The language of Cervantes
Agustín Rivero Franyutti Todos sabemos que a la lengua española se le conoce también con la expresión sinónima “la lengua de Cervantes”; es sabido, además, que la mayor institución encargada de enseñar la lengua española a todos los hablantes de otras lenguas en prácticamente todos los países del planeta tiene el nombre de Instituto Cervantes. Dado que en 2021 festejamos el 405 aniversario de la muerte de Miguel de Cervantes Saavedra, me parece muy oportuno recordar cuál era el ideal de la lengua de ese gran escritor que le ha dado su nombre a la lengua que hablamos y que es, hoy por hoy, la tercera en cuanto a importancia y número de hablantes a nivel mundial, sólo detrás del chino mandarín y del inglés. We all know that the Spanish language is also known by the synonymous expression “the language of Cervantes”. It is also known that the largest institution in charge of teaching the Spanish language to all the speakers of other languages in practically
all the countries of the planet is called “Instituto Cervantes”. Since in the year 2021 we celebrate the 405th anniversary of the death of Miguel de Cervantes Saavedra, it seems very opportune to recall what was the ideal language of that great writer who has given his name to the language we speak, which today is the third in terms of importance and number of speakers worldwide, only behind Mandarin Chinese and English.
lengua, Cervantes, Quijote, español language, Cervantes, Quixote, Spanish Todos sabemos que a la lengua española se le conoce también con la expresión sinónima
“la lengua de Cervantes”; es sabido, además, que la mayor institución encargada de enseñar la
lengua española a todos los hablantes de otras lenguas en prácticamente todos los países del
planeta tiene el nombre de Instituto Cervantes. Dado que en 2021 festejamos el 405 aniversario
de la muerte de Miguel de Cervantes Saavedra, me parece muy oportuno recordar cuál
era el ideal de la lengua de ese gran escritor que le ha dado su nombre a la lengua que hablamos
y que es, hoy por hoy, la tercera en cuanto a importancia y número de hablantes a nivel
mundial, sólo detrás del chino mandarín y del inglés. Para un primer acercamiento a la caracterización de la lengua de Cervantes, tal cual él la
entendió y la usó, podemos partir del estudio preliminar que Fernando Lázaro Carreter escribió
para la edición del Quijote coordinada por Francisco Rico, que apareció en 1998 bajo el
sello de la editorial Crítica en coedición con el Instituto Cervantes. Lázaro Carreter, en el texto ya mencionado, señala que Cervantes, al crear personajes de
ficción representativos de las personas reales, introduce en el lenguaje literario el lenguaje
de la calle. Ese lenguaje literario es auténtico en cuanto a la veracidad del mundo cotidiano
que busca recrear en la narración. Las primeras acciones de don Quijote en la novela son actos lingüísticos que buscan
dotar de nombre (bautizar) a los seres que lo acompañarán en su trayectoria: Rocinante,
Dulcinea del Toboso… Tal es la importancia que Cervantes da al lenguaje desde el principio
de su novela, por eso pasa varios días buscando el nombre apropiado para esos seres. Aunque el habla de don Quijote es tan rica y flexible como podían serlo los registros lingüísticos
de los españoles durante la época áurea, Cervantes la caracteriza, al principio de la
novela, a través de un estilo “retorizado” (la expresión es de Rosenblat) que contiene numerosos
arcaísmos y que, por momentos, muestra un agudo sentido del humor por medio de la
parodia; para el habla de Sancho, nuestro autor utiliza el recurso de los refranes, sabiamente
administrados para no causar un efecto de tedio en los lectores, y las expresiones populares,
como una especie de contrapeso necesario al estilo mayormente elevado del caballero manchego.
