La Asociación Internacional para el Estudio del Dolor la define
como una “entidad nosológica distintiva caracterizada por el
incesante ardor oral o dolor similar en ausencia de cambios
detectables en las mucosas” y como un “ardor doloroso
en la lengua o en otras membranas mucosas orales”, mientras
que según el Subcomité de Clasificación de Cefaleas de la
International Headache Society se trata de una “sensación
de ardor intrabucal sin aparentes causas de origen médico
u odontológico”, con el nombre de “síndrome de la boca
quemante”. El dolor puede limitarse a la lengua o asociarse a
otros síntomas, como sequedad subjetiva de la boca parestesias
y alteraciones del gusto.
Atravesamos carreteras bajo un cielo rojo, atrás los pastizales, tengo seco el
mundo, la garganta pulverizada y un punto negro al fondo de la línea
que divide en dos el horizonte. El caserío en medio de la tierra blanca
me provoca sequedad. Perdí la noción del gusto, hay alrededor una
saliva espesa y continuamente la lengua arde. ¿Dónde está el cielo, los
quemantes hielos de la Cordillera? Miles de voces vinieron. En algún
lugar, alguien está furiosamente viajando hacia ti. (John Ashbery) Desde la
Costa Este se pulsa una intención de nombrar las cosas por vez primera.
Una curva en el Cajón del Maipo, cielos blancos y montañas blancas. Hay
una patria inesperada.
Las sombras son múltiples bajo el amanecer
de los rascacielos. Una figura borrosa,
una carretera alejada en medio de la bruma.
La mujer habla sola en un soliloquio de muertos.
Cielos rompidos, amurallados como una ciudad
sin nombre. Ella fue una niña, los ríos son
lo que no se menciona aquí. Una carretera
en las Rocallosas, la música aleteando en
el estéreo y cuatro caballos grises que pastan
sin prisa. Eran múltiples las voces. Mi cigarrillo
encendido es la única huella que puedo seguir.
Es eso. Una sensación de ardor en la boca. Pero es curioso, parece real.
No hay intención de mentir porque la nube parece real, es real el nombre,
la brisa en los acantilados. Es eso. Queman las palabras y tú te tiras en la
      grava,
despacio, desnuda. Allí la carretera. La vimos tantas veces que los muertos
nos esperan con cada vuelta. A veces también me quema el rostro
pero podría ser una alucinación; poco a poco estamos listos para el
      desequilibrio,
ya lo sabes. El enfoque que deseemos darle será distinto a nuestra
perplejidad. Somos gente corriente que viaja en un auto. Es eso. Y mi saliva
espesa, como una piedra molida. Algo nos protege a no lanzarnos sin
      protección.
¿Leíste el cuento de Shepard sobre el domador de caballos? También uno
      de los
personajes tenía un ligero ardor. O eso recuerdo, ya no sé sí estoy
       mintiendo.
Tuvimos un cambio del tiempo y las frases intermitentes surgieron
      derruidas
en ese tiempo sin tiempo que es una carretera casi vacía y cubierta de
      montañas.
No sé de dónde viene esta figura casi
como una sombra, casi
es una nube en mi sueño. La ventana abierta
por la noche, una playa
que no corresponde a esta escena y Chet
tocando Every Time We Say
Goodbye muy lento, una melodía
que puedes identificar. No hay nubes. Soñé
contigo y el ardor de mi lengua. Tengo escenas difusas:
caminamos por una calle arbolada que podría
ser Madrás o Lisboa o tu ciudad; soñé que
teníamos diálogos sueltos con ruido de fondo, luego
una carretera, una habitación iluminada
de manera tenue, un cielo rojo
—como la película de Antonioni o la canción
de José Alfredo—, una vasta llanura
y tu rostro en primer plano, palabras
ahogadas, una cocina, un jardín
con una bugambilia y no recuerdo
qué más. Quisiera hacerlo. Escenas difusas
que la memoria intenta reconstruir
inútilmente. Soñé contigo. Hay una repetición
en la forma de modular los sonidos. Quizá
en el sueño, ahora lo recuerdo,
aparecía tu risa, la carretera oaxaqueña de fondo,
un auto a gran velocidad y a lo lejos
unas montañas áridas que no alcanzábamos. Eso es,
el lenguaje debe ser esas montañas. Chet Baker
se repite una y otra vez en ese cielo rojo. Toda
repetición es como el sonido
de los pelícanos lanzándose al agua. Soñé contigo,
tengo escenas difusas y una sensación imperceptible
de estar perdido al fondo del paisaje.
Teníamos igual fijeza, amor mío,
en el momento de nuestra pasión más alta:
                   el pez dorado
       en el río inmóvil, la quietud
que avanza, el estado de gracia
en la caída del suicida, cállate
       porque no había palabras.
(José Watanabe)
♦León Plascencia Ñol. Originario de Jalisco, México. Poeta, narrador, editor y artista visual. Hizo estudios de teatro y cine en la Universidad de Guadalajara (udeg). Ha sido becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (fonca), en dos periodos y es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte de México (snca). Entre sus premios se encuentran el Álvaro Mutis (México-Colombia, 1996), el Nacional de Literatura Gilberto Owen (2005) y el Nacional de Cuento Agustín Yáñez (2008). Algunos de sus libros son Enjambres (fce, 1998); El árbol, la orilla (Écrits des Forges, 2003); Apuntes de un anatomista de ciudades (2006); Zoom (Aldvs, 2006; Ángeles de Hierro, 2010; ivec, 2013); Satori (conaculta, 2009; Era, 2012); Seúl es una esquina blanca (El Equilibrista, 2009); Tratado sobre la infidelidad (conaculta, 2010); Revólver rojo (Bonobos, 2011), y El lenguaje privado (Filodecaballos, 2014).