Las normalistas de Amilcingo en la década de 1970

Lucía Martínez Moctezuma *
Iris Monserrat Reynoso Sánchez **

Por mucho tiempo, la figura juvenil se asoció a la indisciplina y la irresponsabilidad. Esta imagen rebelde y provocadora era por lo menos la perspectiva con que se observaba a este grupo durante la década de 1970. Con los movimientos de protesta surgidos en todo el mundo, los jóvenes fueron percibidos como peligrosos: “aún no asentados en la edad adulta, son el foco tradicional del entusiasmo, el alboroto y el desorden […] esta creencia estaba tan arraigada en la cultura occidental que la clase dirigente de varios países daba por sentada la militancia estudiantil de las jóvenes generaciones, lo cual, en todo caso, era prueba de una personalidad más enérgica que apática”.1

En un sentido general, la percepción sobre este actor, como lo señala Hobsbawm, plantea otras miradas porque se trata de un asunto que, como el de clase y género, es producto de construcciones sociales, de relaciones de fuerza,2 lo que permite entender que no existe una sino diferentes caracterizaciones sobre la juventud, que bien puede definirse como estudiantil, rural, urbana, trabajadora, delincuente, precoz, madura, inconsciente y, por supuesto, apática.3

Pero, ¿qué era ser un joven en los años setenta? Los jóvenes, como grupo social, no han estado entre las preocupaciones de los investigadores. Si bien ha existido interés por analizar su participación en los movimientos de protesta,4 desde la perspectiva educativa se les ha concebido como una extensión de las instituciones hasta considerarlos como actores del proceso educativo. En la década de 1980, la historiografía mexicana los ubicó como un segmento importante del magisterio dando cuenta de su formación y origen social, sus condiciones de vida y trabajo, su organización gremial, sus movimientos de protesta, así como su vinculación con la comunidad.

En las investigaciones recientes, los maestros y estudiantes han dejado de ser vistos como un grupo homogéneo para volverse protagonistas de los procesos educativos, en contextos y coyunturas específicas, así como en la cotidianidad de su formación en las instituciones. Se ha afinado la mirada para destacar las diferencias entre regiones según su género, sus condiciones laborales y sus formas de relacionarse con el Estado. De acuerdo con el balance realizado por Alicia Civera, el tema de la formación de profesores ha recibido atención pero sigue siendo un campo en construcción, porque además de los cambios en las orientaciones pedagógicas, el seguimiento de planes de estudios y la conformación de la matrícula se ha orientado el interés hacia la forma en que se constituye una institución educativa, donde el aprendizaje de los futuros maestros no se limita al currículo sino a la forma en que ha sido vivido, apropiado y reconstruido por los actores, lo que establece un vínculo con otros procesos culturales, políticos y económicos.5

Tradicionalmente, los estudios históricos sobre el estado de Morelos han privilegiado el desarrollo de temas que le han restado importancia a los que abordan el aspecto educativo de la entidad; sin embargo, la historia regional de la educación ha demostrado la importancia de estos estudios en el desarrollo de la entidad. Es por ello que en esta reflexión nos interesa abordar el caso de un grupo de jóvenes mujeres socialmente identificadas que cursaron sus estudios en la década de 1970, quienes, internadas en una institución con un enérgico código disciplinario, olvidaron el comportamiento que por su edad las identificaba con el “revuelo”.6 Nos interesa poner el acento en dos aspectos de la formación de ese grupo de mujeres de la Normal Rural de Amilcingo: el primero gira en torno a lo que significaba la condición de ser joven y, al mismo tiempo, ser estudiante normalista rural; el segundo, en torno a cómo se llevaba a cabo el proceso de transición de ser estudiante —en su condición de joven— a, posteriormente, egresar y laborar como profesora —en su condición de adulta.

