Hace poco más de quinientos años, cuando el Almirante del Mar Océano, Cristóbal Colón, exclamó admirado al contemplar el exuberante paisaje de la Bahía de Bariay: “Esta es la tierra más hermosa que ojos humanos hayan visto”, no sospechaba que a escasos diez metros debajo de la quilla de la nave insignia, la Santa María, existía otro paisaje singular, que de haber podido divisar entonces le hubiese dejado aún más asombrado: el arrecife de coral. El científico cubano Darío Guitart, quien fuera director del Acuario Nacional de Cuba, plasma en una hermosa metáfora lo que es el mar que rodea el archipiélago, lo que es Cuba, vista desde el mar y bella por sí misma: “La Catedral Sumergida del insigne Debussy se repite miles de veces en las siluetas caprichosas de los corales que se elevan desde el fondo, semejando campanarios góticos o barrocos, que enmarcan en la difusa luz azulosa de las profundidades marinas. Enjambres de peces multicolores revolotean, cual bandadas de palomas, entre las torres milenarias, ofreciendo en su conjunto un espectáculo de belleza sin igual”.1
Esta imagen la podemos aplicar perfectamente a la cultura ambiental de Veracruz y de La Habana, que en los años treinta del siglo xx encuentra un punto de convergencia como nunca antes había sucedido en los cuatrocientos años anteriores, en los que la relación entre ambos puertos fue constante. Y no serán solamente las expresiones culturales y los modos de vida que se desarrollan en la superficie de esas dos ciudades hechas de mar lo que trascienda, sino muchos de aquellos elementos que suelen estar sumergidos en la cotidianidad de una sociedad de clases caracterizada por el sincretismo y la desigualdad social, en la que los poderosos —los colonizadores— suelen imponer su ley y su orden, su ideología, sus costumbres. Las manifestaciones de la cultura popular veracruzana y habanera de esa época de entreguerras tienen también siluetas caprichosas que semejan campanarios barrocos o góticos, alrededor de los cuales revolotean bandadas de palomas.
Un bello paisaje que todos admiramos, porque muchas de esas manifestaciones culturales emergieron a la superficie para entronizarse en el gusto y el modo de vida de la sociedad en su conjunto, rebasando muchas veces las barreras de clase y las fronteras nacionales y regionales, para convertirse en un valor universal. Manifestaciones en la arquitectura, en la música, en el baile, en las artes plásticas, en la literatura, en el habla, en la comida, en la bebida, en la vestimenta, en el deporte, en el humor, en el color, en el folclore, en las tradiciones. El danzón es tan solo un ejemplo de ello. No cabe duda, las imágenes de Veracruz y de La Habana, al despegar el siglo xx, establecían más semejanzas que diferencias, que los visitantes apreciaban y los medios de comunicación difundían.
Había también, sin embargo, contrastes interesantes entre esos dos polos del Gran Caribe, en los que se podía respirar un aire de modernidad y cosmopolitismo. Alfonso Reyes, por ejemplo, percibe a La Habana de cara al mar y a Veracruz vuelta hacia la tierra que aquí “triunfa y manda” —al campo, en dos palabras—, y así lo expresará en las imágenes alucinantes y crípticas de su poema Golfo de México, en el que describe el paisaje natural, psicológico y sociológico de ambas urbes en la época de entreguerras —el poema es de 1924—, cuando en el ambiente del puerto jarocho se dejaban sentir todavía los estertores del combativo movimiento sindical inquilinario liderado por Herón Proal y los reacomodos revolucionarios, mientras La Habana languidecía en el crepúsculo de la bonanza económica azucarera —la danza de los millones— y el creciente influjo yanqui, bendecido por la Enmienda Platt.
En los años treinta, la cultura paradigmática del desecho y el pasatiempo, de la banalidad y la prisa —time is money—,2 de la utilidad, la eficiencia, el rendimiento y el pragmatismo, desarrollada en los centros de poder económico, político e ideológico de la potencia del norte y asimilada complacientemente por la gran clase media de ese país,3 penetraba por todos los poros de la sociedad habanera y veracruzana, confrontándose con la conciencia mítica, la historia y la fuerza de la tradición de ambos pueblos, pilares de su cultura y de su identidad, tema a discusión cíclicamente entre intelectuales de las dos orillas del Golfo de México.4 A fin de cuentas, el desarrollo histórico de Estados Unidos hinca sus raíces en el interés comercial y el afán de lucro propios del modo de producción capitalista (crudas premisas en las que se traduce el espíritu de trabajo heredado de los puritanos del Mayflower y sus descendientes).
