Los medios de comunicación nos trasmiten de continuo hechos de violencia, sea que correspondan a actos individuales relativos a crímenes pasionales o asesinatos vinculados, por ejemplo, con el narcotráfico, como igualmente difunden actos de violencia colectiva, incluso institucionalizada, en tanto la ejercen organizaciones gubernamentales o de otro tipo, como sucede en manifestaciones callejeras, ataques terroristas o actos de guerra. La primera interrogante que surge cuestiona el origen de tantos conflictos violentos, para la cual habitualmente se encuentran dos aseveraciones posibles en los mismos medios de comunicación. La primera entrevé que “los seres humanos somos violentos por naturaleza”; la segunda, no necesariamente contrapuesta a la primera, es que “cada día hay más violencia”, lo cual pone de manifiesto la “descomposición (del tejido) social”. ¿Cuál disciplina científica nos permite explicar mejor la violencia entre los seres humanos? ¿La violencia obedece a un fundamento genético o es exclusivamente un producto social?
La violencia no es equiparable al conflicto, pero en muchas ocasiones se superponen, y como ha establecido la sociología posfuncionalista, los conflictos son inherentes a la sociedad y tienen efectos —su conceptuada productividad social—. Lo mismo podemos aseverar de la violencia. Una lectura superficial de los medios de información nos construye la percepción de que la violencia se desborda por todos lados, en todos los asuntos humanos, en mayor medida en aquellos conflictos en los que las partes recurren a ella de manera intencionada para escalar sus acciones, como parte de una estrategia para lograr una solución a su favor; o bien, los involucrados sencillamente no fueron capaces de dominar su irracionalidad, asociada al nulo autocontrol de sus emociones. Nos resulta inmoral la violencia intencionada y “excesiva”, aún más aquella a la cual no le encontramos sentido desde nuestra propia perspectiva, aunque seguramente quienes la despliegan sí le encuentran razón de ser. De esa manera, la violencia siempre aparece con un sentido negativo, y entonces surge el juicio moral que le imputa al culpable inconciencia, irresponsabilidad o irracionalidad.
La disputa en las ciencias sociales y humanidades respecto a la violencia y el origen del juicio moral siempre ha sido intensa. En mayor parte, porque las mismas ciencias de lo humano —considerando que las ciencias sociales y las humanidades no son lo mismo pero se superponen ampliamente— mantienen varios supuestos respecto a la “naturaleza humana”, como parte de una contradictoria categorización desarrollada con el surgimiento de la ciencia moderna.
Actualmente se encuentran, por un lado, posturas de un profundo relativismo cognitivo y cultural, en el que las ciencias son “narraciones” desde las cuales es absurdo e innecesario indagar los esquemas cognitivos y sociales de la violencia de los humanos, en tanto todo es relativo ya que es cultural e histórico (contingente), por lo que la violencia deviene en una construcción social1 ajena a determinaciones de algún tipo, mucho menos a algún factor biológico. En el otro extremo encontramos las explicaciones causales de las ciencias naturales, ahora fortalecidas por una conjunto de neurocientistas que están descubriendo el correlato neural en el cerebro de nuestras conductas, emociones e incluso pensamientos “racionales”. Ambas son producto de la concepción de naturaleza humana heredada. En estos dos vértices se contraponen las posibles respuestas a las primeras preguntas sobre el origen y la tendencia actual de la violencia.2 La aceptación del determinismo biológico debilitaría el concepto de responsabilidad moral y racionalidad de las decisiones morales y la sociedad perdería el derecho al castigo de los actos delictivos; pero el asunto está en que sí existen (ontológicamente) los “sesgos cognitivos”, los fenómenos epigenéticos y una base biológica en nuestro “cerebro social” que nos habilita más a unos que a otros para la violencia extrema.
Las distintas vertientes de investigación interdisciplinaria que existen ahora permiten sobreponerse a esta antigua discusión, desde la cual es posible contender con nuevos elementos en la categorización de la violencia y los conflictos como fenómenos sociales sobre una base biológica y cognitiva, haciendo una crítica de la concepción heredada de “ser humano” o modelo estándar de las ciencias sociales, como la han llamado los psicólogos evolucionistas Tooby y Cosmide, sin perder su peso específico los fenómenos sociales.
