El lunes 5 de junio de 1939, los diarios de circulación nacional publicaron a ocho columnas la noticia de la tragedia ocasionada por el incendio de un cine repleto de gente en Zacatepec, Morelos. Las cifras preliminares ascendían a una veintena de muertos y unos cuarenta heridos, así como alrededor de doscientas casas consumidas por el fuego, que constituían más o menos la mitad de las que entonces había en esa población, que albergaba dos mil quinientas almas.1
Los incendios en los cines habían sido frecuentes en el país a principios de siglo, cuando aún no existían las condiciones de seguridad que a partir de 1908 establecieron los primeros reglamentos municipales relativos al espectáculo.2 A partir de esa fecha, se obligó a los exhibidores a garantizar con casetas de proyección hechas con materiales incombustibles, cubetas de agua y otros recursos, que el público no corriera riesgo en caso de que se incendiara la película —algo que ocurría con alguna frecuencia debido a la inestabilidad del nitrato de celulosa sobre el que se montaban los fotogramas de las películas en las cinco primeras décadas de vida del cine.
Pero incluso una vez emitidos esos reglamentos siguieron dándose accidentes en teatros y cines, como el que en 1912 destruyó el Salón Variedades de Chihuahua, el Cine Guerrero en la ciudad de México en 1913, y en una fecha tan tardía como 1931, el Teatro Principal, que era el recinto capitalino de espectáculos de más larga tradición.3 Así que el incendio en Zacatepec fue una más de las tragedias que ocurrieron a pesar de existir los medios reglamentarios destinados a evitarlas.
El corresponsal en Morelos del diario El Nacional escribió una nota sobre el acontecimiento, en la que decía: “La horrenda catástrofe […] parece se debió al incendio de un rollo de película en la caseta de proyección […] Circulan rumores de que al exhibirse la película El potro pinto continuamente rompíase dicho rollo, habiendo provocado ello el disgusto de los espectadores que amenazaban con quemar el cine si no se continuaba con la proyección, y a un sujeto cuyo nombre se ignora, así como si pereció durante el siniestro, se le atribuye el haber arrojado una colilla de cigarro en el interior de la caseta […] provocando el incendio”.4
El potro pinto (The painted stallion, 1937) era un serial de aventuras del oeste producido por la Republic, dirigido por Willian Whitney, Alan James y Ray Taylor, e interpretado en los primeros papeles por los actores Ray Corrigan y Hoot Gibson, muy conocidos por los aficionados a las películas de la Serie B (o de bajo presupuesto). El serial duraba unas tres horas y estaba integrado por doce capítulos. Trataba sobre una expedición, encabezada por el personaje de Corrigan, encargada de negociar un tratado con un gobernador mexicano (la acción ocurre en 1823, cuando México ya es independiente de España).
Para esto, viajan por tren desde Independence, Missouri, hasta Santa Fe, California, y en ese largo trayecto sortean peligrosos escenarios naturales, resisten los ataques de los indios y sobre todo pelean constantemente contra las fuerzas de un villano que, al ver afectados sus intereses, intenta por todos los medios impedir la firma del tratado. El héroe y sus acompañantes en el tren sufren por eso ataques, explosiones, incendios, choques, avalanchas y otras desgracias, que logran evitar en buena medida gracias a la ayuda que les presta una hermosa india comanche, quien aparece misteriosamente en los momentos de mayor peligro, cabalgando sobre un potro pinto.
Uno de los atractivos del serial derivaba de que fue filmado en locaciones de una región del sur de Estados Unidos, con escenarios adecuados para un western de este tipo; otro, muy destacado, de que tuviera esa joven heroína, que por momentos parecía una aparición fantasmal, aunque a fin de cuentas se revelara como una mujer de carne y hueso. El personaje fue interpretado por la rubia de 23 años Julia Thayer, quien según el especialista Tony Thomas, “tenía tanto aspecto de india como Marylin Monroe”, aunque agrega que no hay que tomar muy en cuenta esta absurda personificación, pues “los serials no tenían nada que ver con el buen sentido: eran simples cuentos de hadas”.5
La obra pertenecía a una muy popular corriente de películas en episodios, lanzada por varias productoras europeas y norteamericanas desde mediados de los años diez, y que incluyó, ya en la época sonora, westerns como Ahí vienen los indios (The indians are coming, Universal, 1930), El Zorro cabalga de nuevo (Zorro rides again, Republic, 1937), El llanero solitario (The lone ranger, Republic, 1938), Flecha negra (Black arrow, Columbia, 1944), El hijo del Zorro (Son of Zorro, Republic, 1949) y El hijo de Jerónimo, vengador de los apaches (Son of Geronimo: apache avenger, Columbia, 1952), y películas de policías y ladrones, detectives o crímenes, como El detective Lloyd (Detective Lloyd, Universal, 1932), Dick Tracy (Republic, 1937), Radio patrulla (Radio patrol, Universal, 1937) y El arquero verde (The green archer, Columbia, 1940).