Esos valores habían generado un abismo creciente entre la civilización material y la cultura intelectual, entre el reino de la necesidad y el de la libertad. Difícilmente podían la literatura, las artes, la ciencia y el pensamiento comunicar verdades que no fueran de inmediato negadas y reprimidas, o bien, asimiladas y convertidas en conceptos socialmente útiles, o mejor dicho, utilitarios.5 El filósofo español Eduardo Subirats atribuye esta “tragedia de la cultura” al fracaso de la idea clásica del progreso, que suponía que el avance histórico condicionado por la acumulación capitalista y el desarrollo científico-tecnológico entrañaba un orden racional capaz de congeniar este proceso con los valores éticos, estéticos y sociales del pasado, representados en la historia del arte o en las costumbres y concepciones ético-religiosas,6 utopía que se hizo añicos al entrar en escena el siglo xx, como lo registró Oswald Spengler en La decadencia de Occidente.7
Años veinte y treinta. Haciendo un balance, es claro que La Habana era más susceptible a la influencia estadounidense que Veracruz, al ser Cuba la joya de la corona del imperio neocolonial yanqui y estar su capital situada a solo noventa millas de la península de la Florida. Ocios y negocios de los hijos del Tío Sam —no del todo limpios muchos de ellos— tenían como destino favorito a la Perla de las Antillas, en la que anclaban permanentemente varios buques de su armada. La Habana era una fiesta de disfraces, un carnaval, en todos los sentidos. Tres décadas habrán de transcurrir todavía para poner remedio a esa situación.
Ernest Miller Hemingway, por ejemplo, uno de los mitos habaneros, pasa sus días cubanos de aquellos años en el Hotel Ambos Mundos, un edificio de medianas dimensiones y pretensiones, situado en la esquina de las calles de Obispo y Mercaderes, a un paso del Palacio de los Capitanes Generales; allí conviven extranjeros de visita en la ciudad, pasajeros en tránsito hacia México y Florida o a los puertos europeos y hombres de negocios y políticos llegados de provincia. Atrás habían quedado sus días de Key West con su segunda esposa, Pauline Pfeiffer, días en que escribió Adiós a las armas.
Por las ventanas de su habitación 511, en el quinto piso, penetra, luminoso, el horizonte: al norte, el mar abierto, la entrada del puerto y la catedral de La Habana; y al oriente, el poblado ribereño de Casablanca, precedido por el bosque de tejados que se extiende hasta los muelles. El escritor se siente a gusto en ese lugar, es céntrico, está cerca del puerto y del muelle de San Francisco, donde ancla su yate, el Anita, siempre dispuesto para sus correrías pesqueras en las aguas de la Corriente del Golfo. Recuerda todavía aquel viaje en el que descubrió la Perla de las Antillas, en compañía de John Dos Passos y Arnold Gingrich, futuro dueño de la revista Esquire, luego de un día de pesca maravillosa. Cuando el yate atracó en el muelle frente al faro del Morro y La Habana Vieja, desplegó ante ellos sus encantos, quedó cautivado de inmediato. Fue amor a primera vista.
