Actualidad de la antigua Grecia

Juan Cristóbal Cruz Revueltas *

Tras décadas de posmodernismo y relativismo cultural, se ha vuelto un lugar común considerar injustificado el uso de la vieja y “gastada” denominación de “milagro griego”. Al mismo tiempo, los estudios clásicos y la enseñanza de la antigua lengua griega desaparecen progresivamente de los programas educativos en todo Occidente. ¿Es justificada esta creciente marginación? A favor de una respuesta afirmativa no solo se alega el argumento antietnocéntrico de acuerdo con el cual no hay un solo milagro, sino “muchos milagros” (los de las otras civilizaciones). También se suele evocar el “realismo político” —o, si se prefiere, el cinismo imperialista— que llevó a la destrucción de Melos por los atenienses; o la violencia del diálogo, atribuido a Platón, llamado Menexeno, en el que se conceptualiza, con todas sus letras, la exclusión de los “bárbaros”, sin olvidar, por supuesto, la enorme violencia institucional de la esclavitud o la exclusión de las mujeres de la esfera pública.

Es claro que todo ello nos impide hoy en día una mirada ingenua y, menos aún, la simple idolatría. Y, sin embargo, a pesar de todo ese expediente acusatorio, por la diversidad de sus aportaciones, por la creación de instituciones inéditas, por la gran cantidad de personalidades que produjo y que nos siguen fascinando en nuestros días, para algunos de quienes nos dedicamos a las “viejas humanidades” nos es difícil evitar seguir asociando la expresión “milagro” a la antigua civilización que se extendía, en los días de Platón, “desde Trebisonda, cerca del Mar Negro, hasta las costas mediterráneas de Francia y del norte de África”.1 Máxime que no solo la antigua Roma o el Renacimiento se han nutrido culturalmente de la antigua Grecia; al menos desde Nietzsche y Freud, también el pensamiento contemporáneo no ha dejado de volver contantemente a ella en busca de recursos intelectuales y de inspiración.

Se trata de un gesto reiterado que trasciende las inclinaciones ideológicas: así, el pensamiento político de corte conservador ha querido encontrar ahí la experiencia de una normatividad “objetiva”, como en Leo Strauss o Alasdair MacIntyre, mientras que pensadores de izquierda han encontrado en ella la expresión de la autonomía y de una “verdadera” democracia, como en el caso de Cornelius Castoriadis. Y no solo las más diferentes ideologías; también las más diversas disciplinas filosóficas encuentran ahí constantes recursos: así, mientras Pierre Hadot o Michel Foucault descubren fascinados las antiguas prácticas de la vida filosófica y del “cuidado de sí”; Hannah Arendt encuentra un modelo de la acción práctica, Chaïm Perelman busca en el pensamiento griego cómo renovar la retórica moderna, en tanto que un Karl Popper reconoce entre los presocráticos a los antecesores del pensamiento crítico, o una Martha Nussbaum retoma la reflexión griega sobre la fragilidad humana. No es necesario continuar la enumeración para constatar la enorme fecundidad, aun en nuestros días, del pensamiento griego.

¿Qué hace a la antigua Grecia tan atractiva y tan fértil aún hoy en día? El primer rasgo que salta a la vista es el hecho de que el mundo griego no se constituye culturalmente en torno a un libro que revele una verdad trascendente y cuya interpretación sea vigilada y controlada por una clase sacerdotal, como sucede de hecho en las otras civilizaciones que han dominado buena parte del mundo los dos últimos milenios. Al contrario, el mito, es decir, lo que configura lo sagrado y estructura la sociedad griega, cobra vida a través de la obra de poetas: Homero en la Ilíada y la Odisea y Hesíodo en la Teogonía, son obras que orientan moral e intelectualmente a los griegos, pero no conforman dogmas. Su transmisión supone una constante confrontación, no solo con la filosofía, sino también con la tragedia, en donde el mito es “puesto a prueba” (solo así logra ser catártico).

