Mientras algunas etapas en la historia del arte nos atraen por su esplendor, otras nos cansan por sus repeticiones y falta de originalidad. Generalmente nos detenemos con placer en las etapas que culminan un proceso y se caracterizan por la madurez de sus producciones, en las que encontramos un balance adecuado entre intención y logro, entre forma y contenido; en las que los medios y técnicas empleados son dominados por sus autores y puestos al servicio de ideales colectivos.
Otras etapas que nos resultan particularmente atractivas, en parte por transparentar los mecanismos de la creación, son aquellas en las cuales se produce un quiebre al agotarse una línea de trabajo o un periodo específico, del que surgen con fuerza nuevos conceptos y formas que luchan por imponerse. El estudio de estas etapas nos muestra cómo los nuevos paradigmas sociales y culturales provocan el surgimiento y desarrollo de medios idóneos de expresión, que aún deben luchar por desplazar a los agotados. Esta reiterada aventura hacia lo nuevo resulta fascinante. Por ello, en este texto revisaremos cómo se dio la renovación de la gráfica mexicana de 1907 a 1937, fechas que refieren, la primera, a la muerte de Julio Ruelas, y la segunda, a la creación del Taller de Gráfica Popular.
Durante el siglo xix, la gráfica había experimentado en todo el mundo una auténtica revolución. La necesidad de abaratar los costos de producción e incrementar los tirajes para ilustrar libros, folletos y periódicos, llevó a que se desarrollarannovedosas técnicas, como la litografía —surgida ya desde finales del siglo xviii—, la zincografía y el fotograbado, al mismo tiempo que se abandonaban las complejas técnicas de reproducción tradicionales, las cuales se caracterizaban por su detallada elaboración e impresión manual. En el último tercio del siglo, entre los más representativos ilustradores mexicanos ya destacaba José Guadalupe Posada, quien utilizaba con pleno dominio tanto las técnicas tradicionales como las de más reciente aparición.
Mientras tanto, el grabado que se enseñaba en la Academia de San Carlos, principalmente el grabado a buril, no se diferenciaba del que se enseñaba un siglo atrás y que se limitaba a la reproduccion de pinturas, a la producción de obra comercial o al grabado de materiales legales, como billetes, estampillas postales y fiscales y títulos accionarios.
Entre los antecedentes más importantes, junto con los maestros europeos que llegaron a la academia a todo lo largo del siglo xix y que fueron preparando el camino para el cambio en el país, están los casos relevantes de artistas mexicanos que a finales de ese siglo vivieron en Europa las nuevas técnicas y tendencias artísticas, y que a su regreso las divulgaron con entusiasmo. Joaquín Clausell fue uno de ellos, y estando en Europa entre 1892 y 1893 por sus estudios de abogado, fue sorprendido por la llamada pintura al aire libre, a la que se adhirió desarrollándola en México como pintor y maestro.
Simultáneamente había salido de México Julio Ruelas, egresado de la academia, quien viajó becado a Alemania en 1892, donde permaneció hasta 1895. Durante esos años se nutrió de las corrientes del romanticismo en la Academia Karlsruhe, donde tuvo como maestro a Meyerbeer. Por su parte, Gerardo Murillo —el Doctor Atl— viajó inicialmente a París en 1896 y después a Roma. Permaneció en Europa hasta 1903, donde practicó el postimpresionismo.
A su vez, Alfredo Ramos Martínez, también exalumno de la academia, pudo viajar a París apoyado por la madre del futuro magnate de la prensa norteamericana William Hearst. Vivió en esa ciudad desde 1899 y exhibió su obra en el célebre Salón de Otoño en 1908. Regresó a México al año siguiente y formó parte de la exposición del Centenario de la Independencia en 1910, la cual fue organizada por el Doctor Atl en los patios y corredores de la Academia de San Carlos. Más tarde se convertiría en el principal impulsor de la renovación de la enseñanza del arte.
Finalmente, otros egresados de la academia, como Gonzalo Argüelles Bringas, Francisco Goitia y Diego Rivera, completaron sus estudios en Europa a principios del siglo xx y también a su regreso fueron determinantes para apoyar la renovación de los estudios y de la producción artística en México.
Eduardo Báez consigna que en 1903 se cerraron las clases de grabado en la academia, pues se argumentaba que los alumnos no respetaban los horarios y que se enseñaban técnicas en desuso, sin poner atención a los nuevos procedimientos de reproducción.1 El cierre se llevó a cabo, pero fue una medida temporal ante la protesta de un grupo de alumnos que verían truncados sus estudios en dicha especialidad. La renovación del área se plantearía poco después, mediante el envío como becarios a Francia de dos artistas interesados en capacitarse como maestros de grabado: Julio Ruelas, ya entonces maestro de dibujo, y Emiliano Valadez. A finales de 1905, Valadez ya se encontraba en París, y entre las instrucciones que llevaba estaba la de aprender nuevas técnicas para la producción de estampillas postales.