Con frecuencia almuerza en La Zaragozana, en la calle de Montserrate, restaurante de merecida fama fundado en 1830, o en el Floridita, bar acogedor en el que pasa horas interminables bebiendo daiquirís, sumido en la lectura de los periódicos del día, pergeñando algunas notas y conversando con diversos parroquianos, compatriotas suyos algunos de ellos, de paso por La Habana. El Sloppy Joe’s tampoco le es ajeno. Madrugador compulsivo, ya ha dedicado para entonces varias horas a la tarea de escribir en su vieja máquina Remington Rand. Primero en el Hotel Ambos Mundos y más tarde en su finca La Vigía, en San Francisco de Paula —una quinta rústica en las afueras de La Habana que adquirió en 1938 a instancias de su tercera esposa, Martha Gellhorn—, Hemingway escribirá parte fundamental de su obra, incluidos libros como Tener y no tener, Por quién doblan las campanas y El viejo y el mar. Él mismo lo dijo, en alguna carta: “Yo siempre tuve suerte escribiendo en Cuba”.8
Veracruz, mientras tanto, recibía una influencia más variada a través de los barcos que atracaban en sus muelles y los pasajeros que de ellos descendían, incluidos los republicanos españoles a finales de la década de 1930. Comenzó a cobrar impulso además en esos años el turismo nacional, que encontró en el puerto jarocho el más apropiado destino de playa vacacional, con una infraestructura en constante desarrollo. Se sumaron así los visitantes a los trabajadores que habían llegado de los más diversos rumbos del país, dándole a la ciudad un carácter todavía más abierto y cosmopolita. Cuentan que por ese tiempo la gente se sentaba a tomar un helado o un raspado en las bancas del parque Zamora, mientras oía los cantos de trovadores como José Ramírez, apodado el Argentino, o los hermanos Peregrino, Manuel y Toña, que se haría célebre poco después (esta última) como Toña la Negra y que habitaba por ese entonces con su familia en el Patio Tanitos, del barrio popular de La Huaca.
Por las calles del puerto jarocho deambulaba también la figura familiar de Tanislao (Tanis), un viejo negro cambujo, con su sombrero de paja hundido hasta las orejas, interpretando con un largo tubo galvanizado diversas melodías, reminiscencias de cantos de la manigua, importados del África.9 El auge de la música tropical comenzaba a sentirse, y no solo el café de La Merced y los portales de Lerdo, en el centro histórico, sino todos los bares, cantinas y salones del puerto la acogían con entusiasmo, lo mismo que algunas residencias de la gente bien, que superaba poco a poco los prejuicios sociales y culturales establecidos. Los efectos del sincretismo entre ambos pueblos son asombrosos. Por ejemplo, el danzón Martí se convertirá en México en el celebérrimo Juárez, con su estribillo “Juárez (en vez de Martí), no debió de morir, ay, de morir”.
Un factor adicional que contribuye a definir la identidad de veracruzanos y habaneros, manifiesto en las múltiples expresiones culturales de los años treinta, es lo que Alejo Carpentier llamó “una mística de América” en un artículo de 1932, escrito desde su exilio en París: “Como todos los hombres de mi generación poseo en alto grado una mística de América… Ningún fenómeno ideológico, moral o político de nuestro continente me es ajeno. Todo lo que podemos producir en pintura, música o literatura me interesa en alto grado. Aun nuestros excesos, nuestras exageraciones en muchos sectores, me parecen justificables y hasta dignos de elogio, ya que denotan el carácter y temperamento, impulsos de una raza lozana en plena adolescencia”.10
Esa conciencia americana del escritor cubano era compartida en esos años por lo más granado de la intelectualidad latinoamericana y caribeña, y penetraba sin duda en la conciencia de las masas que estaban deseosas de ser finalmente ellas mismas, y no lo que los poderosos de siempre querían que fueran, que siguieran siendo. Una sociedad unida e integrada, más justa e igualitaria, en la que los valores culturales fueran la punta de lanza, es lo que había que concretar. Nuestra América. El sueño de Bolívar, Martí, Betances y tantos otros próceres, finalmente realizado. Los movimientos y luchas sociales que tienen lugar en esa época de entreguerras, tanto en México como en Cuba —y en todo el Gran Caribe—, eran el marco propicio para ello. Las calles y plazas de Veracruz y de La Habana fueron escenario de ese duro batallar. Los cantos, las voces, las consignas de las masas, resuenan todavía en los oídos de la memoria histórica.