La Normal Rural de Amilcingo

La Escuela Normal Rural “General Emiliano Zapata” de Amilcingo, Morelos, fue fundada en un periodo en que las instituciones de este tipo sufrían cambios importantes y se encontraban cada vez más alejadas del proyecto de un México moderno y urbano. En ella se formarían varias generaciones de profesoras de educación primaria, en su interés por conquistar espacios y acomodos dentro del campo laboral y en el afán por ampliar su horizonte cultural y social más allá de las paredes del hogar. Estas generaciones se convirtieron en el ejército de profesoras encargadas de conducir los preceptos básicos de la educación: instruir, disciplinar y educar a los niños de enseñanza primaria, y convertirlos en útiles ciudadanos de bien. Más allá de sus límites territoriales, la labor de estas profesoras influyó y dejó huella en varios estados de la república; a gran parte de ellas se les confiaba la difícil tarea de educar a ciertos sectores excluidos o relegados de los procesos de escolaridad y de impulsar transformaciones en las condiciones de vida de la población rural.

Durante los años setenta, las estudiantes de Amilcingo encontraron en el magisterio una de las mejores opciones para continuar con sus estudios, ya que en muchos lugares fue el único espacio de aprendizaje y realización profesional para las mujeres rurales. El estudiar en una normal rural suponía no solo ingresar a una escuela con régimen de internado, sino también obtener una beca de manutención, lo cual brindaba una oportunidad, nada despreciable, de solventar una formación profesional y de tener así mayores opciones de movilidad social. En este sentido, las normales rurales se convirtieron en una fuente de ascenso social e incluso en una fuente de subsistencia para hijos de campesinos o de familias de escasos recursos que no habrían podido estudiar sin ese tipo de ayuda.

La apertura de la Normal Rural de Amilcingo en 1974 intentaba cubrir las expectativas educativas femeninas en Morelos, pues desde el cierre de la Normal Rural de Palmira, en 1969, no se contaba con una escuela formadora de docentes donde las mujeres campesinas pudieran recibir una educación normal.Las estudiantes que deseaban ingresar a la normal debían cumplir con los requisitos de inscripción, que se limitaban a tener los estudios de secundaria y trabajar con un plan de estudios de cuatro años, lo que implicaba que, por la edad de ingreso (entre los catorce y dieciséis años), tuvieran que sobrellevar gran parte de su adolescencia y juventud en dicha institución antes de integrarse al magisterio y trabajar como profesoras.7

La matrícula escolar y los registros de edad

Desde la fundación de la Normal Rural de Amilcingo y hasta 19848 ingresaron diez generaciones de alumnas en esta institución. La matrícula escolar revela que desde el inicio de su funcionamiento, el número de alumnas inscritas fue incrementándose con el transcurso de los años. Tal como se muestra en la tabla, en 1973, antes de la oficialización de la normal, únicamente fueron inscritas 41 alumnas;9 sin embargo, durante los años posteriores este número creció rápida y significativamente, pues de 41 estudiantes que iniciaron se aumentó a 133 en el siguiente ciclo.

Número de alumnas inscritas por ciclo escolar en la Escuela Normal Rural “General Emiliano Zapata”

Ciclo escolar Inscripción
1973-1974 41
1974-1975 133
1975-1976 153
1976-1977 170
1977-1978 166
1978-1979 145
1979-1980 s/d
1980-1981 s/d
1981-1982 196
1982-1983 158

Fuente: Registros de inscripción y cuadros de calificaciones del Archivo Histórico de la Escuela Normal Rural “General Emiliano Zapata” (no hay datos de los periodos 1979-1980 y 1980-1981).

Este crecimiento en la matrícula escolar deja entrever que, durante los años setenta, los estudios de normal constituían un atractivo para las jóvenes, ya fuese por vocación hacia el oficio magisterial, por constituir una fuente laboral para las mujeres de escasos recursos, por ser una opción de estudios más corta y menos onerosa que otras carreras profesionales o por otras múltiples razones. A su vez, dicha dinámica en la matrícula escolar abre una ventana para observar que los estudios en la normal representaron una verdadera alternativa para la realización profesional femenina durante esos años. Los números demuestran los esfuerzos y las aspiraciones que alentaban a las mujeres para ir más allá del ámbito del hogar, pues en muchos casos este se consideraba como un único espacio de aprendizaje e incluso de sobrevivencia para las jóvenes estudiantes y sus familias.

