Retrotopías: recuperar la utopía

Carlos Alberto Navarro Fuentes


La humanidad atrapada en el tiempo

El objetivo de este trabajo es reflexionar acerca de los términos retrotopía y utopía, para lo cual resulta pertinente cuestionarnos sobre los que estos términos significan y qué tienen en común, además de referirse a categorías temporales. Por ello, es perentorio tener presente la idea de lo que significan anacronía o anacronismo. El concepto o imagen representacional del término anacrónico proviene del griego anachronikos, que significa “contra el tiempo”. Cuando hablamos de algo o alguien como anacrónico hacemos referencia a algo que no coincide con su tiempo histórico. Habría que preguntarse: si somos anacrónicos, ¿lo somos porque estamos viviendo antes o después del tiempo que deberíamos estar viviendo? ¿Es posible calificar a alguien de anacrónico si suponemos que se trató de alguien que se adelantó a su tiempo, como por ejemplo Leonardo da Vinci o Gottfried Leibniz?

Zygmunt Bauman (2017a) nos dice que de la doble negación de la utopía (siendo P = utopía, entonces lo anacrónico vendría representado formalmente por ~~P) surge lo que denomina retrotopías, “que son mundos ideales ubicados en un pasado perdido/robado/abandonado que, aún así, se ha resistido a morir, y no en ese futuro todavía por nacer (y, por lo tanto, inexistente) al que estaba ligada la Utopía dos grados de negación antes” (p. 14). La hipótesis sugerida en este ensayo es que, sin la recuperación del pensamiento utópico como práctica éticopolítica y epistemología crítica, la humanidad continuará extraviándose cada vez más en este mundo caótico que ella misma ha creado, acaso hurgando historicistamente en los mismos experimentos fallidos del pasado y que, alojados en la tradición, permanecen latentes y a la mano para ser regurgitados intergeneracionalmente. El ensayo intentará contestar en particular las siguientes preguntas: ¿Por qué recuperar la utopía? ¿Por qué ha de considerarse valiosa su recuperación? ¿Qué características o cualidades la conforman o deberían conformarla?

A principios de la década de 1940, Walter Benjamin escribió, en sus Tesis de filosofía de la historia, a propósito de la representación del Angelus Novus pintado en 1920 por Paul Klee, al cual llamó Ángel de la historia, lo siguiente:

El rostro del Ángel de la Historia está vuelto hacia el pasado. Donde nosotros percibimos una cadena de hechos, él ve una catástrofe única que no cesa de amontonar escombros que aquella va arrojando a sus pies. Al ángel le gustaría quedarse, despertar a los muertos y recomponer lo que ha quedado reducido a pedazos. Pero una tempestad sopla desde el paraíso y esta se ha enredado con tal fuerza en sus alas que el ángel ya no puede plegarlas. Ese vendaval lo empuja de manera irresistible hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras el montón de ruinas crece ante él alzándose hacia el cielo. Es el huracán que nosotros llamamos progreso (Bauman, 2017b).

Tal parece que, a diferencia de otras épocas de la humanidad, el exceso de futuro que se manifiesta en las sociedades contemporáneas a través del miedo, la incertidumbre, la ansiedad, la angustia, la depresión, la inseguridad y el aislamiento social en sus múltiples facetas, se muestra acentuado a través de las redes sociales, sobre todo en estos tiempos de pandemia y paranoia, especialmente en los espacios típicamente urbanos o conurbados. Dicho exceso de futuro que se vive e intercambia por anticipado se ve a su vez enfrentado de manera simultánea con cierto exceso de pasado, en donde la melancolía, la nostalgia, sentimientos y emociones regresivos conllevan la manifestación de ciertos comportamientos que podrían denominarse infantilistas, victimistas y masoquistas en torno a la culpa y el dolor propio y ajeno.

Pero ¿nostalgia de qué?, ¿ansiedad provocada por la incertidumbre que acarrea todo tiempo por venir?, ¿nostalgia por los siempre mejores tiempos pasados a la manera de los románticos alemanes? ¿Nostalgia por no poder vivir más en un tiempo firme y cierto —mundo sólido en contraposición con el mundo líquido en el que vivimos hoy, Bauman dixit— radicado en el progreso, la civilización occidental liberal y la modernidad, siempre en innovación constante y presuntamente en constante mejoramiento de las condiciones materiales de vida? ¿Cómo es que hoy en día el ser humano apela por mayor libertad y más seguridad simultáneamente? ¿Qué tan posible es esto? ¿Dónde ha quedado ese yo fuerte?