Estos dos polos del lenguaje, el culto y el popular, dan vida y realidad a los personajes
del relato, y nos muestran las dos tendencias humanas, que van del idealismo más elevado a
la solución inmediata e ingeniosa de los asuntos materiales que nos plantea la vida durante
nuestra existencia. Pero hay que aclarar que esa distinción va borrándose a medida que avanza
la novela y Sancho pasa de ser un tosco hombrecillo de ideas cortas a una persona ingeniosa
y sensata que se iguala con un Quijote cada vez más cuerdo por el influjo de Sancho. Cervantes es heredero y por momentos artífice de una tendencia que comenzó a difundirse
por toda Europa a partir del humanismo renacentista: la valoración de las lenguas habladas
regionales en contraposición con el latín, que se usaba para la difusión de la cultura en las
instituciones educativas. Erasmo había sostenido la idea de que el latín era la lengua ideal para la difusión de la
cultura religiosa y sacra de Europa; pero, poco a poco, algunos humanistas en diferentes países
comenzaron a desarrollar la tesis contraria. El primero de ellos fue Dante, el autor de la
Divina comedia, quien compuso a principios del siglo xiv un pequeño tratado, Del estilo vulgar,
en el que analizaba la importancia de la lengua vernácula para fortalecer el patriotismo
en contraposición con el latín. En Francia, Joachim du Bellay publica en 1549 su Defensa e ilustración de la lengua francesa,
tratado que afirmaba la capacidad de la lengua francesa para producir literatura de calidad,
al menos semejante a la italiana, y que proponía la ilustración del francés mediante la adopción
de helenismos y latinismos para enriquecer la expresión de las ideas. España conoció un movimiento renovador semejante a esta tendencia humanista de
valorar las lenguas locales. Cuando Antonio de Nebrija publicó su gramática en 1492, el
estudio de la gramática y su aplicación a la enseñanza de las lenguas estaban reservados al
latín y al griego porque se creía que las lenguas maternas se hablaban adecuadamente sólo
por el uso familiar u hogareño de ellas. De ahí la gran originalidad y osadía del quehacer
de Nebrija en el terreno de los estudios gramaticales, pues además él pensaba que el estudio
de la lengua vernácula facilitaría después el aprendizaje del latín. Otro hito de esta tendencia en España lo aportó Juan de Valdés, autor del Diálogo de
la lengua, compuesto en 1535, libro que pondera la mejor manera de escribir y de hablar la
lengua española y que propone un estilo natural, es decir, sin afectaciones, en la escritura,
que reproduzca la espontaneidad del habla y que utilice vocablos adecuados para dar un
sentido exacto a lo que se quiere decir. El primer acierto de Valdés, en su obra originalísima, fue establecer una clara distinción
entre el estudio gramatical de la lengua, dedicado entonces al latín, y el habla o uso del castellano:
“Porque he aprendido la lengua latina por arte y libros, y la castellana por uso, de manera
que de la latina podría dar cuenta por el arte y por los libros en que la aprendí, y de la
castellana no, sino por el uso común de hablar” (2006, p. 121). Una vez establecida esta dualidad entre el uso y el estudio de la lengua, el segundo acierto
de Valdés fue esbozar una teoría sobre el estilo en el lenguaje. Son muy conocidas sus
palabras, pero las cito de cualquier manera por su importancia: Para deziros la verdad, muy pocas cosas observo, porque el estilo que tengo me es natural,
y sin afectación ninguna escrivo como hablo; solamente tengo cuidado de usar los
vocablos que signifiquen bien lo que quiero dezir, y dígolo quanto más llanamente me es
posible, porque a mi parecer en ninguna lengua sta bien el [sic] afectación (2006, p. 233). Sin embargo, no hay que pensar que ese “escribir como hablo” consiste, para Valdés, en
abandonarse a la incuria del habla sin exigencias en cuanto a la forma y el contenido. Nada
más lejano de la intención valdesiana, pues él mismo asegura que: todo el bien hablar castellano consiste en que digáis lo que queréis con las menos palabras
que pudiéredes, de tal manera que, esplicando bien el conceto de vuestro ánimo, y
dando a entender lo que queréis decir, de las palabras que pusiéredes en una cláusula o
razón no se pueda quitar ninguna sin ofender a la sentencia della, o al encarecimiento,
o a la elegancia (2006, p. 237). Quizá el mayor elogio que se hizo a la lengua española durante la época de su consolidación