Julio Ruelas había salido de México desde finales de 1904. Añoraba los años de estudiante pasados en Alemania y aprovechó la cercanía que su familia tenía con Justo Sierra para obtener el apoyo del gobierno para regresar a Europa, también con el pretexto de capacitarse en las técnicas del grabado en lámina para enseñarlas a su regreso. Durante dos años y medio Ruelas vivió en París; trabajando sin presión, siguió enviando sus ilustraciones a la Revista Moderna, de la que era apasionado colaborador desde sus inicios en 1898, mientras que su compromiso con el gobierno mexicano se saldó con solo nueve aguafuertes, elaborados bajo la dirección técnica del grabador francés José María Cazin; de ellos, su grabado más representativo es La Crítica, realizado en 1906.
Los aguafuertes de Ruelas formaron parte de la exposición anual de la denominada Galería Nacional de Artes Plásticas en 1906, en la que una sección presentaba la obra de los artistas pensionados en Europa. Al respecto, José Clemente Orozco escribió que, recién ingresado a la academia, presenció los debates que propició dicha muestra entre los partidarios del “lúgubre” Ruelas, representante de un romanticismo en decadencia, y el Doctor Atl, quien anunciaba: “el arco iris de los impresionistas y todas las audacias de la Escuela de París”.2 Ruelas moriría en París el año siguiente, pero este primer encuentro entre corrientes antagónicas, que en Europa ya era historia, apenas empezaba en México.
La exposición de 1910 fue promovida por el Doctor Atl como una primera inconformidad de la comunidad de la academia ante las actividades oficiales del gobierno porfirista en la celebración del centenario de la Independencia; entre ellas, principalmente una exposición de pintura española, que por cierto mostraba obra de vanguardia peninsular con pinturas de Sorolla y Zuloaga, entre otros artistas. Entre los numerosos participantes en esta importante exposición académica estuvieron Saturnino Herrán, Alfredo Ramos Martínez, Armando García Núñez, Adolfo Best, Gonzalo Argüelles, José Clemente Orozco, Manuel Iturbide, Jorge Enciso y Joaquín Clausell.
Emiliano Valadez continuó en Francia hasta 1913, año en que reabrió el Taller de Grabado en Lámina de la Academia de San Carlos, para entonces ya denominada Escuela Nacional de Bellas Artes (enba). Esta reapertura motivó de inminmediato el interés de sus colegas maestros, y ya en 1914 Saturnino Herrán realizó ahí al menos un aguafuerte.3 Sin embargo, Valadez defraudó a quienes esperaban un cambio formal y técnico en el taller, pues se limitó a reproducir patrones académicos, con el agravante de ocultar información básica de fórmulas y procedimientos por temor a la competencia profesional.
En 1914, Valadez también fue designado como responsable de grabado de la Oficina Impresora de Hacienda, adonde a su vez incorporó en los siguientes años a sus alumnos avanzados, como Manuel Iturbide y Carlos Alvarado Lang, quienes también habían sido sus ayudantes en San Carlos.
Mientras tanto, el país había vivido la salida de Porfirio Díaz, el triunfo y la muerte de Madero, la derrota de Huerta y la llegada al poder de Carranza, circunstancias que provocaron múltiples cambios en la enba. Tras una huelga en 1911 contra el director porfirista Antonio Rivas Mercado, quien acabó renunciando en 1912, se sucedieron varios nombramientos hasta que, en 1913, fue designado Alfredo Ramos Martínez, quien llegó envuelto en un aura de prestigio que incluía su amistad con Rubén Darío.4
Este no solo dirigió la enba, sino que también recuperó una importante demanda aparecida durante la huelga estudiantil de rechazo a los ticuados métodos de enseñanza y a los espacios cerrados que limitaban la creatividad y el reflejo de la realidad cotidiana, al crear en paralelo la que sería la primera Escuela de Pintura al Aire Libre (epal), la de Santa Anita, también conocida como El Barbizón en Iztacalco. En ella por fin desapareció la rigidez académica, se privilegió la espontaneidad y se propició la adopción de nuevas técnicas didácticas. También se abrieron las puertas gratuitamente para todos los interesados, sin requisitos de edad o estudios previos.