La globalización: laboratorio de violencias

El Estado Islámico (ei), que no es ni una tribu ni una etnia, irrumpió en el escenario de la historia no como una mera continuación de las yihad iniciadas por Al Qaeda o por Hezbolá, sino reavivando fuegos y cenizas incandescentes iniciadas en el siglo vii de nuestra era entre sunitas y chiitas, estos últimos avecindados principalmente en Irán y en la Siria del gobierno de facto de Bashar al-Ásad. El ei parece haber entendido mejor que Rusia, Estados Unidos y la Organización del Tratado del Atlántico Norte (otan) en conjunto el significado y el provecho que puede sacarse de las redes sociales, no sólo para reclutar alrededor del mundo adeptos a su causa, sino para mostrase como una nación en formación capaz de lograr la recuperación del califato que alguna vez existió en aquella región del mundo, en la cual pudieran caber todos los musulmanes del mundo sin importar su nacionalidad.

La globalización del capitalismo, los tropiezos de la Unión Europea (ue), así como el avance del ei, parecen mostrarnos la permeabilidad de las fronteras y la posibilidad de que la historia y la geografía pudieran cambiar de un momento a otro. Corea del Norte es anunciada de pronto en el mundo occidental como una amenaza peligrosa para nuestro mundo, sobre todo para la más y verdaderamente siempre peligrosa potencial mundial: los Estados Unidos de América. No es caos entendido como desorden lo que se vislumbra en el espacio cotidiano del mundo, sino el orden impuesto por la globalización, el mundo cibernético con sus plataformas y redes sociales, incluyendo la bursatilización del tiempo vital, la resignificación de los símbolos en las diversas tradiciones alrededor del mundo y el régimen de posverdad basado en gran parte en las fake news.

La globalización ha dado cuenta de la fragmentariedad de la vida humana y sus distintas formas, de lo efímero del presente, de la repetibilidad y el eterno retorno del pasado que se niega a desaparecer del todo. Entonces, se vuelve sobre la pregunta: ¿nostalgia de qué?, ¿del retorno de la Guerra Fría, dividiendo al planeta en bloques fácilmente identificables y en la que concurren con claridad amigos y enemigos por todos conocidos y claramente diferenciados entre sí (à la Carl Schmitt, de acuerdo con su concepto de lo político), pudiendo así evitar el mal radical del tipo copycat (individuos aislados que, independientemente de sus simpatías políticas o religiosas, perpetran actos terroristas de manera imitativa, como, por ejemplo, los más recientes atentados en Barcelona, París, Bélgica y Sri Lanka, en los cuales alguien se hace de un camión o artefacto explosivo para embestir multitudes y dicho modus operandi se repite en otro lugar del mundo)? “La nostalgia generalizada, el anhelo de un pasado que en realidad nunca existió, sugiere que todavía tenemos ideales, aunque los hayamos enterrado vivos” (Bregman, 2017a, p. 27).

¿Cómo podemos hablar hoy de democracia y derechos humanos, cuando el funcionamiento de los mercados se encarga de expulsar a miles de seres humanos de su lugar de origen, quienes buscan un futuro, si no mejor, sí al menos con más certidumbre y seguridad —en apariencia—, a costa de sacrificar libertades? ¿Existe algo más estúpido e inhumano, inclusive para la economía, la seguridad y el empleo, que las fronteras nacionales? La posmodernidad misma, como condición en la cual confluyen diversas filosofías y perspectivas de pensamiento, ha tratado de convencernos de la renuncia a la utopía, ocurriendo de este modo que el futuro, otrora territorio del mejor devenir, del desarrollo, de la emancipación individual, se convirtiera en el advenimiento del miedo, del terror, de lo inalterable.

A mayor número de barreras, muros, seguridad, toques de queda, pandemias y recomendaciones del tipo ¡Quédate en casa!, ¡Quédate en casa!, ¡Quédate en casa!, mayor es el número y las tentativas de quienes intentan —y logran— cruzar. ¿Son dichos muros meros simulacros, entre reales y artificiales, producidos por el capitalismo en una más de sus versiones, en este caso bajo la modalidad de pandemia, que intenta a toda costa frustrar un intento más por evitar que lo que está adentro se salga, más que lo que podría potencialmente ingresar, creativa y críticamente percibido como afuera, en calidad de inexistente o embrionario?