en el siglo xvi fue la declaración de Carlos V, rey de España y emperador del Sacro Imperio
Romano-Germánico, quien afirmó, según nos recuerda Rafael Lapesa (1988, p. 296), que
usaba el español para comunicarse con Dios, mientras que hablaba el italiano y francés para
conversar sobre asuntos mundanos con mujeres y hombres, respectivamente. Tanta importancia dio Carlos V a la lengua española en su programa imperial que el 17
de abril de 1536 compareció en castellano, en el Vaticano, frente al papa Paulo III y un obispo
(diplomático francés) que no entendió lo que dijo. Este hecho es de capital importancia
para Menéndez Pidal, quien afirma: “Así, el emperador, que a los dieciocho años no hablaba
una palabra de español, ahora, a los treinta y seis años, proclama la lengua española lengua
común de la cristiandad, lengua oficial de la diplomacia” (1941, pp. 30-31). Este movimiento humanista de valorar las lenguas habladas en las diferentes regiones
europeas era parte de un amplio proyecto que oponía, a finales del siglo xvii, las cualidades
de los clásicos a las de los modernos, con preferencia de estos últimos, pues la autoridad cultural
de los antiguos se veía como un lastre que impedía el desarrollo de la cultura moderna
y el libre surgimiento de los nacionalismos territoriales. Miguel de Cervantes y Saavedra, nacido en 1547, es heredero de toda esta manera de entender
la realidad lingüística y es, por lo tanto, un continuador de las ideas de Juan de Valdés
al proponerse hablar (y escribir) llanamente sobre la base de la prudencia en la elección de
los rasgos que compondrán su estilo literario. Cervantes, como afirma Rafael Lapesa, es “uno
de los escritores más interesados en las cuestiones de lenguaje” y, por ello, “percibe y recrea con aguda intuición la variedad lingüística correspondiente a la diversidad de esferas sociales
o a las distintas actitudes frente a la vida” (1988, p. 332). En el prólogo del Quijote, Cervantes hace decir a un supuesto amigo suyo, en un diálogo ficticio
que anticipa los de don Quijote y Sancho, que “sólo tiene que aprovecharse de la imitación
en lo que fuere escribiendo, que, cuanto ella fuere más perfecta, tanto mejor será lo
que se escribiere” (1999, p. 17). Esa imitación nos remite al habla de las personas, que, para
nuestro autor, es una fuente inagotable de inspiración y crea el contraste necesario entre los
modos de hablar del caballero y el escudero. Entre ese vaivén que va de la llaneza a la afectación (por lo general como parodia de la
literatura de su tiempo) se desarrolla el estilo de Cervantes en sus obras literarias. A través
del habla de don Quijote se burla de la ampulosidad y afectación de la lengua literaria de su
tiempo, pero la llaneza de Sancho también es un vehículo para satirizar a los correctores de
gazapos, pues el mismo escudero se burla de quienes quieren guiarlo hacia el buen uso
de las palabras. Así, la intención de Cervantes es mostrar las virtudes y los defectos de las
actitudes que polarizan la discusión sobre los asuntos del lenguaje y su uso. Pero, en todo ese juego de espejos, Cervantes siempre parece optar por la naturalidad,
pues don Quijote no censura a Sancho por su uso de expresiones populares, sino por el abuso
de ellas, que produce hastío y crea el efecto contrario: la afectación. ¿Cuál era entonces el ideal lingüístico de Cervantes? ¿Cómo podemos caracterizarlo más
allá del juego que él mismo lleva a cabo para mitigar los excesos de los extremos en el uso? En el capítulo xix de la segunda parte del Quijote, mientras se dirigen a las bodas de Camacho
el Rico, Cervantes expresa su ideal lingüístico cuando hace decir al licenciado que
acompaña a don Quijote y Sancho en su andar: “El lenguaje puro, el propio, el elegante y
claro, está en los discretos cortesanos, aunque hayan nacido en Majalahonda: dije discretos,
porque hay muchos que no lo son, y la discreción es la gramática del buen lenguaje, que se
acompaña con el uso” (1999, p. 787). La ciudad de Toledo había sido la capital cultural de España hasta la época de Felipe II y
también el ejemplo del buen gusto al hablar desde la época de Alfonso el Sabio. Juan de Valdés
apoyaba sus juicios sobre el buen uso del lenguaje en esa misma norma toledana que
cita Cervantes sin nombrarla como paradigma de los discretos cortesanos. Pero hay que tener muy claro que la discreción a la que alude Cervantes consiste en el equilibrio
entre el saber y la ignorancia, entre la cordura y la necedad, entre el artificio y la naturalidad.