La edad de ingreso de las estudiantes, en su mayoría, oscilaba entre los catorce y los dieciocho años.10 Según la información que se ha localizado en las convocatorias de nuevo ingreso, se solicitaba que las jóvenes no rebasaran los veintiún años al momento de inscribirse.11 El ideal era que ingresaran estudiantes que hubiesen concluido los estudios de primaria y secundaria entre los catorce y los dieciséis años, aunque se daba oportunidad hasta los veintiuno para aquellas jóvenes que no lograran concluir sus estudios a temprana edad; esto porque, en muchos lugares, sobre todo en las comunidades rurales, aún existían primarias incompletas o que carecían de nivel secundario, lo que obligaba a las estudiantes a esperar de uno a tres años para poder continuar con sus estudios —ya fuera trasladándose a una comunidad en la que hubiera una secundaria, o bien, esperando la apertura de los grados académicos en sus propias comunidades—. Una vez inscritas, las estudiantes debían cursar ocho semestres de enseñanza normal para obtener el título de profesoras de educación primaria, por lo que, en su mayoría, egresaban entre los dieciocho y veinte años de edad.12

La convivencia de varias generaciones de estudiantes puede darnos una idea de la relativa disparidad entre ellas en el aula: desde jovencitas de catorce años hasta señoritas de veintiuno. Todas ellas, lejos de sus familias, tenían que permanecer en el internado por cuatro años, en ocasiones sin marcharse de la escuela más que en vacaciones o algunos fines de semana; pero sí, con mayor o menor frecuencia, para realizar prácticas escolares, trabajos comunitarios y visitas extraescolares como delegadas o comisionadas en alguna actividad. En estos cuatro años de formación, las estudiantes no eran ajenas al rigor cotidiano del trabajo escolar. Más allá de instruirse en los métodos y formas de enseñar, de realizar trabajo social y prácticas pedagógicas, las estudiantes cumplían múltiples tareas que les eran asignadas por el Plan de Estudios, el reglamento y la Sociedad de Alumnas.13 Su vida en el internado era una experiencia intensa, no solo por el hecho de que al egresar debían estar lo suficientemente preparadas y tener los conocimientos necesarios para cubrir las necesidades de la profesión docente, sino porque su paso por la escuela también suponía un tránsito casi instantáneo entre juventud y edad adulta.

Entre el deber y la responsabilidad

El grupo de alumnas de Amilcingo podría caracterizarse como un conjunto diverso —a causa de la heterogeneidad de las edades y los lugares de procedencia—, pero también dinámico e integrado a las tareas generales de la organización escolar. La función de la escuela, según el Plan de Estudios de 1975, era impartir una educación sistemática para la formación de maestros “preparados, responsables y entusiastas, cuya acción cotidiana esté saturada de pundonor profesional y de creatividad en el quehacer pedagógico”.14 Este discurso, al menos en parte, parece no contrastar con la realidad educativa que vivían las estudiantes, pues se intentaba fomentar ciertas cualidades consideradas adecuadas para ejercer el magisterio, como la responsabilidad social, el sentido del deber y la cooperación colectiva.

En Amilcingo, la organización del internado y el establecimiento de una Sociedad de Alumnas tuvieron un papel fundamental en la formación de las estudiantes, incluso a la par del conocimiento que obtenían de los programas de estudios. En todas las actividades, ya fueran académicas o prácticas, se inculcaba una serie de hábitos, como la puntualidad, la higiene, la forma correcta de expresarse y conducirse, así como el trabajo en equipo. Las estudiantes se esforzaban por cumplir con el horario establecido para las tres comidas diarias, la asistencia a clases, los honores a la bandera y el descanso nocturno. En cada una de estas actividades se les exigía atender el pase de lista y comportarse “a la altura de la carrera que seleccionaron como profesión”, tanto dentro como fuera de la institución; sus estancias en el exterior y las visitas que recibían debían reportarse y realizarse con la autorización de directivos y tutores o padres de familia.15