Emilio Roig de Leuchsenring, reconociendo el amor de los habaneros por su ciudad, que la ha hecho progresar a lo largo del tiempo pese a todos los obstáculos, señalaba la importancia que la capital cubana ha tenido en la vida cultural y espiritual del país, “su aporte, el más considerable, sin comparación, a la formación de la conciencia nacional; la fecunda y excepcional labor desenvuelta en el campo de las letras, las ciencias y las artes por muchos y muy ilustres hijos de La Habana, que en todo tiempo, durante la Colonia, supieron poner su saber, su talento y su fervoroso y desinteresado patriotismo, al servicio del bienestar del país, y con sus prédicas y enseñanzas abonaron unos e hicieron fructificar los otros en las conciencias y en los corazones de sus compatriotas los sagrados ideales de independencia y de libertad”.11
El caso de los veracruzanos es muy semejante. El compromiso de los habitantes del puerto con las buenas causas ha dejado huella en momentos decisivos de la historia de México, cuando la libertad y la soberanía de la patria estaban en riesgo ante las invasiones del país por parte de los ejércitos extranjeros: estadounidenses, franceses, ingleses y españoles. No en balde la ciudad de Veracruz es reconocida oficialmente como cuatro veces heroica. Y no en balde ha sido en dos ocasiones —1858 y 1915— sede de los poderes federales del Estado, es decir, capital del país. Benito Juárez y Venustiano Carranza, con sus respectivos gobiernos, fueron protagonistas de ello.
Fue aquí también donde se proclamó la República, el 2 de diciembre de 1822, después de la caída del Imperio de Agustín de Iturbide, cuando el puerto recibía aún las andanadas de las baterías de San Juan de Ulúa, último reducto del imperio español en estas tierras americanas. La presencia jarocha en la cultura del país ha sido por lo demás intensa y variada, y se ha manifestado de múltiples maneras, del folclore y las tradiciones a la ciencia, las artes y la literatura. Y el deporte, desde luego.
En 1931, Veracruz emergía orgullosa de nuevas y profundas transformaciones físicas, económicas y sociales. Aquel único muelle que podemos apreciar en los grabados antiguos, frente a San Juan de Ulúa, había pasado a mejor vida. Su estructura urbana había sufrido cambios radicales al cambiar el siglo, cuando el régimen porfirista encomendó a la prestigiada casa inglesa de ingeniería Pearson and Sons las obras de modernización del puerto, que permitirán a los barcos de gran calado atracar directamente en los muelles y almacenar sus mercancías en las bodegas apropiadas, al construirse una dársena funcional acorde con la demanda del tráfico marítimo de la época.
Estas imponentes obras de ingeniería y arquitectura, entre las que se contaban edificios importantes, como el de Faros, el de Correos y el de la Aduana Marítima, todos en estilo neoclásico, fueron inauguradas por el presidente Porfirio Díaz el 6 de marzo de 1902.12 Todo ello impactó sin duda en su momento al poeta tabasqueño Carlos Pellicer, haciéndolo confesar en su “Divagación del puerto”: “Es claro: / me gusta más Veracruz, / que Curazao. / Aquí llega la primavera / en buque de vapor / y allá en barco de madera. / Y con la primavera / el amor”.13
El efecto de las condiciones espaciales sobre la conducta humana se manifestará en la vida misma de la población porteña. Una cultura híbrida, lúdica, festiva, alegre y bullanguera, cargada del exotismo, el erotismo y la sensualidad propias del ambiente del trópico y de la condición mestiza de la mayoría de sus habitantes, en la que las tres raíces étnicas fundamentales —la indígena, la africana y la española, con todas sus mezclas previas incluidas— se funden en un coctel explosivo,14 sazonado con unas gotas del jarabe multinacional de inmigrantes y viajeros provenientes de las más diversas latitudes, como suele ocurrir en todos los puertos de mar.
Cultura ambiental muy semejante a la generada por ese tiempo en los solares, accesorias y barracones de los barrios populares de La Habana, que tan bien describe Guillermo Cabrera Infante en sus novelas, y ciertamente diferente a la que tenía lugar en las mansiones de la clase acomodada, en donde se jugaba bridge, se bebía scotch, se comía roast-beef, se bailaba fox-trot y se decía plis… Contrastes y contradicciones, burguesía y proletariado, identidades encontradas…
Hay bastantes cosas más que decir de aquello que conforma la identidad ambiental de estas dos ciudades portuarias, que bien podrían estar arrancadas de una novela de lo real maravilloso o de una canción de Agustín Lara… o de Miguel Matamoros. ¿De dónde son los cantantes? Identidad que es producto del sincretismo de las culturas indígenas con las europeas (española, en su versión andaluza) y las africanas, principalmente. Y del medio ambiente tropical, propio de la cuenca del Caribe. Contemplar el ambiente marinero desde el Malecón de Veracruz o el de La Habana, la línea azul del horizonte, es siempre reconfortante.
