la espontaneidad del habla y que utilice vocablos adecuados para dar un sentido exacto a lo que se quiere decir.

El primer acierto de Valdés, en su obra originalísima, fue establecer una clara distinción entre el estudio gramatical de la lengua, dedicado entonces al latín, y el habla o uso del castellano: “Porque he aprendido la lengua latina por arte y libros, y la castellana por uso, de manera que de la latina podría dar cuenta por el arte y por los libros en que la aprendí, y de la castellana no, sino por el uso común de hablar” (2006, p. 121).

Una vez establecida esta dualidad entre el uso y el estudio de la lengua, el segundo acierto de Valdés fue esbozar una teoría sobre el estilo en el lenguaje. Son muy conocidas sus palabras, pero las cito de cualquier manera por su importancia:

Para deziros la verdad, muy pocas cosas observo, porque el estilo que tengo me es natural, y sin afectación ninguna escrivo como hablo; solamente tengo cuidado de usar los vocablos que signifiquen bien lo que quiero dezir, y dígolo quanto más llanamente me es posible, porque a mi parecer en ninguna lengua sta bien el [sic] afectación (2006, p. 233).

Sin embargo, no hay que pensar que ese “escribir como hablo” consiste, para Valdés, en abandonarse a la incuria del habla sin exigencias en cuanto a la forma y el contenido. Nada más lejano de la intención valdesiana, pues él mismo asegura que:

todo el bien hablar castellano consiste en que digáis lo que queréis con las menos palabras que pudiéredes, de tal manera que, esplicando bien el conceto de vuestro ánimo, y dando a entender lo que queréis decir, de las palabras que pusiéredes en una cláusula o razón no se pueda quitar ninguna sin ofender a la sentencia della, o al encarecimiento, o a la elegancia (2006, p. 237).

Quizá el mayor elogio que se hizo a la lengua española durante la época de su consolidación en el siglo xvi fue la declaración de Carlos V, rey de España y emperador del Sacro Imperio Romano-Germánico, quien afirmó, según nos recuerda Rafael Lapesa (1988, p. 296), que usaba el español para comunicarse con Dios, mientras que hablaba el italiano y francés para conversar sobre asuntos mundanos con mujeres y hombres, respectivamente.

Tanta importancia dio Carlos V a la lengua española en su programa imperial que el 17 de abril de 1536 compareció en castellano, en el Vaticano, frente al papa Paulo III y un obispo (diplomático francés) que no entendió lo que dijo. Este hecho es de capital importancia para Menéndez Pidal, quien afirma: “Así, el emperador, que a los dieciocho años no hablaba una palabra de español, ahora, a los treinta y seis años, proclama la lengua española lengua común de la cristiandad, lengua oficial de la diplomacia” (1941, pp. 30-31).

Este movimiento humanista de valorar las lenguas habladas en las diferentes regiones europeas era parte de un amplio proyecto que oponía, a finales del siglo xvii, las cualidades de los clásicos a las de los modernos, con preferencia de estos últimos, pues la autoridad cultural de los antiguos se veía como un lastre que impedía el desarrollo de la cultura moderna y el libre surgimiento de los nacionalismos territoriales.

Miguel de Cervantes y Saavedra, nacido en 1547, es heredero de toda esta manera de entender la realidad lingüística y es, por lo tanto, un continuador de las ideas de Juan de Valdés al proponerse hablar (y escribir) llanamente sobre la base de la prudencia en la elección de los rasgos que compondrán su estilo literario. Cervantes, como afirma Rafael Lapesa, es “uno de los escritores más interesados en las cuestiones de lenguaje” y, por ello, “percibe y recrea con aguda intuición la variedad lingüística correspondiente a la diversidad de esferas sociales o a las distintas actitudes frente a la vida” (1988, p. 332).