Antipoética del espacio

Estado y nación parecen no tener más una presencia sólida, a pesar de las aduanas y los controles fronterizos, lo cual puede evidenciarse apenas se vuelven a mencionar las redes sociales y la posverdad, por un lado, y la pandemia global, por otro. Esto es, el capitalismo del futuro que nos ha alcanzado: biotecnológico, necropolítico, pandémico y posthumano. Los casos de muerte violenta y desapariciones forzadas que permanecen impunes se multiplican por el mundo a un nivel no visto con esa magnitud en el pasado, aproximándonos a la necesidad de evocar al Leviatán de Hobbes y alguna otra forma autoritaria de gobierno (profascista tal vez, para beneplácito de las derechas y conservadores, por un lado, y en detrimento de las izquierdas esclerotizadas, populistas y carentes de ideas); o hacerse a la mar en aislamiento, en una suerte de anarquismo individualista à la Max Stirner, desinteresados políticamente e interesados estéticamente del acontecer de la humanidad en el mundo.

Lo anterior parece más cierto en la medida en que se considera a las izquierdas a nivel internacional, las cuales están más preocupadas por cuidar la forma (el busto de piedra y la estatua en el museo) y por reavivar imágenes gloriosas del pasado (curaduría cinematográfica de filmoteca) que por apostarle a la creatividad, la imaginación y la recuperación de la utopía y el pensamiento utópico, a hacer de la resistencia creativa la forma de autogobierno, capaz de ofrecer locas y desquiciadas soluciones que al paso de unos cuantos años se convirtieran en microrrevoluciones autocríticas y aglutinadoras de sujetos epistémicos despreocupados por el régimen gubernamental y las imposiciones acríticas de la tradición, fundamentadas en los ismos, confusión en la cual siempre han caído quienes quieren cambiar el mundo, no cansándose de los baños de sangre y otros sinsentidos, comenzando por el denominado común.

El ciudadano se sabe defendido por una Constitución que resulta insuficiente, anacrónica y acéfala para aspirar a cualquier forma contractual que fácticamente pudiera asumirse y percibirse como coadyuvante al logro del bien común y la felicidad de sus ciudadanos; más bien, por el contrario, siempre vulnerable y frágil como nunca, a pesar de todas las formas novedosas de vigilancia, monitoreo (de la democracia inclusive), policías, espionaje físico y cibernético que existen.

Si las condiciones de vida en este mundo obligan a las personas a migrar y desplazarse para sobrevivir y buscar mejores condiciones para habitar el planeta, ¿por qué entonces tendría que espantarnos tanto el que es diferente a nosotros en cultura, forma de pensar y de vivir, de concebir lo bueno y lo bello, de hablar y creer, entre otras cosas, mientras simultáneamente enarbolamos discursos sobre los derechos humanos, la alteridad, la fraternidad, la tolerancia, el género, el respeto, el amor al planeta, entre muchos otros propios de una sociedad que se jacta de ser progresista, preocupada por el bien común y la tolerancia?

Vuelta a un mundo no feliz: estetización de la violencia

Hoy vivimos en un mundo de aislamiento y atomización en el que la gente desconfía de sus propias instituciones. En tales circunstancias, muchas personas reaccionan a la impotencia con actos de autodestrucción carentes de sentido. En los territorios palestinos, por ejemplo, hay jóvenes que ni se organizan ni colaboran con sus gobiernos para mejorar sus perspectivas de futuro. Prefieren entrar en Israel, intentar apuñalar a un soldado o a una mujer embarazada y que les disparen o los arresten, una y otra vez. Tiran así sus vidas por un momento absurdo y, por lo general, fallido de terrorismo (Brooks, 2016).

El 14 de agosto de 2014 se presenciaron, sólo por citar un ejemplo, unos hechos lamentables de violencia en las calles de Virginia, Estados Unidos, en los cuales una mujer perdió la vida atropellada y otras dos personas también murieron. ¿El responsable? Un supremacista blanco estadounidense (fanático, no necesariamente religioso y tal vez no necesariamente protestante), por lo que no se le ha llamado terrorismo ni mucho menos islamismo radical. No se trató de un ejército ni de un grupo paramilitar. Pero dicho hecho, ¿no está sostenido por el doble discurso que Donald Trump, ex presidente de ese país, sostuvo durante su campaña y desarrolló en su periodo presidencial? ¿Es el odio y la cerrazón mental (y no precisamente una acumulación latente de disonancias cognitivas) el fundamento ideológico de las derechas y de quienes las votan dentro y las ejercen fuera de las urnas? ¿En dónde quedan la historia, la memoria y la reconciliación? ¿Cuántos hechos más como éstos pueden seguirse acumulando no sólo en Estados Unidos, sino en todo el mundo?