De esta forma, la tradición homérica y la teogonía de Hesíodo poseen una doble virtud: conforman un sedimento rico de imágenes pero, a la vez, estas no se constituyen en un horizonte o imaginario rígido, ni mucho menos aplastante. En buena medida, ello se debe al hecho de que si bien el mundo homérico está poblado de dioses inmortales, estos dioses son cercanos a los hombres, al grado de que muchas veces se relacionan y confunden con ellos. Como lo observa atinadamente Barbara Cassin, “es un mundo tal que aquel que llega ante uno bien puede ser un dios”.2 Son seres visibles, generalmente de elevada belleza —una suerte de sobrehumanidad—, pero no son perfectos. Se oponen entre sí y, sobre todo, no controlan totalmente el destino (las moiras), ni siquiera el suyo propio. Esto explica que un titán como Prometeo pueda profetizar que Zeus, el “padre de los dioses y de los hombres”, será derrocado un día por otro dios.

Este imaginario hace posible que de los dioses se pueda hablar con gran libertad, lo que permitirá que, en los días de un autor satírico como Aristófanes, se pueda decir todo o casi todo de los dioses.3 “No temer a los dioses ni a la muerte”, pregona Epicuro, realizando de esta forma una de las mayores e influyentes denuncias filosóficas del poder de los sacerdotes y de la religión. Es cierto, ello no va sin tensiones ni conflictos abiertos: la impiedad, incluso en la Atenas clásica, puede implicar la pena de muerte. Pero es de notar que “creer en los dioses” no significa aquí un acto de fe o un obsequio teológico, sino un sentimiento inmediato de pertenencia a la comunidad política, “ser un buen ciudadano ateniense, o espartano o de otros lugares”.4 Valga insistir: lo decisivo en el juicio contra Sócrates es el hecho de que, al no venerar a los dioses de la ciudad, niega a Atenas. De un solo golpe se comete un doble sacrilegio: contra la diosa y contra la polis, pues es lo político lo que funda lo religioso (y no al contrario).

Esta amplia libertad frente a la religión va de par con la libertad frente a la magia y el pensamiento mítico en general. Si bien en ciertos episodios de la Ilíada los caballos hablan o los dioses interfieren, en general el mundo homérico es muy humano. Se puede decir que es un mundo en vías de escapar del abrumador peso de la magia y, como lo muestra el pasaje del astuto Ulises ante las sirenas, se trata de un mundo en donde también el logos empieza a liberarse del mito. Pero, esto es de subrayarse, a pesar de este “triunfo del logos”, los griegos no dejan de enriquecerse, ni siquiera en el periodo clásico, con el rico universo de imágenes de la mitología.

En efecto, no solo Ulises evita ser devorado por las sirenas a la vez que escucha y disfruta de su canto, sino también, más tarde, un filósofo como Platón denuncia el mito y a los poetas, y a la vez no deja de apoyarse en las alegorías y en el pensamiento mítico, como lo recuerdan los ejemplos de la caverna, Giges, el andrógino5 y la Atlántida.6 Mientras que, por su parte, Aristóteles hace el elogio de la imagen, de la comedia y de la tragedia como modos del pensar y el sentir, y no cesa de confesar su admiración por la tragedia de Edipo.

La libertad griega ante la tradición y la religión también permite un alto grado de apertura al mundo y a la alteridad en general. Como ya se ha dicho, se suele acusar a los griegos de haber inventado la noción de bárbaro. En realidad, esta manera de distinguirse de los otros pueblos no es exclusiva de los griegos; también se encuentra entre los babilonios, los egipcios, los hindúes, los hebreos, los chinos y los árabes, todos los cuales se han considerado en su momento pueblos elegidos, superiores al resto de la humanidad. En fin: a cada civilización sus bárbaros (incluso cuando se defiende, como lo hacen algunos en nuestros días, que el bárbaro es el que cree en la barbarie).