Las epal operaron como escuelas descentralizadas de la academia y pasaron por numerosos altibajos. En 1914, Ramos Martínez fue relevado en la dirección de la enba, cuya titularidad recayó en el Doctor Atl; pero volvió a ella en 1920 y se mantuvo en el puesto hasta 1928. Finalmente, los buenos resultados de las epal las llevaron a multiplicarse hasta alcanzar una docena de planteles, principalmente en la capital, pero también en varios estados de la república, a mediados de los años treinta.
La gráfica encontró en las epal el impulso renovador que se les negó en la academia y fue el antecedente de la nueva gráfica, tanto en la propia enba como en las nacientes Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios (lear), el Movimiento Estridentista, el Movimiento 30-30, la Escuela de Artes del Libro y, finalmente, el Taller de Gráfica Popular.
Manuel Iturbide, el antiguo ayudante de Valadez, se acercó a las epal y acabó convertido, en la década de los veinte, en el grabador en lámina más destacado del país. Iturbide hacía una mezcla del romanticismo heredado de Ruelas con temas populares. Llegó a ser invitado por el gobierno imperial de Japón para exhibir sus estampas en Tokio, lo que le fue celebrado por sus maestros y colegas; pero al tener conflictos ideológicos con las nuevas políticas gubernamentales y aun con personalidades como Diego Rivera, su carrera prácticamente se perdió a partir de 1930.
Por lo que toca a la práctica del grabado en las primeras epal, esta se había visto limitada por la falta del equipo que se consideraba indispensable, particularmente las prensas de impresión; pero también por lo inaccesible para los alumnos de escasos recursos a las placas de cobre y buriles para grabar las incisiones. Así que la llegada a México en 1921 del artista francés Jean Charlot, quien traía consigo grabados en madera realizados en tablas comunes y corrientes y grabadas con sencillas gubias, representó un contraste dramático con las exigencias del grabado tradicional, pues además se podía imprimir por simple frotación. El ejemplo de Charlot fue inmediatamente seguido en la epal de Coyoacán por Fernando Leal, y poco más tarde por Francisco Díaz de León y Gabriel Fernández Ledesma.
Ante la falta de herramientas y la efervescencia por trabajar la nueva técnica, Fernández Ledesma improvisó gubias con varillas de paraguas y puso a sus alumnos a grabar sobre trozos de cámara de automóvil.5 Las temáticas de los nuevos grabados dejó de ser la historia y la mitología, para dejar lugar a la vida cotidiana, el trabajo y los paisajes urbano y rural.
Jean Charlot también influyó poderosamente para dar a conocer el trabajo de José Guadalupe Posada, que entonces solo constituía una referencia popular, en el que se reconoció la auténtica raíz de esta expresión artística, tanto por sus temas como por la libertad de sus soluciones plásticas. Fue hasta 1931 cuando Diego Rivera escribiría, en el prólogo de la primera monografía sobre Posada, cuál fue su relación con él, del que se declaró discípulo.
Hasta 1928, las epal dependieron de la enba, quedaron después a cargo de la Secretaría de Educación Pública (sep) y desaparecieron en 1937. Las epal se habían consolidado al demostrar que su enseñanza producía obras de valor artístico, realizadas por alumnos sin una formación previa, que privilegiaban la espontaneidad en una atmósfera de absoluta libertad; también fue un elemento central de su éxito que la dirección y planta de maestros de las escuelas se integrara por brillantes exalumnos de la academia que realizaron su trabajo con una entrega total, apoyados en las técnicas novedosas de la vanguardia europea y en una también novedosa pedagogía que llegaba tanto de Estados Unidos como del viejo continente, mientras el país replanteaba sus metas en un marco de reivindicaciones sociales y un clima de optimismo.
Francisco Díaz de León estudió en la academia a finales de la segunda década del siglo xx, con maestros como Saturnino Herrán y Germán Gedovius. Ya egresado, en 1921 formó parte del grupo fundador de la epal de Chimalistac y se adhirió plenamente a la filosofía de dichos centros. Desde 1920 comenzó a dar clases en la Academia de San Carlos, pero fue en las epal donde descubrió su vocación por el grabado. En 1924, cuando la epal de Coyoacán se trasladó al convento de Churubusco, Díaz de León produjo los primeros grabados en linóleo realizados en México. En 1925 fue nombrado director de la epal de Tlalpan y su prioridad fue el establecimiento de un área de producción editorial, que significó el establecimiento del primer taller de grabado formal aparte del antiguo de la academia, el cual incluyó el grabado en lámina.
