Literaturas e identidades

Angélica Tornero

Profesora e investigadora, Facultad de Humanidades, UAEM

La relación entre literatura e identidad no se resuelve de forma expedita. Si súbitamente nos preguntáramos por esta relación, quizá concluiríamos que la identidad está dada en los textos literarios por la atribución de cualidades individuales o comunes a los personajes, lo cual, dicho así, parece simple. También podríamos pensar que la identidad en la literatura se relaciona con aquellas obras que hablan de los rasgos comunes que constituyen una identidad nacional. No obstante, no solo la conexión entre estas categorías, sino las categorías en sí mismas, literatura e identidad, han sido debatidas de manera abundante en los últimos sesenta años.1 En los siguientes párrafos expondremos algunas ideas en torno a estos términos y su relación, y plantearemos un esbozo sobre la manera en que podemos hoy pensar conjuntamente estas dos nociones.2

La palabra literatura proviene del latín littĕrātūra, que significa escritura, alfabeto, gramática y, en otro sentido, erudición.3 Aun cuando este término no ha sido estudiado de manera exhaustiva en las diferentes lenguas y latitudes, las indagaciones de algunos estudiosos muestran que su sentido ha variado, así como su valoración. Incluso, indica Tzvetan Todorov, hay lenguas (por ejemplo, algunas africanas) en las que no se cuenta con un concepto genérico para hablar de literatura como un todo,4 como ha ocurrido en ciertos periodos en Occidente. En el contexto europeo, la palabra literatura se empezó a utilizar hacia el siglo XVIII para hablar de escritos imaginativos, entre los que se incluyen cuentos, novelas, poemas y obras dramáticas. En la Grecia antigua, para hablar de los escritos elocuentes se utilizó el concepto de poíesis, con el cual se hacía referencia, en general, al trabajo de creación.5 La palabra "literatura" se relacionaba más bien con el acto de leer, de ser lector o erudito. De acuerdo con Trevor Ross, el cambio en el uso de la palabra poíesis a la palabra “literatura” para referirnos a las obras de imaginación surgió en un contexto cultural en el que ocurrieron, por lo menos, dos transformaciones en las sociedades occidentales: la enseñanza de la lectura, en distintos niveles sociales, precisamente en la época de la Ilustración, y la comercialización de los libros.6

Otra importante definición de literatura es aquella que se basa en el concepto de belleza. A diferencia de la perspectiva clásica que considera que la literatura es bella y útil, hacia finales del siglo XVIII la idea de belleza se centrará en la creencia de que dicha belleza se debe a la naturaleza verbal del arte. El arte deja, entonces, de considerarse útil y se define por ser placentero.7

También se ha entendido por literatura las “grandes obras”, obras que son “notables” por su forma o expresión literaria. En este caso, el criterio es estético. También se han utilizado criterios como la “fama” o la “altura intelectual” para hablar de literatura, así como consideraciones sobre el estilo, la composición, e incluso, en algunas épocas, “la fuerza de representación”.8 El término “literatura” se utiliza, en otras ocasiones, como concepto genérico para referirse a las obras escritas en un determinado país: literatura nacional.

En distintos momentos, la literatura ha sido considerada como arte imaginativo o como artificio verbal,9 o de ambas maneras.10 En el siglo XX, un grupo de estudiosos del cine y la literatura, denominados “formalistas rusos”, definieron el término distinguiendo el uso particular que se hace del lenguaje en las obras literarias del uso que se hace de este en la ciencia y en la vida cotidiana. A diferencia del uso científico del lenguaje, el literario es connotativo, lo cual significa que emplea figuras retóricas y asociaciones; este tipo de lenguaje es “opaco”. El científico, por su parte, es “transparente”, denotativo, y nos guía directamente a lo que se refiere. El lenguaje en el uso cotidiano puede echar mano de figuras retóricas y giros, pero no crea un sistema ni es autotélico, como el literario, que se justifica en sí mismo.11 Esta perspectiva es sostenida también por la crítica estructuralista y por algunas aproximaciones a la semiótica literaria.

Los enfoques deconstruccionistas y neorretóricos consideran a la literatura como escritura caracterizada por rasgos verbales que oponen resistencia a la asimilación de significados convencionales y del pensamiento sistemático. Roland Barthes había hablado de la literatura como práctica: “Entiendo por literatura […] la grafía compleja de las marcas de una práctica, la práctica de escribir”.12 Unos años después, Foucault se adhería a esta idea barthesiana a partir de sus propias reflexiones sobre el lenguaje. Para el autor de El pensamiento del afuera, “la literatura es una especie de lenguaje que oscila sobre sí mismo, una especie de vibración sin moverse del sitio”.13 De acuerdo con Foucault, “cada palabra real es en cierto modo una transgresión, que se efectúa en relación con la esencia pura, blanca, vacía, sagrada de la literatura, que en modo alguno hace de toda obra la realización plena de la literatura, sino su ruptura, su caída y expoliación”.14 Evidentemente, lo que el pensador francés descalifica es la posibilidad de que se hable de una literatura de manera sustancialista; dicho de otro modo, para Foucault, a partir del siglo XIX, la literatura toma conciencia de sí como una transgresión de esa esencia pura e inaccesible que sería la literatura. Así, la literaturaes la negación de la literatura: en el momento en que se escriben, “las palabras nos conducen a una perpetua ausencia, que será la literatura”.15

Algunos autores se han alejado de las perspectivas estructuralistas y posestructuralistas para afirmar que no puede seguirse sosteniendo la diferencia entre el lenguaje literario y el común, ya que en este hay también lenguaje figurativo, por lo que es preciso introducir en la reflexión sobre la literatura la dimensión pragmática y los enfoques hermenéuticos y de la estética de la recepción.