También incluyó cintas ubicadas en la selva, como Tarzán el Tigre (Tarzan the Tiger, Universal, 1929), La amenaza de la selva (Jungle menace, Columbia, 1937) y La reina de la selva (Jungle queen,Universal, 1945), así como cintas de ciencia ficción o superhéroes, entre las que destacaron Flash Gordon (Universal, 1936), La red de la Araña (The Spider’s web,Columbia, 1938), Buck Rogers (Universal, 1939), Mandrake el mago (Mandrake the magician, Columbia, 1939), Aventuras del capitán Maravilla (Adventures of captain Marvel, Republic, 1941), Batman (Columbia, 1943), El monstruo púrpura ataca (The purple monster strikes, Republic, 1945), Superman (Columbia, 1948) y La isla misteriosa (Misterious island, Columbia, 1951).
Inspirados por otros productos de la cultura popular, como los cómics y las novelas dirigidas a niños y adolescentes, los serials desaparecieron a mediados de los años cincuenta, al difundirse masivamente la industria de la televisión, en la que de inmediato se aclimataron los géneros de la Serie B.6
Los espectadores del Cine Obrero de Zacatepec veían entonces El potro pinto cuando ocurrió el incendio. Entrevistado en el hospital de la Cruz Verde de la ciudad de México, adonde fue trasladado para ser atendido, el obrero Ricardo Martínez, quien laboraba en el ingenio, contó a un reportero su versión de los acontecimientos: “el sábado en la noche muchos trabajadores fuimos al cine. Me acompañaba mi esposa Anita. Aquí la tiene usted —señala a la cama donde una joven morena se debate en el dolor que le producen horribles quemaduras—. Estábamos muy contentos viendo una película que se llama El potro pinto. Es de aventuras y nos gustan. Serían como las once de la noche cuando de repente empezaron a salir grandes llamaradas de la caseta y los gritos de dolor y espanto fueron muchos. Yo procuré sacar a Anita, pero la aglomeración y el pánico eran tales, que no fue posible […] Ha sido algo horrible. Nos hemos quedado sin casa y sin familia”.7
Otra recreación de una testigo presencial, ofrecida muchos años después del percance, es la de la señora Ángela Lagunas Benítez: “yo tenía siete años. Solía ir a vender ahí con mi primo hermano Ricardo Popoca Lagunas. Yo vendía chicles y él refrescos. Ese día, cuando yo estaba adentro del cine gritando: “¡chicles!, chicles!”, recuerdo haber volteado a la pantalla y haber visto un caballo blanco que se paraba relinchando. Era bonito […] Yo pienso que mi señor Jesucristo me avisó […] que algo iba a suceder [porque] cuando vi al caballo, me comenzó a doler muy fuerte la cabeza”.
Angelita buscó entonces en la oscuridad a su primo, le informó que se sentía mal y que se iba a dormir a la casa. Salió del cine, mientras Ricardo se quedaba en el interior del recinto, también encargado de vender chicles. Al llegar a su casa la niña se durmió, pero al poco tiempo fue despertada por los gritos de su padre, quien habiéndose enterado del incendio, preguntaba muy alarmado por los niños. Angelita se levantó y burlando la vigilancia paterna, corrió a buscar a su primo. Lo encontró en la calle, donde el niño había podido escapar sin daños graves, brincando por una ventana del local. Angelita se alegró por su buena suerte, aunque enfrentaba un horrible espectáculo: “Casi todo el cine estaba quemado, era algo tremendo. Alcancé a ver montones de muertos, hasta había mujeres embarazadas calcinadas. La manteca de los cuerpos escurría por las calles. Muchas personas perdieron a sus seres queridos y […] sus casas […] A pesar de que fue hace mucho tiempo, aún lloro de pensar en tanta gente que murió en ese cine”.8
La señora María Mejía Franco, otra vecina, también había presenciado de niña el incendio, aunque afirmó que no le gustaba contar lo ocurrido, pues “es muy triste recordar ese suceso”; sin embargo, su testimonio permite saber los nombres de los dueños del Cine Obrero, los exhibidores Jesús y Manuel Sosa,9 a quienes las autoridades encarcelaron al día siguiente del siniestro, mientras se deslindaban responsabilidades.10
Las averiguaciones determinaron que era correcta la información proporcionada como un rumor por el reportero que había publicado la primera nota sobre el incendio en El Nacional, es decir, que la causa de la catástrofe había sido la impaciencia por parte de los asistentes al ver que la función no se desarrollaba con fluidez, por lo que alguien “criminalmente encendió un cerillo arrojándolo a distancia y yendo a comunicarse con sustancias inflamables que provocaron enseguida la conflagración”.11 Facilitó la difusión del fuego el que la caseta fuera un pequeño cubículo de tablas que al arder lo transmitió a la techumbre de vigas enchapopotadas, para de ahí pasar a las casas vecinas, hechas de madera, hoja de palma y zacate.