Por sus antecedentes en el taller de Tlalpan, resultó lógico que Díaz de León quedara a cargo del taller de grabado en metal de la enba cuando Valadez se retiró en 1929. En un primer momento contó con Carlos Alvarado Lang como su ayudante; pero al año siguiente, al confirmarse por Diego Rivera, entonces director de la escuela, la creación de los nuevos talleres de grabado en relieve y en hueco, cada uno quedó a cargo del de su especialidad. El taller de hueco pronto adoptó el nombre de Taller de Artes del Libro y fue el antecedente de la Escuela de Artes del Libro, también creada por Díaz de León en 1938.
En 1928, un importante grupo de artistas se había inconformado abiertamente contra las enseñanzas de la enba, a la que consideraban un foco de acción contrarrevolucionaria. Entre ellos encontramos a pintores que habían trabajado el grabado, principalmente en las epal, como Fernando Leal, Ramón Alva de la Canal, Gabriel Fernández Ledesma, Fermín Revueltas y Leopoldo Méndez. Ellos crearon el Grupo 30-30, en cuyo manifiestoprotesta preguntan y responden: “¿Qué es un artista revolucionario? Aquel que tomando parte activa en el empuje del pueblo, en sus reivindicaciones, hace de su obra un esfuerzo por ser útil a dicho movimiento. ¿Qué género de obra debe hacer? Aquel que estéticamente contribuya a liberar el gusto público de la educación colonial, tendiente a avasallar la ideología popular. Aquel que hable directamente a las masas, animándolas a la lucha, y que sirva para formar el orden social nuevo a que aspira el pueblo”.6 Esta declaración ya nos muestra la nueva línea de acción, que después se generalizaría.
Fuera de la enba y de las epal, el nuevo grabado mexicano también se habría de desarrollar aceleradamente a partir de 1923, cuando se creó el Sindicato de Pintores, Escultores y Grabadores Revolucionarios de México, del que formaron parte Rivera, Orozco, Siqueiros, Goitia, Méndez, Tamayo, Covarrubias, Montenegro y Fernández Ledesma. El grupo se transformó bajo diferentes denominaciones, con altas y bajas de sus miembros; se conoció a mediados de los años treinta como Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios, de la cual a su vez se derivó el Taller de Gráfica Popular en 1937.
El principal animador de este último grupo fue Leopoldo Méndez, quien había coincidido en la academia con Díaz de León, en los talleres de Saturnino Herrán y Emiliano Valadez, y fue quien descubrió su definitiva vocación gráfica colaborando como ilustrador del grupo estridentista a principios de los años veinte. Sin duda, Méndez llegó a ser el más importante exponente de la tradición heredada de Posada.
El nuevo grabado mexicano también supo nutrirse de influencias externas, como la oriental, representada por Tamiji Kitagawa, ayudante de Díaz de León en la epal de Tlalpan, donde fue maestro en el uso de materiales, instrumentos y papeles japoneses, y quien terminó como director de la última epal, ubicada en Taxco.
Como se ha mostrado, la renovación de la gráfica mexicana en el siglo xx se debió a una suma de circunstancias afortunadas, entre las que destacaron el rechazo de expresiones artísticas caducas y la consiguiente renovación de la tradición académica; el surgimiento de una nueva identidad nacional derivada de la Revolución mexicana; la adopción de pedagogías artísticas innovadoras; una educación artística abierta a todos los interesados; la apertura crítica a influencias externas, y particularmente la posibilidad de desarrollo de jóvenes creadores en grupos afines, en los que se potenciaron sus aportaciones al estimularse mutuamente.
1 Eduardo Báez Macías, Historia de la Escuela Nacional de Bellas Artes (antigua Academia de San Carlos), 1971-1910, unam-enap, México df, 2009, p. 199; Guía del Archivo de la Antigua Academia de San Carlos, 1867-1907, vol. ii, unam-iie, México df, 1993, exp. 9679 y ss.
2 José Clemente Orozco, Autobiografía, Era, México df, 1970, p. 30.
3 vvaa, Saturnino Herrán. Instante subjetivo, Fundación Cultural Saturnino Herrán ac/inba/ica, México df/Aguascalientes, 2010, p. 184.
4 Rubén Darío incluso le escribió un poema, citado en Adolfo Castañón, “A veces prosa. Saludo a Alfredo Ramos Martínez”, Revista de la Universidad de México, núm. 126, agosto de 2014, p. 95.
5 Raquel Tibol, Gráficas y neográficas en México, unam-sep, México df, 1987, pp. 23 y 24.
6 Hugo Covantes, El grabado mexicano en el siglo xx, 1922-1981, edición del autor, México df, 1982, p. 30.