La higiene era otro aspecto importante en las diligencias diarias de las estudiantes. Las actividades de limpieza iban desde lo personal —pulcritud en la vestimenta, aprovechamiento adecuado de las raciones alimenticias y buen uso de las instalaciones— hasta el aseo en aulas, dormitorios, zonas verdes y áreas generales. Según el reglamento, estas debían realizarse en comisiones que se alternaban por grado y grupo escolar. Las labores en la parcela escolar también formaban parte de las actividades cotidianas, y al igual que en las funciones de aseo, debían rotarse de acuerdo con el grupo o la comisión a la cual se le asignaban.16 Por el reglamento escolar puede advertirse que la limpieza y los trabajos de mantenimiento eran las actividades que menos gustaban al estudiantado, por lo cual en ocasiones eran utilizadas como una forma de castigo o sanción para quienes no cumplían eficientemente con las actividades exigidas; lo mismo ocurría con las guardias de fines de semana y vacaciones.

El hecho de que se diera tanta importancia a los saberes prácticos como a la enseñanza académica estaba relacionado con la intención de despertar en las estudiantes un sentido del deber, a través del uso del convencimiento y no por una imposición externa. Más que un estudio formal que pudiese tener continuidad en otras instituciones educativas, la formación normalista se consideraba como promotora del conocimiento práctico, en la cual, en consonancia con el adiestramiento y la capacitación, era de vital importancia la introducción de hábitos y la vocación como elementos centrales para ejercer el oficio magisterial.

En la Normal Rural de Amilcingo, el fomento de aptitudes, como la responsabilidad social y el mantenimiento del orden en la escuela, iba acompañado por un énfasis en el trabajo colectivo y la cooperación. Ejemplo de ello son la distribución de diversas actividades en comisiones, la selección de jefes de grupo y la creación de una Sociedad de Alumnas, factores que fueron muy importantes para desarrollar un gobierno escolar capaz de fortalecer ese sentido de responsabilidad y el ejercicio de la participación democrática en las estudiantes. La cooperación era esencial en la formación de las normalistas rurales y constituía un pilar fundamental para explicar los márgenes de independencia y autonomía con que operaba y se organizaba la comunidad estudiantil.

Vistos desde otro ángulo, estos compromisos con la disciplina, el orden escolar y la cooperación a los que debían estar habituadas las alumnas de la normal implicaban un alto costo para ellas: no solo las forzó a adquirir un cierto tipo de preparación y cualidades propias de su formación profesional, sino que las orientó hacia diversas maneras de obediencia y asignación de tareas que se consideraban acordes con las exigencias de su futura vida laboral.

Si bien la ocupación profesional a que aspiraban exigía de dichas cualidades, las alumnas, sin contar aún con una madurez fisiológica y mental, ya estaban enfrentándose con la responsabilidad de asumir tareas y obligaciones desafiantes mucho antes de ejercer la profesión de maestras. Estas prácticas hacían que el ser joven y, al mismo tiempo, estudiante normalista rural, tuviesen significados muy distintos. Las concepciones comunes de la juventud —despreocupada, ajena a la vida laboral y a las exigencias del hogar— estaban muy lejos de este grupo de jóvenes. Más allá de ser para ellas una mera institución escolar, la Normal Rural de Amilcingo representaba una etapa crucial en su vida, pues allí aprendían a ser “autónomas, adquirir seguridad y a ser independientes”.17

Por sus responsabilidades, obligaciones y funciones, las estudiantes normalistas rurales, aun siendo jóvenes —en el sentido estricto de la edad biológica—, tenían que experimentar muy pronto una madurez, regida y limitada por los rigurosos preceptos tanto de la escuela normal como del oficio de maestro. La política sexual impuesta por la propia escuela obligaba a las estudiantes a “no contraer matrimonio, ni civil ni religioso, durante el tiempo que duren sus estudios, no presentar situaciones que de alguna manera estén relacionadas con vínculos de tipo matrimonial, o con causas de tipo físico o moral que impliquen responsabilidades semejantes”.18 Las alumnas y los padres de familia o tutores tenían que conocer estos lineamientos del reglamento escolar y sujetarse a ellos en el momento de inscribirse. Controlar los cuerpos femeninos era parte fundamental de las políticas de ingreso y permanencia de las normales rurales. Por lo tanto, las estudiantes estaban obligadas a comprender las exigencias propias de su futura profesión y la responsabilidad de su cargo, no solo en el ámbito público sino también en el privado.