Lo que cabe resaltar aquí es el hecho de que, desde sus inicios, los griegos convivieron estrechamente con otros pueblos, compartiendo cultura y religión, de suerte que es difícil delimitar el conjunto de “lo griego” en términos religiosos, culturales o, menos aún, raciales. Cada región, cada ciudad “griega”, es un universo singular, lo que hace dudosa la idea de una especie de panhelenismo clásico. Si ya en el periodo clásico ser griego es menos una identificación étnica que una referencia a los pueblos que viven bajo la forma política de la polis (de aquí que los macedonios, si bien lingüísticamente griegos, no son considerados en el periodo clásico como realmente tales por los atenieses o los tebanos), una fácil identificación será aún más difícil durante el helenismo, época de hibridación en todos los terrenos.

A esto se agrega el hecho de que, en sus días, los helenos, pueblo del Mediterráneo (en cuyas costas se suele hablar griego en aquellos días), es un pueblo de marinos que gustan de viajar, que está familiarizado con la idea de una pluralidad de culturas y que demuestra un interés acentuado por otros pueblos. Conocer otras formas de vida, así como recopilar informes de marinos y viajeros, los lleva, especialmente en la época clásica, a distinguir lo griego y a configurar la noción de extranjero, sin que ello implique necesariamente una acepción peyorativa.

Quienquiera que haya leído la Ilíada sabe que no es nada claro quién es el verdadero héroe de la narración. ¿Lo es el griego invasor Aquiles o lo es más bien el bravo defensor de su patria, Héctor, el troyano? Por lo demás, la Ilíada concluye cuando el griego Aquiles llora junto con el troyano rey Príamo. Dicho en otras palabras, en esta narración, surgida probablemente de la llamada Edad Oscura griega, no estamos necesariamente ante un punto de vista etnocéntrico. Si bien la presencia de la violencia es indiscutible (es el mundo de la épica), la Ilíada toma el punto de vista del “otro”, hay una gran empatía incluso para con los enemigos (probablemente mucho más de la que suele haber en nuestros días) y una gran capacidad crítica frente a los propios actos y creencias como pueblo.

Igualmente, como lo muestra la Odisea, la hospitalidad y la convivencia con otros pueblos son valores arraigados y fundamentales; al grado de que la palabra griega xenos denota a la vez al huésped y al extranjero.7 Más tarde, un griego como Heródoto podrá interesarse, con alto nivel de objetividad, por los hábitos y costumbres de otras culturas. No extraña que en el conocido primer párrafo de su obra asiente en un plano de igualdad: “La publicación que Heródoto de Halicarnaso va a presentar de su historia se dirige principalmente a que no llegue a desvanecerse con el tiempo la memoria de los hechos públicos de los hombres, ni menos a oscurecer las grandes y maravillosas hazañas, así de los griegos como de los bárbaros”.8

Que los griegos se interesen por los otros pueblos, y por ende copien mucho —por ejemplo, se sepan deudores del arte y de las matemáticas egipcias o del alfabeto fenicio—, redunda en la virtud de que ello les permitirá mejorar y sobrepasar todo lo que toman de otras culturas. Esta es una constante en el pensamiento griego: Platón escucha con respeto al sacerdote egipcio, así como Demócrito aprende la geometría de estos, la astrología de los persas, y encuentra, se dice, a los sabios gimnosofistas de la India en Babilonia. No sorprende que en los Diálogos de Platón se nos muestre constantemente que los atenienses reciben con honores a los pensadores “extranjeros”. Esta simpatía y apertura al otro y a la alteridad es constante también en la tragedia, pues no hay tragedia sin algo de philia.9 En este sentido, resulta interesante una tragedia como la de Los Persas de Esquilo, en donde Darío es representado con todas las cualidades de un héroe y el ejército persa como un ejército valeroso.10

De manera concomitante, un nuevo tipo de relación aparece también en relación con el orden social. Especialmente en la democracia ateniense, ni la tragedia ni la polis son posibles, como ya se dijo, sin la philia.11 En Atenas, la amistad y la polis surgen como nuevos valores que trascienden la phratria y la tribu, y que permiten pensar el orden social (nomos) como un ámbito puramente humano, ajeno al orden natural (physis) o a algún supuesto orden teológico. Así, mientras entre los pueblos vecinos, los egipcios y los persas, los reyes son dioses o semidioses y el resto de la población son súbditos o esclavos, en el orden político griego surgen las nociones inéditas y constitutivas de igualdad ante la ley (isonomia) y de igualdad de palabra (isegoria).