Esto nos pone en la perspectiva posthumanista,3 desde la que se cuestiona precisamente este concepto de naturaleza humana por su origen sesgadamente antropocéntrico y “occidental”, base de un ideal liberal en cuanto a la capacidad de los individuos para realizarse por autonomía y autodeterminación de la razón y moral. Esto se repite en muchas visiones de la ciencia misma, implícitas en las ciencias naturales experimentales como en las sociales: la aspiración a la racionalidad científica fundamentada en la estricta diferenciación de los fenómenos materiales y los de la mente humana. Es como una revolución copernicana en la que los seres humanos y la “razón” dejan de ser el centro del universo: solo somos otra especie más en un planeta de muchos posibles, y esto debe cambiar nuestra perspectiva acerca de la violencia.
Las ciencias sociales surgieron tratando de emular a las ciencias naturales experimentales establecidas entre los siglos xv y xvii, con Copérnico, Galileo y Newton como principales exponentes de un método de investigación experimental que involucraba la descripción matemática de la naturaleza y un método analítico de razonamiento concebido por Descartes. En esta visión se sostiene que todo el universo está determinado por leyes, con lo cual cualquier ente que se encuentre dentro de él también estará sujeto a dichas leyes, incluido el ser humano.4
Sin embargo, desde esta perspectiva se define frecuentemente al ser humano como el animal racional por excelencia, por encima del resto de los seres vivos, ya que somos capaces de tomar decisiones y realizar las acciones que más nos convienen para conseguir lo que más deseamos como individuos, recurriendo a todos los recursos de que se disponga —sean simbólicos, organizativos o materiales—, evaluando la asignación más eficiente de estos recursos para maximizar el beneficio o minimizar las pérdidas y diferenciando entre conductas morales buenas y malas.
Esta definición está impregnada de las nociones de modernidad y progreso que trajo consigo la revolución científica newtoniana, en la cual se pensó factible explicar el mundo con base en el uso de la razón para el análisis de las evidencias empíricas de causas y consecuencias. Con el conocimiento científico de la sociedad se consideró posible construir un mundo racionalmente perfecto, lo que influyó en las nociones de desarrollo y realización humana como manifestación de la libertad de elegir, en el sentido positivo de Isaiah Berlin.
La capacidad humana de perseguir la perfección individual y colectiva, y sus capacidades biológicas racionales y morales, son poderes universales de la razón autorreflexiva. Esto llevó a que “la ciencia asumiera, incluidas las ciencias sociales, una euforia por la intervención tecnológica y el potencial de mejora humana, y que los seres humanos, insertos en las leyes del universo pero racionales, y por tanto separados de la naturaleza, somos capaces de liberarnos a nosotros mismos a través del uso de la razón. La sociedad es la comunidad de seres racionales, o sociológicamente de sujetos-ciudadanos”.5
El debate inicial llevó a diferenciar la mente —en ese entonces el alma— del cuerpo como entidades ontológicamente distintas. Tanto el racionalismo de Descartes como las nociones mecanicistas del cuerpo —al estilo de Newton—, sostenidas por Locke y Hume, impulsaron el pensamiento liberal de la época con base en tres dogmas entrelazados: la “tabula rasa”, que expresa la aseveración de que en la mente no existen ideas ni características innatas, sino que todo es producto del aprendizaje a través de los sentidos (empirismo), ni mucho menos la “razón”, ya que esta preexiste a la conducta; el mito del “buen salvaje” al estilo de Rousseau, bajo el cual se afirma que toda persona nace buena pero la sociedad la corrompe (reiterado hasta en propaganda política hace pocos años), y el “fantasma en la máquina”, locución empleada por el filósofo Gilbert Ryle en su crítica del conductismo skinneriano, ya que la mente-alma toma decisiones sin depender de la biología.6 La violencia “irracional” es, entonces, cuestionable moralmente, no explicable en ocasiones desde sus determinaciones sociales, pero menos aun desde las biológicas, sino que solo cabe apelar a la conciencia de los perpetradores.