Por eso, en la cita anterior, pone nuestro autor la gramática al lado del uso, en una
fructífera compañía que hermana ambos extremos en una norma lingüística incluyente, en
la que desde luego cabe todo lo que va, desde el habla quijotesca, culta y arcaizante, hasta los exabruptos paremiológicos de Sancho, a quien don Quijote llama “prevaricador del buen
lenguaje”. Y justo por eso Cervantes se mueve de un personaje a otro, con la soltura de un
árbitro tolerante y muy conocedor, para mostrarnos todas las posibilidades que nuestra lengua
española puede tener en los distintos modos de expresarse que tiene la gente de diferentes
grupos sociales. En el ir y venir de caminos, burlas y conversaciones, don Quijote va adquiriendo la discreción
sanchesca, al matizar, según nos dice Ángel Rosenblat, “su lengua caballeresca con
los viejos refranes castellanos y con las expresiones más típicas de la lengua coloquial” (1978,
p. 62); mientras que Sancho, por las constantes enmiendas que le sugiere su patrón, va
adquiriendo discreción en el hablar, es decir, corrección en las formas y profundidad coherente
en los contenidos. Concluye Rosenblat: “La lengua de la cultura y la lengua del pueblo
se funden en una realización superior: la lengua del Quijote” (1978, p. 62). ¿Qué implica todo
esto para nuestro uso cotidiano y nuestra época? En el prólogo a la primera parte del Quijote, Cervantes se dice, a través de un supuesto
amigo, y nos comunica acerca del estilo en que debemos expresarnos, “que a la llana, con
palabras significantes, honestas y bien colocadas, salga vuestra oración y periodo sonoro
y festivo, pintando en todo lo que alcanzáredes y fuere posible vuestra intención, dando a
entender vuestros conceptos sin intrincarlos y escurecerlos” (1999, p. 18). Si analizamos la cita por partes, podemos perfilar una especie de manual de estilo para
nuestra expresión cotidiana, capaz de tender un puente entre los ideales humanistas del Renacimiento
tardío y este siglo xxi de lecturas y escrituras globalizadas y complejas en las que
se mezclan lo popular con lo especializado, lo general con lo local, en una serie de lenguajes
híbridos distribuidos en plataformas virtuales y suministrados mediante dispositivos electrónicos
de toda índole. A la llana Sobre esta necesidad de un estilo llano en la comunicación, Cassany afirma: “Los párrafos
confusos, las frases complicadas y las palabras raras dificultan la comprensión de los textos, privan a las personas del conocimiento y, por lo tanto, las inhiben de sus derechos y
deberes democráticos” (1998, p. 26). Entonces, lo ideal es acercar los textos escritos al modo de hablar de las personas comunes,
de tal manera que sean inmediatamente compresibles para ellas. Recordemos que esto
es exactamente lo que proponía Juan de Valdés en su Diálogo de la lengua, y lo que luego
retomó Cervantes en sus conocidísimos personajes de ficción, quienes se desdoblan en
modos concretos de hablar el español para fundirlos luego en ideal lingüístico. Palabras significantes y honestas La honestidad en la expresión tiene en la actualidad un valor pragmático que se conoce
en inglés como face y que consiste en la idea que se forman los demás acerca de nuestro
desempeño social. Una falta en este sentido, que podemos encontrar en los manuales de lingüística
española como cortesía en el lenguaje, puede conducir a este estado indeseable que
inventaron los antiguos griegos y que conocemos con el nombre de ostracismo o, más llanamente
dicho, marginación. En cuanto a la parte lingüística, nuestro vocabulario debe preferir, si seguimos las prescripciones
de Cassany (1998, pp. 147-152), palabras concretas, de significado preciso, que nunca
caigan en los llamados “comodines” o expresiones huecas, con significados tan generales
que valen para muchos casos y, por lo tanto, llenan los mensajes de interferencias semánticas
que restan univocidad; también debemos preferir las palabras cortas a las largas, pues,
en palabras del mismo Cassany, “La palabra corriente es a menudo más corta y ágil y facilita
la lectura del texto”; y, por último, debemos preferir las formas más populares, que garantizan
mayor legibilidad y difusión a lo expresado. El conjunto de estos sencillos preceptos
parece coincidir con esa necesidad cervantista de usar “palabras significantes” (1998, p. 151). Palabras bien colocadas La normativa de las unidades sintácticas aconseja construir oraciones breves, de entre
veinte y treinta palabras, pues Cassany nos recuerda que “la capacidad media de la memoria
a corto plazo es de quince palabras” (1998, p. 97), pero esas oraciones cortas deben estar conectadas de manera lógica (coherente) y parecerse a un “árbol desnudo”, es decir, sin
ramificaciones innecesarias (incisos demasiado amplios) que provoquen la desviación de la
idea central y, por lo tanto, la distracción del lector u oyente, que entonces ya no entenderá
cabalmente lo que se le está comunicando. También se recomienda poner juntas las palabras que están relacionadas para que los