Si bien la sociedad griega va de par con la exclusión política de los esclavos, de los metecos y de las mujeres, esta contradicción, que sirve constantemente para denostarlos, no debe llevarnos a ignorar que esa exclusión no es de ningún modo comparable con la que se ha ejercido en otras épocas (incluso en algunos o muchos aspectos de la nuestra). Valga un ejemplo: la imagen que tenemos de la mujer griega. Si bien es ciertamente excluida del ámbito político, se le confiere un papel muy significativo no solo en el ámbito religioso, como la Diótima del Banquete de Platón, sino también en la poesía o en la ciencia, como lo muestran los casos de Safo e Hipatia (aun si en la antigüedad tardía).

También es notable la fuerza extraordinaria (aunque sea en el plano simbólico) de las figuras de Medea o de la misma Atenas. A este respecto, es fascinante observar que, aun en la época romana, las pinturas de Pompeya muestran a las mujeres con pretensiones sociales representadas a la manera de Safo: en actitud pensativa, con la pluma y el encuadernado de tablillas en la mano, como quien está a punto de escribir.

No menos importante es el hecho de que, a la manera de la epopeya de Gilgamesh pero a diferencia de la mayoría de las religiones, en el mundo homérico Aquiles y Ulises aceptan su mortalidad. Recuérdese que en la Odisea, en dos de los pasajes más reveladores del mundo griego, Aquiles prefiere ser un labrador vivo a un rey muerto y Ulises prefiere la vida de un mortal a la inmortalidad que le ofrece Calipso. No se trata de excepciones; la condición mortal es asumida por la mayor parte de las escuelas filosóficas, como en el epicureísmo o en el zestoicismo. Ello es congruente con el hecho de que, a diferencia del cristianismo e incluso del cartesianismo que han dominado intelectualmente en Occidente, en el mundo griego no hay ruptura ontológica entre el hombre y la naturaleza, el hombre es un ser más entre el resto de los seres de la naturaleza.12

De forma congruente, que la idea de una virtud teologal como la esperanza no exista entre los griegos no implica ninguna desvalorización de la acción política o moral, ni un desapego de la comunidad. Todo lo contrario. Por ejemplo, refiriéndose a Solón, Marguerite Yourcenar, fina conocedora del mundo antiguo, observa: “Este jefe que se esfuerza por establecer el orden y la prosperidad en Atenas, este moralista que aboga por la moderación y la justicia no tiene ilusión en relación al valor final de la condición humana”.13

Finalmente, ¿cómo entender, en resumidas cuentas, lo que explica la influencia ejercida por la antigua Grecia a través de toda la historia de Occidente, y en especial, sobre sus grandes momentos de civilización? En primer lugar, se antoja difícil poner en duda la sorprendente capacidad que tuvieron los griegos para crear formas, dioses, mitos e instituciones, rasgo que explica su gran poder de seducción a lo largo de los siglos. Pero, en segundo lugar, este poder creador no puede sino ir a la par con su inclinación por el pensamiento crítico: “interrogación sin límites sobre la verdad, disputa interminable sobre la justicia”, decía Cornelius Castoriadis;14 esa capacidad de poner en duda la tradición, de atreverse a cuestionar abiertamente las explicaciones imperantes y de proponer nuevas visiones explicativas.