Breve caracterización de la lengua de Cervantes

En el prólogo del Quijote, Cervantes hace decir a un supuesto amigo suyo, en un diálogo ficticio que anticipa los de don Quijote y Sancho, que “sólo tiene que aprovecharse de la imitación en lo que fuere escribiendo, que, cuanto ella fuere más perfecta, tanto mejor será lo que se escribiere” (1999, p. 17). Esa imitación nos remite al habla de las personas, que, para nuestro autor, es una fuente inagotable de inspiración y crea el contraste necesario entre los modos de hablar del caballero y el escudero.

Entre ese vaivén que va de la llaneza a la afectación (por lo general como parodia de la literatura de su tiempo) se desarrolla el estilo de Cervantes en sus obras literarias. A través del habla de don Quijote se burla de la ampulosidad y afectación de la lengua literaria de su tiempo, pero la llaneza de Sancho también es un vehículo para satirizar a los correctores de gazapos, pues el mismo escudero se burla de quienes quieren guiarlo hacia el buen uso de las palabras. Así, la intención de Cervantes es mostrar las virtudes y los defectos de las actitudes que polarizan la discusión sobre los asuntos del lenguaje y su uso.

Pero, en todo ese juego de espejos, Cervantes siempre parece optar por la naturalidad, pues don Quijote no censura a Sancho por su uso de expresiones populares, sino por el abuso de ellas, que produce hastío y crea el efecto contrario: la afectación.

¿Cuál era entonces el ideal lingüístico de Cervantes? ¿Cómo podemos caracterizarlo más allá del juego que él mismo lleva a cabo para mitigar los excesos de los extremos en el uso?

En el capítulo xix de la segunda parte del Quijote, mientras se dirigen a las bodas de Camacho el Rico, Cervantes expresa su ideal lingüístico cuando hace decir al licenciado que acompaña a don Quijote y Sancho en su andar: “El lenguaje puro, el propio, el elegante y claro, está en los discretos cortesanos, aunque hayan nacido en Majalahonda: dije discretos, porque hay muchos que no lo son, y la discreción es la gramática del buen lenguaje, que se acompaña con el uso” (1999, p. 787).

La ciudad de Toledo había sido la capital cultural de España hasta la época de Felipe II y también el ejemplo del buen gusto al hablar desde la época de Alfonso el Sabio. Juan de Valdés apoyaba sus juicios sobre el buen uso del lenguaje en esa misma norma toledana que cita Cervantes sin nombrarla como paradigma de los discretos cortesanos.

Pero hay que tener muy claro que la discreción a la que alude Cervantes consiste en el equilibrio entre el saber y la ignorancia, entre la cordura y la necedad, entre el artificio y la naturalidad. Por eso, en la cita anterior, pone nuestro autor la gramática al lado del uso, en una fructífera compañía que hermana ambos extremos en una norma lingüística incluyente, en la que desde luego cabe todo lo que va, desde el habla quijotesca, culta y arcaizante, hasta los exabruptos paremiológicos de Sancho, a quien don Quijote llama “prevaricador del buen lenguaje”. Y justo por eso Cervantes se mueve de un personaje a otro, con la soltura de un árbitro tolerante y muy conocedor, para mostrarnos todas las posibilidades que nuestra lengua española puede tener en los distintos modos de expresarse que tiene la gente de diferentes grupos sociales.

En el ir y venir de caminos, burlas y conversaciones, don Quijote va adquiriendo la discreción sanchesca, al matizar, según nos dice Ángel Rosenblat, “su lengua caballeresca con los viejos refranes castellanos y con las expresiones más típicas de la lengua coloquial” (1978, p. 62); mientras que Sancho, por las constantes enmiendas que le sugiere su patrón, va adquiriendo discreción en el hablar, es decir, corrección en las formas y profundidad coherente en los contenidos. Concluye Rosenblat: “La lengua de la cultura y la lengua del pueblo se funden en una realización superior: la lengua del Quijote” (1978, p. 62). ¿Qué implica todo esto para nuestro uso cotidiano y nuestra época?