modificadores, por ejemplo, queden en posición adyacente a sus palabras rectoras o principales:
el objeto junto a su verbo, el adjetivo junto a su sustantivo, etcétera, y, en cuanto al
orden global de la oración, es preferible respetar hasta donde sea posible el orden sujetoverbo-
objeto, que es el que mejor distribuye la información para ser más comprensible al
destinatario de cualquier mensaje, pues se ha probado que los usuarios de cualquier lengua
centran su atención al principio de los enunciados y tienden a distraerse a medida que
avanza la información. Oraciones y periodos sonoros y festivos Y no hay que olvidar, entre las repeticiones indeseables, las muletillas o palabras que se
pronuncian una y otra vez sin razón durante la emisión de un mensaje y todos los vicios que
Cassany (1998, p. 132) agrupa bajo el nombre de tics personales: abuso de estructuras sintácticas,
calcos sintácticos en párrafos y puntuaciones caóticas. Todo esto provoca que la sonoridad
natural del lenguaje se vea distorsionada. ¿Qué decir de lo festivo en el lenguaje? Que parte de la creatividad para introducir en nuestro
uso del habla y la escritura construcciones originales y, por lo tanto, humorísticas, pues es
sabido que romper la expectativa de lo habitual provoca sorpresa e incluso risa en los espectadores.
Cassany dice al respecto: “Quien puede decir lo mismo con otras palabras es libre
de escoger las que más le gusten para cada ocasión, pero a quien le cuesta trabajo terminar
una única versión acaba siendo esclavo de sus limitaciones expresivas y termina repitiendo
tics y vicios personales” (1998, p. 140). Así que la festividad cervantina debe considerarse un
antídoto contra la rigidez y la pobreza en nuestra comunicación. Pintando en todo lo que fuere posible vuestra intención Cassany lo resume así: “Una buena estrategia retórica para salvar estos agujeros de conocimiento
y léxico entre autor y destinatario consiste en adoptar el punto de vista del lector
cuando formulamos una idea, en intentar expresarla con sus palabras, con sus ejemplos, con
su forma de ver el mundo” (1998, p. 202). Pintar nuestra intención, como lo aconseja Cervantes, es, pues, un ejercicio de empatía
para que, partiendo de las necesidades de nuestros destinatarios, ilustremos en sus mentes,
de manera fiel, concreta y veraz, lo que les queremos comunicar. Creo que puede afirmarse, sin faltar a la verdad, que Cervantes predicó con el ejemplo, es
decir, que forjó su estilo literario de acuerdo con los principios que él mismo perfiló en las
citas que hemos analizado antes. Veamos algunos juicios de grandes autoridades en este
tema. Con respecto a su estilo general, Marcelino Menéndez Pelayo expresa: “No tiene Cervantes
una manera violenta y afectada, como la tienen Quevedo y Baltasar Gracián, grandes
escritores por otra parte. Su estilo arranca, no del capricho individual, no de la excéntrica y
errabunda imaginación, no de la sutil agudeza, sino de las patrañas mismas de la realidad
que habla por su boca” (2007, p. 773). Sobre la manera concreta en que Cervantes construye su prosa, Menéndez Pidal argumenta
que “la frase no aparece, lo que se dice, castigada; no ofrece el más leve rasguño del
manoseo correctivo; su intacta frescura es su mayor belleza, la constante facilidad, la variedad
oportuna que da a la expresión, evidencia de intimidad, transparencia y lucidez cristalinas”
(2007, pp. 957-958). Por último, y como resumen sobre el estilo de Cervantes, Rafael Lapesa concluye que
“la frase corre suelta, holgada en su sintaxis, con la fluidez que conviene a la pintura cálida
de la vida, en vez de la fría corrección atildada. Esa facilidad inimitable, compañera de un
humorismo optimista y sano, superior a todas las amarguras, es la eterna lección del lenguaje
cervantino” (1988, p. 333). Después de lo dicho hasta aquí se impone la pregunta: ¿es nuestra lengua española actual
la lengua de Cervantes, como se le llama tan a menudo? Yo diría, sin duda, que sí. Hemos visto
cómo un ideal que partió del humanismo renacentista, muy en especial de Juan de Valdés,
como podemos ver por las coincidencias entre ambos que muestran las citas, se convirtió en el
programa literario de Miguel de Cervantes. Y ese ideal, que busca un equilibrio entre lo popular
y lo culto, entre lo espontáneo del habla y lo normativo (gramatical) de la lengua estándar, sigue vigente en nuestros manuales de preceptiva lingüística para el uso efectivo del lenguaje
tanto escrito como hablado en nuestro tecnológico, globalizado y pandémico siglo xxi. Celebremos año tras año a nuestro gran escritor leyendo sus maravillosos libros y apropiándonos
de su ideal del buen gusto en el lenguaje, que es el resumen de todo lo que
somos y queremos ser, convertido y vertido (puede ser hasta divertido, no lo olvidemos) en
palabras castizas de preciso significado, recta intención y humor saludable. Cassany, D. (1998). La cocina de la escritura. Anagrama.