Las ciencias sociales que asumieron en parte este modelo newtoniano reprodujeron su concepción de la naturaleza humana estableciendo sus “objetos de investigación” como entidades ontológicamente distintas de la física y la biología. Se considera que las personas, gracias a su facultad de lenguaje, las cuales crean realidades de significado por medio de interacciones, símbolos, conductas y creencias, se construyen tales realidades, lo cual se refleja plenamente en el concepto de cultura, civilización o sociedad, opuesto al de naturaleza propio de muchas teorías sociales, como ha dominado en una buena parte de la antropología (la cultura definida tanto por Franz Boas como por Clifford Geertz), la sociología (claro ejemplo en Durkheim) o la economía (con el axioma del Homo economicus), porque así lo social es solamente explicable en términos de lo social. Desde esta perspectiva, la violencia es cultural, social e incluso “relativa”, pero nunca se considera su base biológica o cognitiva.
La filosofía y varias disciplinas científicas del siglo xx siguen siendo escenario de la controversia sobre la relación mente/cerebro,7 a pesar de que se han difundido ampliamente doctrinas en las que el ser humano ya no es el centro y medida de todas las cosas. Se cuestiona profusamente la separación occidental del dualismo entre naturaleza y sociedad y su antropocentrismo con una nueva serie de ideas respecto a lo que significa la naturaleza humana.
Esto resulta fundamental en las actuales ciencias sociales, en las cuales, desde distintas interdisciplinas, se está desmoronando la concepción heredada del ser humano, el humanismo clásico, en cuya etapa reciente se han recuperado nociones como la de identidad y una antigua discusión sobre la contingencia de la historia o sus leyes, así como sobre la violencia y el altruismo. ¿Somos malos y violentos por “naturaleza” o todo lo contrario? ¿De dónde vienen los juicios morales? ¿Cómo es entonces la relación entre la construcción social y la base biológica, dada como condición? Los amplios descubrimientos de las neurociencias respecto a problemas clásicos de la filosofía de la ciencia han llevado a pensar que mucho de lo que ocurre en la mente/cerebro implica —no significa reducir— la conciencia como un producto de fenómenos neurobiológicos. Nuestra postura se ajusta a la mente como producto de redes neuronales y, por lo tanto, nos resulta falsa la separación mente/cerebro de Descartes o la concepción de la violencia solamente como un producto social, por lo que explicar lo social —en el sentido de identificar las relaciones causales y sus consecuencias— tiene también una base biológica, como es el desarrollo de nuestras capacidades cognitivas, tal vez al estilo de un Piaget reformulado.
Se puede examinar este cambio desde la perspectiva teórica de la economía, que se autodefine como el estudio de las decisiones racionales humanas. La teoría económica convencional ha mantenido el axioma de los individuos que toman decisiones racionales, a pesar de múltiples cuestionamientos desde todos los ángulos.8 En las últimas décadas se ha consolidado una perspectiva alternativa con base en la evidencia más sofisticada que nos proporcionan las imágenes del cerebro humano funcionando en tiempo real. Esto significa que es posible “estudiar” el cerebro cuando tomamos una decisión económica. En algunas se enfatiza la escasez de información respecto a lo que se tiene que decidir, la racionalidad limitada, la aversión al riesgo que implican las consecuencias no previstas de cada acción, así como efectos emergentes de las conductas agregadas.
Entre estos cuestionamientos de la elección racional en la economía está el del enfoque interdisciplinario que, según su énfasis, toma distintos nombres. Para unos es la economía experimental; para otros, la economía conductual, la economía de las emociones o la neuroeconomía.9 Lo que han descubierto los científicos situados en estos enfoques es que las decisiones humanas son realizadas de acuerdo con principios distintos de los de la elección racional, principalmente porque nuestra circuitería neuronal emplea en la elección métodos heurísticos que simplifican o sustituyen la necesidad de calcular costos y beneficios. Estos son procedimientos mentales “intuitivos” que seguimos en mayor medida de forma inconsciente, mediante los cuales logramos una decisión lo más rápido posible, por más compleja que sea, con el mínimo consumo de recursos cognitivos y sin elaborar cálculos complejos, aunque sí tengamos inconscientemente un procedimiento neuronal de asignación de probabilidad. Las decisiones mezclan lo emocional, el pensamiento intuitivo —basado en procedimientos heurísticos— con distintos niveles de racionalidad, generalmente esta última en menor grado.