Como puede apreciarse, aquellas jóvenes que ingresaban y se formaban en la Normal Rural de Amilcingo durante los años setenta y principios de los ochenta, tenían que esforzarse por desempeñar las diversas actividades, tanto prácticas como teóricas, que se les encomendaban. La enseñanza en la normal se tornaba, en muchos sentidos, un campo agreste revestido por una gran cantidad de obstáculos. De ahí que hubiera un alto porcentaje de deserción entre las estudiantes que confirma, entre otras cosas, el difícil camino de las normalistas rurales a su paso por el internado.19

A pesar de las dificultades que tenían que sortear, la mayoría de las estudiantes que ingresaron a la normal permanecieron en la institución hasta cumplir con el objetivo de recibirse como profesoras de educación primaria. La responsabilidad, el interés en el trabajo colectivo, el orden y la disciplina escolar bajo la cual se formaron, las forzaron a adquirir un cierto nivel de preparación y las orientaron, pese a su prematura edad, hacia diversas maneras de obediencia y asignación de tareas que se consideraban propias de su profesión. Se les enseñaba que esta exigía una voluntad incólume ante las precarias condiciones y las privaciones que afrontarían al entrar en contacto con las comunidades, por lo que comprendían el significado del trabajo magisterial, incluso antes de egresar de la normal. No obstante, es interesante notar cómo este fomento de valores y aptitudes, sobre todo la cooperación y la responsabilidad social, alentaron a las alumnas a ejercer su participación y a descubrir nuevas potencialidades para desarrollar su libertad y autonomía.



* Profesora e investigadora, Posgrado en Educación, Instituto de Ciencias de la Educación, uaem
** Maestría en Investigación Educativa, Instituto de Ciencias de la Educación, uaem



Notas

1 Eric Hobsbawm, Historia del siglo xx, 1974-1991, Crítica, Barcelona, 2006, p. 301.

2 Como bien lo señala Jablonka, el interés hacia los jóvenes tiene siempre una finalidad social y política: “la atención que se presta a los jóvenes responde a una preocupación por la regulación, la transmisión y la adecuación a los nuevos valores”, cfr. Ludivine Bantigny e Ivan Jablonka (dirs.), Jeunesse oblige. Histoire des jeunes en France xix-xxème siecle, puf, París, 2009, p. 11. Traducción de las autoras.

3 Pierre Caspard, “La infancia, la adolescencia y la juventud: para una economía política de las edades desde la época moderna”, en Lucía Martínez Moctezuma (coord.), La infancia y la cultura escrita, Siglo xxi, México df, 2001, p. 77.

4 Un ejemplo para América Latina puede encontrarse en los capítulos que forman parte del libro coordinado por Alcira Soler y Antonio Padilla (coords.), Voces y disidencias juveniles. Rebeldía, movilización y cultura en América Latina, uaem/Juan Pablos Editor (Ediciones Mínimas, Historia 1), Cuernavaca/México df, 2010.

5 Alicia Civera, “La historiografía del magisterio en México (1911-1970)”, en Luz Elena Galván, Susana Quintanilla y Clara Inés Ramírez (coords.), Historiografía de la educación en México, vol. 8, Comie (La Investigación Educativa en México, 1992-2002), México df, 2003, pp. 231-257.

6 Véase los trabajos que se encuentran en Lucía Martínez Moctezuma y Antonio Padilla Arroyo (coords.), Miradas a la historia regional de la educación, uaem/Miguel Ángel Porrúa, Cuernavaca/México df, 2006.