En realidad, tanto el local del cine como las modestas casas que lo circundaban eran espacios provisionales para uso de los trabajadores del ingenio Emiliano Zapata. Creado en 1936 como uno de los proyectos sociales del gobierno del presidente Lázaro Cárdenas, el ingenio comenzó a operar en marzo de 1938 con el doble propósito de incrementar el cultivo de caña de azúcar en la región y ensayar un tipo de producción industrial gestionada directamente por los trabajadores; pero en su seno también se constituyó —tal como afirma Aura Hernández— “el crisol en el que se fundirían diversas formas de pensamiento que combinaban el agrarismo, el magonismo, el comunismo, el cooperativismo, el sindicalismo”.12
Para materializar otro elemento de esta utopía obrera, se había iniciado la construcción de una ciudad que tendría “un nuevo tipo de casas para trabajadores, con todas las comodidades que exige la dignidad humana y dotadas con las seguridades del caso […] Lo mismo puede decirse de otra clase de edificaciones u centros deportivos, con piscinas, campos de juego, clubes, bibliotecas, etc.”13 A mediados de 1939 aún no concluía la fundación de esa “gran ciudad que al correr del tiempo será orgullo indiscutible del renovado esfuerzo de los trabajadores”,14 por lo que seguían en su sitio las tradicionales casas de adobe, palos y palma, y se había permitido la instalación del cine, que brindaba a las familias la posibilidad de tener algunas horas semanales de esparcimiento.
Parte de la prensa metropolitana, inconforme con las políticas cardenistas de corte social, enderezó sus ataques contra la cooperativa encargada del ingenio, haciéndola responsable de lo ocurrido. El Nacional, órgano periodístico del partido en el poder, publicó entonces un texto orientado principalmente a polemizar con esa prensa, pero también a defender a los trabajadores deslindándolos de la tragedia y confiando plenamente en que: “por lo que al ingenio se refiere, se labora intensamente tanto por obtener de la industria los resultados económicos que le son […] característicos, como porque los trabajadores tengan el orgullo de presentar a la faz de la Nación una comprobación tácita de que el obrero está capacitado para levantar no sólo su estandard [sic] de vida, sino para intervenir con acierto […] en la economía general de aquellas factorías que son el nervio vital de un país”.15
El experimento de autogestión funcionó apenas unos cuantos meses, pues cuando Cárdenas dejó la presidencia, su sucesor, Manuel Ávila Camacho, electo en 1940, reorientó la política agraria y “decidió que la cooperativa de Zacatepec sería una empresa paraestatal”.16 Por otra parte, poco a poco creció en los alrededores, más o menos como se había previsto, un centro urbano funcional y adecuado para la vida contemporánea.
En cuanto a la tragedia ocurrida en el cine, pronto fue remplazada en los titulares de los diarios por notas de parecido sensacionalismo que daban cuenta de desastres naturales, accidentes o actos de barbarie ocurridos en México o el extranjero (recuérdese que estaban gestándose los acontecimientos que darían inicio a la segunda guerra mundial). Pero en la región de Zacatepec, el suceso produjo tal impresión que en los años que siguieron este se fue decantando hasta adquirir carácter legendario. De acuerdo con una recopilación reciente de tradiciones orales morelenses, los acontecimientos se recuerdan así:
“Este relato comienza con el estreno del Cine Obrero. Se presentaba en la función la película El potro salvaje. Todos los lugares estaban ocupados; había niños y señores vendiendo botanas y refrescos a los espectadores.
”La película había comenzado; el público estaba fascinado por la proyección. Poco antes de llegar a la mitad, ésta empezó a trabarse y la sala comenzó a oler a quemado. De repente, de la pantalla salió un hombre montado en un caballo. Se dice que venía vestido de charro, con espuelas de oro que resaltaban por lo negro de su traje. Su caballo color azabache era un ejemplar imponente; cualquiera hubiera pagado una fortuna con tal de tenerlo.
”Este hombre tan extraño comenzó a decir unas palabras que nadie comprendió, debido a que nadie había escuchado algo similar. Cuando terminó de hablar, la sala empezó a arder en llamas, y como las instalaciones estaban hechas de madera, en cuestión de segundos el fuego se esparció por todo el lugar.
”Algunas personas rogaban por salir de la sala, pero la presencia del Charro Negro paralizó a parte de la concurrencia, obstruyendo el paso. La mayor parte de la gente murió calcinada, observando cómo el charro desaparecía del lugar montado en su caballo.