En el prólogo a la primera parte del Quijote, Cervantes se dice, a través de un supuesto amigo, y nos comunica acerca del estilo en que debemos expresarnos, “que a la llana, con palabras significantes, honestas y bien colocadas, salga vuestra oración y periodo sonoro y festivo, pintando en todo lo que alcanzáredes y fuere posible vuestra intención, dando a entender vuestros conceptos sin intrincarlos y escurecerlos” (1999, p. 18).

Si analizamos la cita por partes, podemos perfilar una especie de manual de estilo para nuestra expresión cotidiana, capaz de tender un puente entre los ideales humanistas del Renacimiento tardío y este siglo xxi de lecturas y escrituras globalizadas y complejas en las que se mezclan lo popular con lo especializado, lo general con lo local, en una serie de lenguajes híbridos distribuidos en plataformas virtuales y suministrados mediante dispositivos electrónicos de toda índole.

A la llana
En uno de los manuales que tenemos hoy para aprender a escribir (podríamos decir que para expresarnos en general), La cocina de la escritura, Daniel Cassany (1998, p. 25) nos recuerda que la proliferación de las burocracias en nuestras sociedades actuales ha creado una enorme cantidad de documentos que requieren ser comprendidos para el cumplimiento de normas y procesos que nos afectan como ciudadanos. Esto implica que debemos entender, y a veces producir, gran cantidad de textos (contratos, instrucciones, leyes, actas, etc.), los cuales deberían estar escritos en un estilo claro y legible para que su comprensión no sea difícil o imposible.

Sobre esta necesidad de un estilo llano en la comunicación, Cassany afirma: “Los párrafos confusos, las frases complicadas y las palabras raras dificultan la comprensión de los textos, privan a las personas del conocimiento y, por lo tanto, las inhiben de sus derechos y deberes democráticos” (1998, p. 26).

Entonces, lo ideal es acercar los textos escritos al modo de hablar de las personas comunes, de tal manera que sean inmediatamente compresibles para ellas. Recordemos que esto es exactamente lo que proponía Juan de Valdés en su Diálogo de la lengua, y lo que luego retomó Cervantes en sus conocidísimos personajes de ficción, quienes se desdoblan en modos concretos de hablar el español para fundirlos luego en ideal lingüístico.

Palabras significantes y honestas
Una expresión llana debe incluir, además, para Cervantes, palabras que cumplan una doble tarea: lingüística y moral, es decir, que sean a la vez precisas en su aplicación y correctas en cuanto a los valores sociales que ostenta la comunidad. Y honestas deben ser también en el sentido de no aparentar lo que no somos en realidad, es decir, de no falsear nuestra identidad para que se acomode a nuestras conveniencias.

La honestidad en la expresión tiene en la actualidad un valor pragmático que se conoce en inglés como face y que consiste en la idea que se forman los demás acerca de nuestro desempeño social. Una falta en este sentido, que podemos encontrar en los manuales de lingüística española como cortesía en el lenguaje, puede conducir a este estado indeseable que inventaron los antiguos griegos y que conocemos con el nombre de ostracismo o, más llanamente dicho, marginación.

En cuanto a la parte lingüística, nuestro vocabulario debe preferir, si seguimos las prescripciones de Cassany (1998, pp. 147-152), palabras concretas, de significado preciso, que nunca caigan en los llamados “comodines” o expresiones huecas, con significados tan generales que valen para muchos casos y, por lo tanto, llenan los mensajes de interferencias semánticas que restan univocidad; también debemos preferir las palabras cortas a las largas, pues, en palabras del mismo Cassany, “La palabra corriente es a menudo más corta y ágil y facilita la lectura del texto”; y, por último, debemos preferir las formas más populares, que garantizan mayor legibilidad y difusión a lo expresado. El conjunto de estos sencillos preceptos parece coincidir con esa necesidad cervantista de usar “palabras significantes” (1998, p. 151).