Si la violencia, como la entendió Hobbes hace tres siglos y medio, es connatural al hombre, y de allí que se requiera de ciertas instituciones y principios de modo que ésta resulte al menos en cierto grado contenida, parece que ha sido el mismo Leviatán quien, evitando producir la más mínima interferencia o distorsión en el mercado, le ha dado al individuo trabajador, mujer, joven, pobre, campesino, migrante, niño, minoría, etcétera, el derecho de defenderse e incluso violentarse preventivamente, es decir, aún sin haber sido atacado pero sabiendo que dicho ataque es inminente y será letal:

Un número creciente de individuos prefiere esa elección antes que un tipo de vida vivida en condiciones que no sólo les parecen insoportables, sino que, según sospechan, y por razones bastante válidas, seguirán siendo insoportables mientras dure esa vida. La elección de una “muerte significativa” se les antoja entonces una opción mejor (y, con demasiada frecuencia, incomparablemente mejor) que una vida indefectiblemente carente de sentido, que es la única opción alternativa realista. Son esos individuos (o categorías enteras de individuos así) entre los que los comandantes de bandas terroristas reclutan a sus obedientes soldados, listos para el autosacrificio. La única labor que los reclutadores tienen por delante a partir de ese momento es la de lavar el cerebro de sus reclutas para que crean en la significación de la forma y el momento de morir que les sugieren, una labor muy facilitada por el estado de esos soldados, que, mucho antes de unirse a tales grupos, ya se habían convencido de la ausencia de sentido de sus vidas (Bauman, 2017a, p. 49).

Por común que parezca asumir el capitalismo como un lugar o un espacio común, acrítico e incuestionable, por el grado de normalización inconsciente y consciente que se le ha otorgado como ente inmanente a nuestra vidas y nuestra cotidianeidad, al grado de funcionar paradigmáticamente con sus reglas de operación en términos materiales y simbólicos, ajeno incluso a nuestros problemas y males que nos aquejan diariamente, como por ejemplo, la pandemia provocada por el coronavirus, y colateralmente a la economía y el funcionamiento de los mercados a escala internacional, no es posible vislumbrar apocalipsis alguno de la mano de ninguna práctica religiosa, por fundamentalistas que resulten algunas de sus esporádicas prácticas, salidas más de arrebatos individuales que de programas doctrinales dotados de teleología y cosmopolitismo universal. Lo anterior, claro, sin descartar todo ese imaginario producido en Hollywood para posicionar al Islam y sus seguidores en el imaginario occidental como necesaria y absolutamente violentos.

Detrás de la fe hay élites, grupos e individuos muy poderosos económica y, por lo tanto, políticamente, que están dispuestos a producir cuantos apocalipsis sean necesarios para no perder posición en la economía política de los signos y la geopolítica global: “Y aun cuando en Occidente la gente joven se ha hecho adulta en una era de tecnocracia apolítica, tendremos que regresar otra vez a la política para encontrar una nueva Utopía” (Bregman, 2017a, p. 27).

Éste es el sistema y ésta es la crisis que hay que afrontar. Por ello, la utopía no puede quedar sepultada, no es un axioma ni es un sistema, mientras que el individuo se encuentra escindido, ahogado autorreferencialmente, irreconciliable consigo mismo y sumamente asustado por la pandemia capitalista-mediática. Lo anterior no sucede sólo en el Occidente subdesarrollado o en el mundo islámico: es una tendencia de descomposición sistémica y humana global, que atenta inclusive contra la manera en la cual la especie humana nos es conocida hasta el día de hoy.

Por lo que se refiere a los que se hallan en el otro extremo de la escala del bienestar, los estadounidenses, ciudadanos del país más rico y poderoso del planeta, son personas que, por decirlo con las palabras del propio David Brooks (2016),

están acuciadas por problemas complejos e inextricables que no se pueden atribuir a un villano definido: el cambio tecnológico desplaza a los trabajadores, la globalización y el rápido movimiento de personas desestabilizan las comunidades locales, la estructura familiar se disuelve, el orden político en Oriente Próximo y Medio se tambalea, la economía china se estanca, la desigualdad aumenta, el orden global se deshace, etcétera”.