Se ha identificado así un conjunto importante de sesgos o ilusiones cognitivas, todas descubiertas o demostradas de manera experimental, con las que se expone la gran cantidad de desviaciones del cálculo racional en la forma de tomar decisiones. Entre estos se encuentran el sesgo diagnóstico, la aversión al riesgo, el enmarcado de las decisiones, el efecto dotación, el efecto de anclaje, la falacia de la conjunción, la asignación de probabilidad, entre muchas otras.
Un ejemplo típico de la economía surgido de la teoría de juegos y desarrollado por la economía experimental es el del juego del ultimátum. Este consiste en contraponer jugadores “racionales” que, se supone, toman las decisiones que más les convienen económicamente. Consiste en proponerle la entrega de una cantidad de dinero al primer jugador a condición de que se lo reparta con el segundo jugador, el cual solo recibirá lo que el primero considere conveniente. La economía convencional supone que el sujeto que recibirá del primer jugador debería conformarse con cualquier cantidad, por mínima que sea, porque eso es más que nada, y por su parte, el primer jugador debería tender a maximizar su utilidad, es decir, entregarle al segundo jugador una cantidad mínima, y así se alcanzaría un equilibrio. Pero los economistas interesados en demostrarlo empíricamente en distintas sociedades han encontrado que nada de esto sucede, sino que más bien tiende a haber un reparto altruista del primero y un principio de equidad del segundo jugador, que no aceptará nada si no es justo. Lo que entra en discusión es que, como especie, poseemos una tendencia cognitiva hacia la cooperación y el altruismo, lo cual impregna las decisiones de alguna influencia de los genes, pero no como una determinación.
Después de cada acto de violencia, en los medios de comunicación se afirma que los humanos somos el único animal que mata por placer, hace la guerra y comete genocidios. Las neurociencias y las ciencias sociales se han unido para explicarlo. Uno de los grandes puntos de reunión es la caracterización del modo en que atribuimos ciertos estados mentales o emocionales a los demás con el fin de intuir su comportamiento y cómo los humanos somos capaces de cometer actos de lesa humanidad sin sentir remordimientos morales. Este es uno de los fundamentos de la acción social: siempre estamos actuando en relación a cómo interpretamos la conducta de los otros.
En 1996 se identificaron las neuronas espejo, de las cuales hay varios tipos, y se vincularon con la imitación, el lenguaje, el aprendizaje, el reconocimiento de las emociones y la empatía, y cuando fallan, con el autismo o la esquizofrenia. La empatía es la capacidad de una persona para vivenciar los pensamientos y sentimientos de los otros, reaccionando rápida y adecuadamente, sin que pasen necesariamente por el razonamiento consciente. Esto significa que actuamos en relación con los otros sin reflexionarlo mucho, lo que muestra que los juicios morales son mayoritariamente intuitivos.
Si bien no se ha encontrado un centro de razonamiento moral en el cerebro, con estos descubrimientos se evidencia que el razonamiento moral y su aplicación a los demás y a uno mismo nos ha ayudado a la supervivencia como especie. La neurociencia social ha dado en llamarle a esta propiedad de la mente humana “cerebro moral”, ya que es un órgano construido para sentir no solo las propias experiencias, sino también las de los demás, con lo cual queda demostrada la base neurológica de la conducta social. Nuestro cerebro evolucionó con base en la interacción social. El chisme, la mentira, la elaboración de planes e intrigas son, a fin de cuentas, signos de desarrollo cognitivo. La función esencial del cerebro es tomar decisiones y en ninguna dimensión de la conciencia se toman más decisiones que en los asuntos sociales.