7 Entre los investigadores existen diferentes opiniones en torno a los criterios empleados para definir cada una de estas edades. Una propuesta que resulta interesante es la de Pierre Caspard, quien define una economía política de la edades según la cual, la educación del hijo constituye un elemento importante de toda economía política: “a las diferentes edades del niño, las familias deben siempre y necesariamente, arbitrar entre los usos del tiempo […] el niño no hace nada (duerme, juega o come) o bien, estudia, se instruye, se forma […] o bien trabaja […] en todas las épocas y en todos los medios, las familias tuvieron que arbitrar entre estas preocupaciones”. En este sentido, un adolescente tendría una edad entre trece y dieciocho años y el joven, dieciocho años o más. En Pierre Caspard, “La infancia…”, op. cit., p. 89.

8 El año 1984 marca el inicio de una etapa de profundos cambios en el sistema de enseñanza de las normales rurales, por su integración en el nivel de educación superior. En ese año se publicó en el Diario Oficial de la Federación, el acuerdo que establece que la educación normal tendrá el grado académico de licenciatura, por lo que los aspirantes a ingresar en los planteles de educación normal, incluidas las normales particulares con autorización oficial, debían haber acreditado previamente los estudios del bachillerato, lo que modificaba el perfil del estudiante debido, precisamente, a su edad, pero también a sus intereses.

9 Cabe resaltar que, durante el ciclo escolar 1973-1974, la normal aún no había sido reconocida oficialmente; fue hasta un año más tarde que se institucionalizó como Escuela Normal Rural, con régimen de internado, con acceso exclusivo para mujeres. Esto explica el limitado número de inscripciones en 1973.

10 Archivo Histórico de la Escuela Normal Rural “General Emiliano Zapata” (en adelante ah-enrez), Caja 21, Registros de inscripción, Años: 1974, 1977, 1978, 1980, 1982.

11 ah-enrez Caja 21, Registros de escolaridad, 1982.

12 Es importante resaltar que, de acuerdo con el reglamento de la normal, las estudiantes debían comprobar que provenían de familias campesinas o de escasos recursos. La mayoría residía en comunidades rurales o semiurbanas de varios poblados del estado de Morelos y, en menor medida, de otros estados de la república. ah-enrez, Caja 21, Registros de inscripción, Años: 1974, 1977, 1978, 1980, 1982.

13 Las sociedades de alumnas eran asociaciones independientes de maestros y directivos, las cuales, con plena participación y libertad democrática de las estudiantes, se ocupaban de organizar la vida en los planteles. Los postulados de estas sociedades destacaban la responsabilidad, el interés y la cooperación entre los estudiantes. Cfr. Alicia Civera Cerecedo, La escuela como opción de vida. La formación de maestros normalistas rurales en México, 1921-1945, El Colegio Mexiquense (Colección Identidad, Serie Historia), Zinacantepec, 2013, pp. 72-73.

14 “Acuerdo relativo a la elaboración de un nuevo Plan de Estudios de Educación Normal para toda la República”, Periódico Oficial de Puebla, 26 de septiembre de 1975.

15 ah-enrez, Caja 11, Sección: Administración Académica, Reglamento Interior de la Escuela Normal Rural “General Emiliano Zapata”, 1981.

16 Idem.

17 Entrevista a la profesora Alba Sedeño, exalumna de la Escuela Normal Rural de Amilcingo, Temoac, Morelos, 5 de mayo de 2015.

18 ah-enrez, Sección: Administración Académica, Serie: Expedientes de las Alumnas, 1980.

19 ah-enrez, Ejemplo de ello son las generaciones de 1974 y 1975 de las cuales, a pesar de que ingresaron 133 estudiantes en el primer caso y 145 en el segundo, únicamente terminaron sus estudios 110 y 124 alumnas, respectivamente. Las razones de la deserción no quedan totalmente claras, puesto que algunos casos no están debidamente documentados; no obstante, en los que se tiene documentación, se menciona la insuficiencia académica —no aprobar el número mínimo de materias—, sanciones reglamentarias, problemas de orden personal o familiar, e incluso motivos de salud o fallecimiento. ah-enrez, Caja 21, Cuadro de concentración de evaluaciones, 1977; ah-enrez, Caja 21, Sección: Correspondencia, 1982; ah-enrez, Caja 21, Correspondencia, 1984; ah-enrez, Caja 21, Correspondencia, 1983; ah-enrez, Caja 11, Control Escolar, 1983.