Escuchar las voces, los gritos y los cantos, el bramar de las sirenas de los barcos, mirar a las parejas enlazadas sentadas en la banca, en el murete del malecón, al viejo o al niño que arrojan la línea de su caña de pescar y observan atentos el movimiento del agua en torno del anzuelo, aspirar la brisa, sonreír con ella, apretar su mano, tomar su cintura, su talle de sirena, caminar de cara al sol, enjugarse el rostro, bañarse en la playa, sentarse a la mesa del café, departir con los amigos entre voces estentóreas de acento tropical, comentar la última noticia, disfrutar del poema improvisado —de la décima, mi hermano—, componer el mundo, festejar la broma, ¡mojitos para todos! Todo es reconfortante.
Es interesante pasar revista a todas estas características que identifican a Veracruz y La Habana, que en los años de entreguerras del pasado siglo asumen especial relevancia. Las canciones, las novelas, los cuentos, los poemas, las pinturas, las estatuas, los colores, los calores, las fiestas, los bailes (la conga, la rumba, la bamba, el danzón… el guaguancó), los sones, las coplas, los juegos, los guisos, los dichos, el habla, el vestido, el sombrero, los espacios arquitectónicos y urbanos, los muelles, los barcos, el mar, el café, el tabaco y el ron, se entrelazan y sincretizan al ritmo del güiro, la clave, el tres, los bongós, el requinto, la jarana y el arpa de sotavento. Es cierto, en última instancia toda ciudad es un sitio donde confluyen y se expresan las necesidades vitales —materiales y espirituales— de quienes la habitan y la recrean todos los días, creando la cultura ambiental que la identifica.
Pero hay un factor en particular que ambas comparten y nos interesa destacar: el amor entrañable de sus habitantes a sus respectivas ciudades, que en el caso de los habaneros los llevó incluso a crear en 1936 la Oficina del Historiador de la Ciudad,15 para contribuir a preservarlo. Amor ambiental que los jarochos expresan bien en las siguientes décimas de Rodrigo Gutiérrez Castellanos:
“Oh Veracruz del Portal / de Villa del Mar su Playa / de la comparsa que ensaya / los pasos del carnaval / de la Huaca y Principal / Bulevar y el Malecón / reina del jarocho son / que han bailado hasta los reyes / en los históricos muelles / por donde llegó el danzón. / Tus hijos de ti se ufanan / por ti con amor protestan / con orgullo manifiestan / el amor que les emana / en su entrega se desgrana / el cariño que contiene / a la historia y bien se aviene / por ti Veracruz hermoso / al encuentro del glorioso / pueblo que a ti te sostiene”.16
Veracruz y La Habana. Años veinte y treinta. Entreguerras. Siglo xx. Vale la pena reflexionar si las fuerzas más conscientes de ambos pueblos no propugnaban ya entonces una concertación entre el progreso científico-técnico y el progreso estético, ético y social, a fin de superar las desigualdades y alcanzar niveles superiores de vida, material y espiritual, que se expresarán en su cultura ambiental: “En el mundo ha de haber cierta cantidad de decoro, como ha de haber cierta cantidad de luz”, dice Martí en La Edad de Oro (1889), palabras que resumen bien su más alta aspiración: la instauración de la plena dignidad del hombre.17
1 Darío Guitart, Cuba desde el mar, Universidad de Oviedo, Oviedo, 1991, p. 10.
2 Jürgen Habermas despliega la metáfora del tranvía para explicar la conciencia moderna del tiempo, que se apodera de las masas en el siglo xix: “La locomotora —dice— se convierte en símbolo popular de una vertiginosa movilización de todos los aspectos de la vida, que es interpretada como progreso. Ya no son sólo las élites intelectuales las que perciben cómo los mundos de la vida fijados por la tradición se ven desprovistos de sus barreras temporales”. Cf. Jürgen Habermas, El discurso filosófico de la modernidad, Taurus, Madrid, 1989, p. 79.