”Después de lo ocurrido, el lugar en que había estado el Cine Obrero pasó a ser un terreno baldío. Nadie quiso volver a construir por temor a que volviera a pasar un suceso similar al anterior”.17
Como ocurre con frecuencia en la tradición oral, seguramente existen otras narraciones distintas que recrean este acontecimiento. Pero es interesante que en la aquí citada se dieran transformaciones de la información original, probablemente surgidas por la dolorosa huella dejada por la tragedia. Una de esas transformaciones es que la leyenda acentuara el carácter amenazante del potro pinto del título de la cinta, volviéndolo un potro salvaje; otra, que se inventara que un charro montado a caballo saltó de la pantalla, como si uno de los villanos hubiera escapado del control de la heroína o, más aún, como si la comanche misma hubiera trocado su imagen positiva —ataviada con un penacho y el resto de la ropa típica de los indios de western, y montada sobre un potro blanco con cabeza negra—,18 por la negativa personalidad de un hombre con vestimenta negra y sobre un caballo azabache.
Para esta traslación se importó de otro campo la figura estereotípica del Charro Negro, presente en productos culturales populares estrictamente contemporáneos, como el cómic de ese nombre que editaba con gran éxito a finales de los años treinta el dibujante Adolfo Mariño Ruiz, o como la película titulada del mismo modo dirigida y actuada por Raúl de Anda en 1940.19 Pero si en estos dos casos el Charro Negro realizaba acciones heroicas (era un justiciero de la sociedad civil, al estilo del Zorro), en el caso de la leyenda del incendio del Cine Obrero de Zacatepec el personaje se ocupaba solo de causar perjuicios pues, como otras representaciones de la tradición occidental investidas de atributos negros, personificaba a las fuerzas del mal.
1 “22 muertos y 37 heridos en un voraz incendio ocurrido en Zacatepec, Mor.”, El Nacional, 5 de junio de 1939, p. 1.
2 El Reglamento de Cinematógrafos para la ciudad de México —en el que se basaron otros en el país— atendía asuntos de seguridad e higiene, y entró en funciones en junio de 1908. El documento se encuentra en el Archivo Histórico de la Ciudad de México, Consejo Superior de Gobierno, Reglamentos, vol. 644, exp. 26.
3 Sobre los incendios en salones de espectáculos, véase Aurelio de los Reyes, Vivir de sueños, vol. 1, en Cine y sociedad en México, UNAM, México DF, 1983, pp. 78-80.
4 22 muertos...”, op. cit., p. 1.
5 Tony Thomas, The west that never was. Hollywood’s vision of the cowboys and gunfighters, Citadel Press, Nueva York, 1989, pp. 59-60.
6 ambién hubo serials mexicanos, entre los que destacan los de luchadores; sobre ellos véase Raúl Criollo, José Xavier Návar y Rafael Aviña, ¡Quiero ver sangre! Historia ilustrada del cine de luchadores, UNAM, México DF, 2011.
7 “22 muertos...”, op. cit., p. 6.
8 Testimonio de la señora Ángela Lagunas Benítez, en Angélica Tornero Salinas (coord.), Murmullos de Morelos. Textos de tradición oral, UAEM, Cuernavaca, 2011, pp. 171-175. Este libro fue resultado de un ejercicio de investigación y creación hecho por estudiantes de la Facultad de Humanidades de la UAEM en los municipios de Tetecala, Zacatepec y Cuautla.
9 Testimonio de la señora María Mejía Franco, ibid., p. 176.
10 “22 muertos...”, op. cit., p. 6.
11 “El siniestro en Zacatepec”, El Nacional, 6 de junio de 1939, 2ª sección, p. 3.
12 Véase Aura Hernández Hernández, “El ingenio Emiliano Zapata de Zacatepec, el crisol jaramillista”, en Horacio Crespo (dir.), Historia de Morelos. Tierra, gente y tiempos del sur, t. 8, UAEM/ICM/CIDHEM y otras, Cuernavaca, 2012, p. 404, edición digital.
13 “La catástrofe de Zacatepec”, El Nacional, 6 de junio de 1939, p. 3.
14 “Ciudad obrera en Zacatepec”, El Nacional, 7 de junio de 1939, p. 3.
15 Ibidem. Acompañaban la nota fotografías que mostraban las modernas obras urbanas en proceso de edificación.
16 Aura Hernández Hernández, “El ingenio...”, op. cit., p. 411.
17 Cine obrero”, en Angélica Tornero (coord.), Murmullos..., op. cit., pp. 75-85.
18 Thomas reproduce una fotografía publicitaria en la que aparecen Corrigan, Thayer y el potro en Tony Thomas, The west..., op. cit., p. 58.
19 Véase Eduardo de la Vega Alfaro, Raúl de Anda, UdG, Guadalajara, 1989, p. 45.