Palabras bien colocadas
Así como hay prescripciones en el léxico que debemos elegir, también la organización de las palabras en sintagmas, oraciones y periodos tiene un papel fundamental en el estilo llano propuesto por Cervantes y, por lo tanto, debemos preocuparnos por ella.

La normativa de las unidades sintácticas aconseja construir oraciones breves, de entre veinte y treinta palabras, pues Cassany nos recuerda que “la capacidad media de la memoria a corto plazo es de quince palabras” (1998, p. 97), pero esas oraciones cortas deben estar conectadas de manera lógica (coherente) y parecerse a un “árbol desnudo”, es decir, sin ramificaciones innecesarias (incisos demasiado amplios) que provoquen la desviación de la idea central y, por lo tanto, la distracción del lector u oyente, que entonces ya no entenderá cabalmente lo que se le está comunicando.

También se recomienda poner juntas las palabras que están relacionadas para que los modificadores, por ejemplo, queden en posición adyacente a sus palabras rectoras o principales: el objeto junto a su verbo, el adjetivo junto a su sustantivo, etcétera, y, en cuanto al orden global de la oración, es preferible respetar hasta donde sea posible el orden sujetoverbo- objeto, que es el que mejor distribuye la información para ser más comprensible al destinatario de cualquier mensaje, pues se ha probado que los usuarios de cualquier lengua centran su atención al principio de los enunciados y tienden a distraerse a medida que avanza la información.

Oraciones y periodos sonoros y festivos
También abarca el ideal lingüístico cervantino el cuidado de ese aspecto tan importante del lenguaje que tiene que ver con la distribución de los sonidos a lo largo de las unidades sintácticas. Por su parte, entre los defectos que empobrecen la prosa, Cassany incluye la cacofonía, que se “refiere a la repetición casual de algunas letras o sílabas, que producen un sonido desagradable” (1998, p. 131). Ese efecto desagradable de la repetición podríamos compararlo con un martilleo constante que satura nuestro oído y provoca tedio por el ruido innecesario.

Y no hay que olvidar, entre las repeticiones indeseables, las muletillas o palabras que se pronuncian una y otra vez sin razón durante la emisión de un mensaje y todos los vicios que Cassany (1998, p. 132) agrupa bajo el nombre de tics personales: abuso de estructuras sintácticas, calcos sintácticos en párrafos y puntuaciones caóticas. Todo esto provoca que la sonoridad natural del lenguaje se vea distorsionada.

¿Qué decir de lo festivo en el lenguaje? Que parte de la creatividad para introducir en nuestro uso del habla y la escritura construcciones originales y, por lo tanto, humorísticas, pues es sabido que romper la expectativa de lo habitual provoca sorpresa e incluso risa en los espectadores. Cassany dice al respecto: “Quien puede decir lo mismo con otras palabras es libre de escoger las que más le gusten para cada ocasión, pero a quien le cuesta trabajo terminar una única versión acaba siendo esclavo de sus limitaciones expresivas y termina repitiendo tics y vicios personales” (1998, p. 140). Así que la festividad cervantina debe considerarse un antídoto contra la rigidez y la pobreza en nuestra comunicación.

Pintando en todo lo que fuere posible vuestra intención
Transmitir mensajes significa interactuar con personas que son diferentes a nosotros en más de un sentido: edad, sexo, origen geográfico, nivel cultural, etc. Esto supone que debamos recurrir a estrategias expresivas para adaptarnos a las circunstancias de nuestros oyentes, quienes, a partir de sus rasgos particulares, deberán comprender lo que les comunicamos desde nuestro particular modo de ser.

Cassany lo resume así: “Una buena estrategia retórica para salvar estos agujeros de conocimiento y léxico entre autor y destinatario consiste en adoptar el punto de vista del lector cuando formulamos una idea, en intentar expresarla con sus palabras, con sus ejemplos, con su forma de ver el mundo” (1998, p. 202).