3 Conviene aclarar que la clase media estadounidense, lo mismo que el proletariado, fue duramente golpeada por la Gran Depresión del 29, que provocó un enorme desempleo y la caída de los niveles de vida, tanto en el campo como en las ciudades. Esto creó una “cultura de la Depresión” en los años treinta, que se manifestará en el cine, el teatro, las artes plásticas, la fotografía y la literatura, entre otras expresiones culturales, muchas de las cuales responderán al clima social e ideológico motivado por la crisis, como es el caso de las novelas Suave es la noche de Scott Fitzgerald (1934), Uvas de la ira de John Steinbeck (1939), las novelas “negras” de Dashiell Hammett, las obras de teatro de Lillian Hellman y las películas de Charles Chaplin.
4 Ricardo Pérez Montfort sostiene que, “ya entrados en el turbulento siglo xx, Veracruz y La Habana fueron el recipiente natural de quienes buscaban una definición de mexicanidad y de cubanidad a partir de la combinación de extrañas especificidades […] construcciones en las que la representación y la imagen tuvieron un lugar determinante, sobre todo a la hora de fijar los elementos que marcarían los estereotipos locales”. Cf. Ricardo Pérez Montfort, “La fotografía y la generación de estereotipos”, en Laura Muñoz (coord.), México y el Caribe. Vínculos, intereses, región, Instituto Mora, México df, 2002.
5 Cf. Eugenio Fernández Méndez, La identidad y la cultura, El Cemí, San Juan, 1959.
6 Cf. Eduardo Subirats, Metamorfosis de la cultura moderna, Anthropos, Barcelona, 1991, p. 131.
7 Oswald Spengler, La decadencia de Occidente, trad. de Manuel G. Morente, Espasa Calpe, 4ª ed., Madrid, 2007. Este libro fue publicado por el autor alemán en 1918.
8 Cf. Ciro Bianchi Ross, Tras los pasos de Hemingway en La Habana, Jesús Franco editor, Madrid, 1993.
9 Anselmo Mancisidor Ortiz, Jarochilandia, 2ª ed., Gobierno del Estado de Veracruz, Xalapa, 2007, p. 269.
10 Cf. Leonardo Padura Fuentes, “Nosotro lo latino: ¿folklore o sensibilidad?”, Unión. Revista de Literatura y Arte, núm. 2, 1991, p. 46. El artículo de Carpentier se tituló “En la vanguardia” y apareció en la revista Carteles, La Habana, 18 de septiembre de 1932.
11 Emilio Roig, La Habana. Apuntes históricos, 1939, p. 94.
12 Roberto G. Williams, Yo nací con la luna de plata. Historia de un puerto, Secretaría de Educación y Cultura, Veracruz, 1998, p. 118.
13 Carlos Pellicer, La vida en llamas, Asociación Nacional del Libro ac, México df, 1986, p. 14.
14 En un censo de 1754 la población del puerto de Veracruz era de 5 816 habitantes, de los cuales 2 751 eran españoles y 3 065 personas de color, indígenas, negros y pardos. Cf. Minerva Escamilla Gómez, “El agua del río Xamapa: una quimera del Veracruz novohispano”, en Francisco González Clavijo et al., Entorno de miradas, Universidad Cristóbal Colón/ivec, Veracruz, 2003, p. 84.
15 El historiador Emilio Roig de Leuchsenring fue el fundador y primer director de esta célebre institución, que actualmente encabeza Eusebio Leal.
16 Ricardo Pérez Montfort, “Expresiones y colorido de la cultura popular en el Puerto de Veracruz”, en Veracruz, primer puerto del continente, Gobierno del Estado de Veracruz/Fundación ica, Xalapa/México df, 1999, p. 217.
17 Cintio Vitier, Ese sol del mundo moral, Siglo xxi, México df, 1975, p. 99.