Solo así se puede entender que el nacimiento de la polis, la filosofía, la democracia y el arte (incluso el arte de la guerra) florezcan simultáneamente y a tal grado: “En primer lugar, nos dice Jean-Pierre Vernant, se constituye un ámbito del pensamiento exterior y ajeno a la religión. Los ‘físicos’ de Jonia dan de la génesis del cosmos y de los fenómenos naturales explicaciones de carácter profano, de espíritu plenamente positivo. Ignoran deliberadamente los poderes divinos reconocidos por el culto, las prácticas rituales establecidas y las narraciones sagradas”.15 Así, gracias a la feliz osadía de pensar por sí mismos, Anaximandro podrá defender por primera vez —y única, durante dos mil años— que la Tierra flota en el espacio; Anaxágoras sostendrá que el Sol es una piedra incandescente; Sócrates pedirá insistentemente ser refutado en aras de la verdad, y Diógenes (el cínico) interpelará, con orgullo, a Alejandro Magno.

A su vez, esta pasión por interrogar y entender no se explica sin el amor por la belleza de ese mundo que se quiere entender. Esto es perceptible en la oración fúnebre de Pericles narrada por Tucídides y también, como lo sostienen De Romilly y Grandazzi, se encuentra ya en su texto fundador: “hay en Homero un sentimiento profundo de la belleza del mundo y una fascinación ante la vida”.16 Ante una afirmación así, se entiende que De Romilly haya dedicado toda su vida al estudio de ese mundo. En una de sus últimas entrevistas, cuando discute con el joven Jean Clair sobre la naturaleza del arte, el viejo André Malraux sostiene: “lo que cuenta del arte del pasado está presente”.17 Lo mismo podemos decir de la muy actual antigua Grecia.


*Profesor e investigador, Facultad de Humanidades, uaem


Notas

1 Moses I. Finley, El mundo de Odiseo, fce, México df, 2014, p. 17.

2 Barbara Cassin, La nostalgie, quand donc est-on chez soi?, Autrement, París, 2013.

3 Jean-Pierre Vernant, Les origines de la pensée grecque, puf, París, 2007, pp. 319-320.

4 Ibid., p. 319.

5 Platón, República, iv y ii; Banquete, 189b-193d.

6 Platón, Crítica, 108e. Un relato similar se encuentra al inicio del Timeo, 24e-25d.

7 Barbara Cassin, La nostalgie…, op. cit., p. 14.

8 Heródoto, Los nueve libros de la historia, 9ª ed., Edaf (Biblioteca Edaf 181), Madrid, 2007, p. 40.

9 Aristóteles, Poética, 1453b.

10 Sin duda, lo que interesa primordialmente a Esquilo es mostrar que los persas son un enemigo digno de Atenas: el enemigo es un igual, su derrota no se debe necesariamente a su incapacidad, sino bien puede deberse a los dioses o al gobierno persa que, a diferencia del ateniense, pone toda su responsabilidad en un rey, Jerjes, el sucesor de Darío, quien debido a su juventud se deja llevar por su hybris. Para un estudio interesante de esta obra, cf. Elsa García Novo, “Las dos caras del protagonista en Los Persas de Esquilo”, Cuadernos de Filología Clásica. Estudios Griegos e Indoeuropeos, vol. 15, 2005, pp. 49-62.

11 Jean-Pierre Vernant, Les origines…, op. cit., p. 90.

12 Cornelius Castoriadis, La ciudad y las leyes, fce, México df, 2012, p. 171.

13 Marguerite Yourcenar, La couronne et la lyre, Gallimard, París, 1979, p. 93.

14 Cornelius Castoriadis, La ciudad…, op. cit., p. 9.

15 Jean-Pierre Vernant, Les origines…, op. cit, ii

16 Jacqueline de Romilly y Alexandre Grandazzi, Une certaine idée de la Gréce, Editions de Fallois, París, 2003, p. 257.

17 Jean Clair, Les valeurs de l’art, entretien avec André Malraux, EL’Echoppe, París, 2013, p. 20.