Pintar nuestra intención, como lo aconseja Cervantes, es, pues, un ejercicio de empatía para que, partiendo de las necesidades de nuestros destinatarios, ilustremos en sus mentes, de manera fiel, concreta y veraz, lo que les queremos comunicar.

A manera de conclusión

Creo que puede afirmarse, sin faltar a la verdad, que Cervantes predicó con el ejemplo, es decir, que forjó su estilo literario de acuerdo con los principios que él mismo perfiló en las citas que hemos analizado antes. Veamos algunos juicios de grandes autoridades en este tema. Con respecto a su estilo general, Marcelino Menéndez Pelayo expresa: “No tiene Cervantes una manera violenta y afectada, como la tienen Quevedo y Baltasar Gracián, grandes escritores por otra parte. Su estilo arranca, no del capricho individual, no de la excéntrica y errabunda imaginación, no de la sutil agudeza, sino de las patrañas mismas de la realidad que habla por su boca” (2007, p. 773).

Sobre la manera concreta en que Cervantes construye su prosa, Menéndez Pidal argumenta que “la frase no aparece, lo que se dice, castigada; no ofrece el más leve rasguño del manoseo correctivo; su intacta frescura es su mayor belleza, la constante facilidad, la variedad oportuna que da a la expresión, evidencia de intimidad, transparencia y lucidez cristalinas” (2007, pp. 957-958).

Por último, y como resumen sobre el estilo de Cervantes, Rafael Lapesa concluye que “la frase corre suelta, holgada en su sintaxis, con la fluidez que conviene a la pintura cálida de la vida, en vez de la fría corrección atildada. Esa facilidad inimitable, compañera de un humorismo optimista y sano, superior a todas las amarguras, es la eterna lección del lenguaje cervantino” (1988, p. 333).

Después de lo dicho hasta aquí se impone la pregunta: ¿es nuestra lengua española actual la lengua de Cervantes, como se le llama tan a menudo? Yo diría, sin duda, que sí. Hemos visto cómo un ideal que partió del humanismo renacentista, muy en especial de Juan de Valdés, como podemos ver por las coincidencias entre ambos que muestran las citas, se convirtió en el programa literario de Miguel de Cervantes. Y ese ideal, que busca un equilibrio entre lo popular y lo culto, entre lo espontáneo del habla y lo normativo (gramatical) de la lengua estándar, sigue vigente en nuestros manuales de preceptiva lingüística para el uso efectivo del lenguaje tanto escrito como hablado en nuestro tecnológico, globalizado y pandémico siglo xxi.

Celebremos año tras año a nuestro gran escritor leyendo sus maravillosos libros y apropiándonos de su ideal del buen gusto en el lenguaje, que es el resumen de todo lo que somos y queremos ser, convertido y vertido (puede ser hasta divertido, no lo olvidemos) en palabras castizas de preciso significado, recta intención y humor saludable.



Referencias

Cassany, D. (1998). La cocina de la escritura. Anagrama.

Cervantes, M. (1999). El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. F. Rico (Ed.). Crítica/Instituto Cervantes.

Lapesa, R. (1988). Historia de la lengua española. Gredos.

Menéndez Pelayo, M. (2007). Antología general. J. M. Sánchez de Muniáin (Ed.). Vol. ii. bac.

Menéndez Pidal, R. (1941). Idea imperial de Carlos V. Espasa-Calpe.

Menéndez Pidal, R. (2007). Historia de la lengua española. D. Catalán (Ed.). Vol. i. Fundación Ramón Menéndez Pidal.

Rosenblat, A. (1978). La lengua del “Quijote”. Gredos.

Valdés, J. (2006). Diálogo de la lengua. C. Barbolani (Ed.). Cátedra.