Entonces, si la bondad y el altruismo están en nuestro cerebro, ¿de dónde surge tanta maldad en el mundo? Pues resulta que también del mismo sitio. Nuestra necesidad de pertenencia al grupo va de la mano del respecto a la autoridad a través de las relaciones jerárquicas y el cumplimiento de roles sociales. Stanley Milgram desarrolló un famoso experimento en el que, bajo el contexto de la autoridad de un científico que daba las órdenes, sujetos normales eran capaces de infligir sufrimiento a otros. En otro experimento, Philip Zimbardo simuló una prisión en la cual estudiantes universitarios asumieron roles de guardianes y prisioneros, llegando a comportarse como tales en poco tiempo; esto lo designó como el “efecto Lucifer”.
En uno de sus últimos libros, muy criticable, el psicólogo Steven Pinker afirma que la violencia en el mundo se ha reducido, y lo documenta con estadísticas de muertes violentas en sociedades preestatales, de la Edad Media y actuales, considerando incluso las guerras mundiales, destacando los países centrales.10 Aun así, y considerando todavía el gran desfase entre México y estos países, nos seguirán pareciendo insoportables los niveles de violencia que vivimos. Y tal como hace Pinker al aludir al sociólogo Norbert Elias respecto al proceso civilizatorio como causante de la declinación de los hechos de sangre en Europa, nos preguntamos sobre la condición imperiosa de alcanzar otro nivel civilizatorio, bajo el reconocimiento de que los seres humanos solo somos una especie más en un planeta de muchos posibles, y admitiendo también las raíces cognitivas de nuestras conductas, individuales y colectivas, las cuales se deberán tomar en cuenta para lograr soluciones más complejas y a largo plazo para el diseño de las instituciones sociales que deban regularnos.
1 Véase las posiciones contrapuestas en Ian Hacking, ¿La construcción social de qué?, Paidós Ibérica, Barcelona, 2001 y en Paul Watzlawick y Peter Krieg (comps.), El ojo del observador. Contribuciones al constructivismo, Gedisa, Barcelona, 2000.
2 Existe una amplia literatura respecto a la contraposición entre las explicaciones causales deterministas de las ciencias naturales y el relativismo de las sociales, que van de la dicotomía entre ciencias duras y blandas —las dos culturas de Snow— a las posiciones epistemológicas relativistas posmodernas y hermenéuticas. Una aproximación a estas disputas se encuentra en Antonio Arellano Hernández, “La guerra entre ciencias exactas y humanidades en el fin de siglo: el ‘escándalo’ Sokal y una propuesta pacificadora”, Ciencia Ergo Sum, vol. 7, núm. 1, 2000, pp. 56-66.
3 Rosi Braidotti, Lo posthumano, Gedisa, Barcelona, 2015.
4 Fritjot Capra, Turning point: science, society, and the rising culture, Bantam Book, Nueva York, 1982, cap. 2, pp. 53-74.
5 Rosi Braidotti, Lo posthumano, op. cit., pp. 25-29.
6 Tal como lo expone el psicólogo evolucionista, seguidor de la teoría computacional de la mente, Steven Pinker, La tabla rasa. La negación moderna de la naturaleza humana, Paidós Ibérica, Barcelona, 2003, cap. 2.
7 Este es otro de los grandes debates con una amplísima literatura y posturas, desde la teoría emergentista de John R. Searle y la teoría computacional, conexionista y modular de la mente (Jerry Fodor, Noam Chomsky, Steve Pinker), hasta la de las redes neurales (Antonio Damasio, Joaquín Fuster) y la cuántica de Penrose.
8 Desde distintas categorizaciones, véase Amartya Sen, “Los tontos racionales: una crítica de los fundamentos conductistas de la teoría económica”, en Frank Hahn y Martin Hollis, Filosofía y teoría económica, fce, México df, 1986, y Herbert A. Simon, Naturaleza y límites de la razón humana, fce, México df, 1989.
9 Paul W. Glimcher, Decisiones, incertidumbre y el cerebro. La ciencia de la neuroeconomía, fce, México df, 2009, y Matteo Motterlini, Economía emocional. En qué gastamos el dinero y por qué, Paidós, Barcelona, 2015.
10 Steven Pinker, Los ángeles que llevamos dentro: el declive de la violencia y sus implicaciones, Paidós, Barcelona, 2012.