Además de las aproximaciones a la comprensión de la literatura ya descritas, la crítica cercana al marxismo ha considerado que la definición y el valor de la literatura están determinados primordialmente de acuerdo con los intereses cambiantes de las instituciones en relación con la disciplina; estos intereses tienen que ver con la recepción, la preservación y la reproducción de la literatura.16

Mucho más complicado resulta hablar del concepto de identidad, no solo por su amplia historia, sino porque además ha sido abordado desde distintas perspectivas, por ejemplo, matemática, filosófica, antropológica, sociológica y literaria. Nos limitaremos aquí a revisar este concepto de manera sucinta, desde dos perspectivas en relación con la literatura: la identidad nacional y la identidad personal.

La idea de “identidad”, escribe Zygmunt Bauman, “nació para salvar el abismo existente entre el ‘debería’ y el ‘es’, para elevar la realidad a los modelos establecidos que la idea establecía [sic], para rehacer la realidad a imagen y semejanza de la idea”.17 Uno de los exponentes destacados de esta aproximación, en el ámbito filosófico, fue Hegel, quien planteó que el fundamento de la filosofía es la identidad entre el objeto y el sujeto. Para los críticos de la filosofía de la identidad, en la aproximación hegeliana se evidencia la prioridad del sujeto que elimina los elementos de realidad en los que la conciencia no se reconoce a sí misma. Esta aproximación hegeliana está en concordancia con el conocimiento científico, que posee una tendencia a ocultar lo singular e individual bajo la universalidad abstracta del concepto identificador. Este enfoque filosófico formó parte del contexto en el que surgieron los Estados nacionales, y con ellos precisamente la idea de la identidad nacional.

La identidad no fue problema cuando los poblados estaban alejados unos de otros. Las personas nacían y morían en el territorio al que pertenecían y las costumbres se reproducían en territorio “familiar”. La identidad como problema comenzó, dice Bauman, cuando mermó “el poder del control de las vecindades, además de la revolución de los transportes”.18 Entonces, la identidad se convirtió en deber; en una tarea que debía realizarse. El esfuerzo de los Estados fue constante y aplicado para lograr conjuntar personas con diferencias culturalesen territorios unificados por la idea de territorio nacional. La creación de los Estados nacionales separó y dividió a hombres y mujeres de manera artificial; se orientó “al trazado, refuerzo y vigilancia del límite entre el ‘nosotros’ y el ‘ellos’”.19

La reflexión sobre la literatura formó parte importante de la constitución de los Estados nacionales. Algunos autores pretendieron distinguir rasgos y características de la literatura en sus países, guiados por el sentimiento nacionalista y, en ocasiones, por teorías raciales.20 El problema al pensar en las literaturas nacionales se complica aún más cuando se dice que las literaturas en una misma lengua son nacionales, es decir, se distinguen por el lugar de nacimiento del autor. Las historias de las literaturas nacionales se escriben considerando categorías geográficas o lingüísticas, lo cual, de acuerdo con Wellek y Warren, es insuficiente para constituir una propuesta sólida, porque los límites territoriales trazados como tarea del Estado, como dice Bauman, no crean identidad. Con la crisis actual de los Estados nacionales modernos, la idea de una literatura nacional se ha complicado aún más. Las interrelaciones en el mundo globalizado, los préstamos e interferencias, desestabilizan la idea misma de literatura nacional.

Para hablar de la identidad personal recurriremos a los planteamientos de Paul Ricoeur. Este autor considera la identidad como una categoría de la práctica. Decir identidad de un individuo o de una comunidad es responder a la pregunta: ¿quién ha hecho esta acción?, ¿quién es el agente? Al tratar de contestar, acudimos al nombre propio, pero esto es insuficiente en sí mismo. La narración de la historia de una vida soporta el nombre propio. Es decir, para Ricoeur, la respuesta por la identidad es narrativa: “La historia narrada dice el quién de la acción. Por lo tanto, la propia identidad del quién no es más que una identidad narrativa”.21

La narración ayuda a salvar la antinomia de la identidad: o se presenta un sujeto idéntico a sí mismo en la diversidad de sus estados o se afirma que este sujeto no es más que una ilusión sustancialista. La identidad narrativa resuelve esta antinomia y permite aproximarnos a la identidad mediante la refiguración del tiempo. Esto quiere decir que somos capaces de reconocer al que habla —nosotros mismos u otro— a pesar de los cambios, del azar, de la contingencia, no porque conservamos un nombre, sino porque cuando hablamos de nosotros o alguien nos habla de sí mismo, narramos la historia de nuestra vida o parte de ella, realizando una síntesis de lo heterogéneo en el marco de un “pensamiento” o tema. Los relatos propios y ajenos nos permiten conocernos y recrear nuestro ser “temporalmente”. El relato apunta hacia la comprensión del sujeto no como realidad aislada, sino vinculada con el mundo.