Conclusiones

La humanidad y su futuro en el planeta se encuentran en peligro, más que por la guerra con bombas y misiles, por el deterioro ético y político de la conciencia, las instituciones y la educación, incluyendo los conocimientos y funcionamientos sociales que de aquí emanan y se llevan a la práctica, produciendo infinidad de formas de violencia y atentando contra la diversidad de formas de vida que cohabitan en el planeta con el ser humano.

En el intento por adueñarse del espacio vital y ponerle precio, el ser humano termina por devastarlo, ya sea poniendo en marcha cientos de miles de desplazados desposeídos, ya sea impidiendo así no sólo la posibilidad de que éste pueda volver a ser habitado, sino asegurando su inhabitabilidad permanente mientras el ciclo de producción capitalista enteléquicamente sigue su marcha. Dichas formas de violencia, normalizadas y estetizadas, reales y simbólicas, como si por simbólicas fueran menos reales y su impacto psicológico menor, dejan menos tiempo y espacio para pensar al ser humano contemporáneo, que insiste en buscar retrotópicamente una salida en el presente que le permita solucionar sus problemas.

La mujer y el hombre, el mundo humano como se ha conocido hasta ahora, se tambalea: civilización y progreso, razón y fe, dios y ciencia, ya no alcanzan a generar guerras frías intelectuales en los cerebros humanos. La indiferencia, la indolencia, la insensibilidad, por un lado; los discursos sobre la democracia, los derechos humanos y el cambio climático, por otro lado, confluyen en un magma de sinsentidos desabridos que no acaban por espabilar a la humanidad.

La utopía, la imaginación y la creatividad utópica como epistemología crítica debe recuperarse. Ésta puede significar el oxígeno que se requiere como proyecto ético-político, pero tal vez éste no deba buscarse en el pasado, en lo que ha quedado históricamente demostrado como fracaso. Tal es el caso de la infinidad de ismos que ya Karl Popper (1978) señalaba en algunas de sus obras críticas del historicismo, en particular del pensamiento político de Platón, cuya tradición nos persigue. Afirma Rutger Bregman (2017): “sin la Utopía estamos perdidos”. Nos estamos perdiendo los unos a los otros, y esto debido, en gran parte, a que hemos aprendido —con gran ayuda de nosotros mismos— a desconocernos en lo individual, en el corazón de nuestra interioridad, en la conexión con lo otro, en donde lo otro no necesariamente es ni dios ni naturaleza trascendental. No sabemos estar con nosotros mismos, y esto no significa reconstruir un yo fuerte ni mucho menos trascendental, sino un nosotros que no salte al primer grito de amenaza, o de la moda tecnológica, o de la vanguardia de cualquier otro tipo.

Tal vez lo más utópico y revolucionario debe partir de cada uno de nosotros, disponernos a encontrarnos a nosotros mismos en lo que hay de individual y de común en nosotros y con los otros, sin importar los riesgos que ello implique, que sin duda existen. Ése es el sentido que en todo caso la revisión retrotópica del tiempo presentificado (temporalidad en que pasado y presente confluyen) debe estudiarse, como propedéutico de la fuerza y el potencial utópico en su estallido, conformación y desarrollo. De otra manera, sólo acabará resultando en un anacronismo más fallido, de los muchos que hay en la historia de la humanidad.



Profesor de cátedra, División de Estudios en Humanidades y Educación, Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey (itesm), Campus Ciudad de México / Universidad Nacional Autónoma de México (unam)



Referencias

Bauman, Z. (2017a). Retrotopía. Paidós.

Bauman, Z. (2017b). La última palabra de Bauman: "El futuro es un escenario lleno de pesadillas". El Mundo. https://www.elmundo.es/papel/futuro/2017/04/02/58de41c9e5fdea7d268b4584.html

Bregman, R. (2017). Utopía para realistas. Salamandra.

Brooks, D. (2016, 22 de enero). The anxieties of impotence. The New York Times. https://www.nytimes.com/2016/01/22/opinion/the-anxieties-of-impotence.html?emc=edit_th_20160122&nl=todaysheadlines&nlid=43773237&_r=0

Popper, K. (1978). La lógica de las ciencias sociales. Grijalbo.