Cervantes, M. (1999). El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. F. Rico (Ed.). Crítica/Instituto
Cervantes.
Lapesa, R. (1988). Historia de la lengua española. Gredos.
Menéndez Pelayo, M. (2007). Antología general. J. M. Sánchez de Muniáin (Ed.). Vol. ii. bac.
Menéndez Pidal, R. (1941). Idea imperial de Carlos V. Espasa-Calpe.
Menéndez Pidal, R. (2007). Historia de la lengua española. D. Catalán (Ed.). Vol. i. Fundación
Ramón Menéndez Pidal.
Rosenblat, A. (1978). La lengua del “Quijote”. Gredos.
Valdés, J. (2006). Diálogo de la lengua. C. Barbolani (Ed.). Cátedra.
orcid: 0000-0002-7217-8049/agusvero@gmail.com
Centro Interdisciplinario de Investigación en Humanidades (ciihu), Universidad Autónoma del Estado de Morelos (uaem)
resumen
abstract
palabras clave
key words
Presentación
Ideal humanista del lenguaje
Breve caracterización de la lengua de Cervantes
En uno de los manuales que tenemos hoy para aprender a escribir (podríamos decir que para
expresarnos en general), La cocina de la escritura, Daniel Cassany (1998, p. 25) nos recuerda
que la proliferación de las burocracias en nuestras sociedades actuales ha creado una enorme
cantidad de documentos que requieren ser comprendidos para el cumplimiento de
normas y procesos que nos afectan como ciudadanos. Esto implica que debemos entender, y
a veces producir, gran cantidad de textos (contratos, instrucciones, leyes, actas, etc.), los cuales
deberían estar escritos en un estilo claro y legible para que su comprensión no sea difícil
o imposible.
Una expresión llana debe incluir, además, para Cervantes, palabras que cumplan una doble
tarea: lingüística y moral, es decir, que sean a la vez precisas en su aplicación y correctas en
cuanto a los valores sociales que ostenta la comunidad. Y honestas deben ser también en el
sentido de no aparentar lo que no somos en realidad, es decir, de no falsear nuestra identidad
para que se acomode a nuestras conveniencias.
Así como hay prescripciones en el léxico que debemos elegir, también la organización de las
palabras en sintagmas, oraciones y periodos tiene un papel fundamental en el estilo llano
propuesto por Cervantes y, por lo tanto, debemos preocuparnos por ella.
También abarca el ideal lingüístico cervantino el cuidado de ese aspecto tan importante del
lenguaje que tiene que ver con la distribución de los sonidos a lo largo de las unidades sintácticas.
Por su parte, entre los defectos que empobrecen la prosa, Cassany incluye la cacofonía,
que se “refiere a la repetición casual de algunas letras o sílabas, que producen un sonido
desagradable” (1998, p. 131). Ese efecto desagradable de la repetición podríamos compararlo
con un martilleo constante que satura nuestro oído y provoca tedio por el ruido innecesario.
Transmitir mensajes significa interactuar con personas que son diferentes a nosotros en más
de un sentido: edad, sexo, origen geográfico, nivel cultural, etc. Esto supone que debamos recurrir a estrategias expresivas para adaptarnos a las circunstancias de nuestros oyentes,
quienes, a partir de sus rasgos particulares, deberán comprender lo que les comunicamos
desde nuestro particular modo de ser.A manera de conclusión
Referencias