La identidad narrativa surge de la estructura temporal dinámica del texto mediante el acto de lectura; da coherencia al cambio porque se relata una historia. Ricoeur distingue dos tipos de identidades: idem e ipse. La identidad idem (el mismo) se relaciona con el sustancialismo y el fenomenismo, lo cual quiere decir que se presenta como sustancia inmutable o como pura subjetividad. La identidad ipse (sí mismo) se refiere a lo propio, lo cual quiere decir que la identidad no es única ni para siempre, sino que se resuelve a través de diferentes situaciones propias del sujeto actuante, del agente de la acción, que se reconoce al narrar las acciones que realiza. Así, la ipseidad incluye el cambio en la cohesión de una vida. La identidad narrativa es el resultado de la integración de lo heterogéneo en la historia narrada.

Los relatos literarios no solamente toleran, en palabras de Ricoeur, sino que engendran las “variaciones imaginativas”, con lo que ponen en tensión los polos de las identidades idem e ipse, llevándolos, en ocasiones, hasta las últimas consecuencias: por una parte, confundir identidad idem con ipse, y por otro lado, la puesta al desnudo de la ipseidad por la pérdida de la mismidad, lo cual sucede en aquellos casos en los que ya no es posible igualar al personaje con su carácter, como quería Aristóteles. En los mitos, leyendas, cuentos maravillosos, los personajes mantienen su carácter a pesar de las peripecias. Este carácter permanece porque está en el marco de una historia que va más allá del propio personaje. En cierta narrativa del siglo XX, lo que se desea plantear es la Ichlosigkeit, la pérdida de la identidad.

Con estas reflexiones, Ricoeur plantea una interesante relación entre la literatura y la identidad. Los textos literarios ofrecen un “laboratorio de identidad” que permite a los lectores advertir las posibilidades de ser. Es decir, la literatura no se reduce a signos, código y sistema, sino que permite a los lectores comprender las diversas maneras en que se constituyen las identidades de manera narrativa y la suya propia. Incluso en textos en los que la identidad se pierde, que son comunes hoy, los lectores enfrentan una experiencia, la de la época que vivimos.

Notas

1 Esto no implica que no haya habido discusiones al respecto en siglos anteriores. Señalamos únicamente el periodo en el cual se enmarca de manera específica esta reflexión

2 Este trabajo forma parte de una investigación en curso de la relación entre la literatura y la identidad.

3 Julio Pimentel Álvarez, Diccionario latín-español, español-latín, Porrúa, México DF, 2002, p. 442.

4 Tzvetan Todorov, “The notion of literature”, New Literary History, vol. 5, 1973, p. 5.

5 De acuerdo con Emilio Lledó, el concepto poíesis significó, en la Grecia antigua, “hacer”, “actividad que se concreta en algo material”. Para Hesíodo, poíesis se refirió a “traer a la existencia, crear”, y para Homero, “causar” o “hacer qué”. Este término fue empleado para hablar de la creación artística. Véase Emilio Lledó, El concepto poíesis en la filosofía griega, CSIC, Madrid, 1961, pp. 15-16.

6 Trevor Ross, “Literature”, en Encyclopedia of Contemporary Literature Theory, Irene Rima Makaryk (ed.), University of Toronto Press, Toronto, 1995, p. 582.

7 Tzvetan Todorov, “The notion...”, op. cit, p. 9.

8 René Wellek y Austin Warren, Teoría literaria, Gredos, Madrid, 1985, p. 25.

9 Vladimir Shklovski, “El arte como artificio”, en Teoría literaria de los formalistas rusos, Siglo XXI, México DF, 1970, p. 55.

10 Trevor Ross, “Literature”, op. cit., p. 582.

11 René Wellek y Austin Warren, Teoría literaria, op. cit., pp. 27-34.

12 Roland Barthes dictó la lección inaugural de la cátedra de semiología literaria del Collège de France en 1977. Véase Roland Barthes, El placer del texto y lección inaugural, Siglo XXI, México DF, 1982, pp. 122-123.

13 Michael Foucault, De lenguaje y literatura, Paidós, Barcelona, 2004, p. 66.

14 Idem

15 Ibid., p. 67.

16 Trevor Ross, “Literature”, op. cit., p. 582.

17 Zygmunt Bauman, Identidad, Losada, Buenos Aires, 2005, p. 49.

18 Ibid., p. 46

19 Idem

20 René Wellek y Austin Warren, Teoría literaria, op. cit., p. 64.

21 Paul Ricoeur, Tiempo y narración, III, Siglo XXI, México DF, 2002, p. 997.