Opiniones, conceptos e imágenes del mundo indígena en el sureste mexicano

Antonio Padilla Arroyo*
Alcira Soler Durán*


El presente texto tiene entre sus propósitos describir algunas representaciones del mundo de la educación en México a finales del siglo xix y principios del siglo xx. En este periodo, una de las peculiaridades sociales y culturales del país fue tener un alto índice de población rural, compuesta de campesinos e indígenas, la cual se concentraba en los estados sureños, entre ellos Chiapas y Oaxaca. En la actualidad, estas entidades federativas se han singularizado por sus altos niveles de pobreza, discriminación y exclusión social que, en el campo educativo, se expresan en elevadas tasas de analfabetismo, deserción y ausentismo escolar. En este marco, se analizan motivos que permiten comprender y explicar tal situación, así como presentar información que ilustra las dimensiones de la problemática cultural que enfrentaban los pueblos originarios.

En efecto, entre el último tercio del siglo xix y el primero del xx se generó un amplio debate acerca de la pertinencia de crear una modalidad educativa que atendiera a los sectores rurales en México. Se admitió que la gran mayoría de los habitantes del mundo rural habían padecido el abandono y el desinterés de las élites políticas y culturales. Esto implicó, más que un programa acabado y definitivo, un proceso que dio por resultado la educación rural; dentro de ésta, se derivaron estrategias y contenidos específicos para la población indígena, los cuales fluctuaron entre la castellanización simple y llana y el reconocimiento de la cultura indígena. Acaso con ello, de manera incipiente, se gestó un proceso sistemático de reflexión sobre la importancia de la interculturalidad en México.

De ahí la importancia de revisar y examinar diversas prácticas discursivas que involucran a distintos productores de discursos en cuanto a que éstos permiten develar las ideas, percepciones, creencias, prejuicios y juicios de valor acerca de lo indígena, así como del significado y el sentido que tenían la educación y la escuela como parte de la labor civilizatoria que representaba su incorporación al Estado nación. En este sentido, se analizan las prácticas discursivas de quienes contribuían a elaborar el pensamiento pedagógico, como intelectuales, maestros, educadores, autoridades políticas y educativas, y que se materializaba en textos escritos, como folletos, artículos, revistas, libros o informes y memorias de gobierno, los cuales se dirigían a públicos diferenciados.

Aproximaciones

En un breve escrito titulado La dentadura natural y artificial. Manera de conservarla y de repararla, opúsculo dedicado a la instrucción del pueblo, publicado en 1894 por la Imprenta del Gobierno del Estado de Chiapas, a cargo de Félix Santaella, uno de los pensadores y científicos más prominentes del estado de Chiapas, Mariano Nicolás Ruiz Suasnávar, apuntaba varias ideas que, en gran medida, son representativas de las concepciones que prevalecían acerca de la población indígena, de lo que juzgaba el nivel educativo que poseían y, por añadidura, de la amplia labor educativa que había que emprender para, según sus propias expresiones, mejorar la condición social y cultural de la población indígena y, por añadidura, de los habitantes de las regiones donde se asentaba mayoritariamente tal población de la entidad.1

Nuestro interés reside en destacar que esta obra no estaba dedicada por entero a la educación de los indígenas; por el contrario, se trataba de una obra cuya materia, como expresaba en la introducción, estaba destinada al cuidado y la higiene bucal. Acaso por ello no deja de llamar la atención que hubiera formulado diversas reflexiones sobre la condición indígena, en especial de las mujeres indígenas, y que por medio de ellas nos enterara de que en su mayoría se desempeñaban en el trabajo doméstico y en la crianza de los menores.

Ruiz Suasnávar consideraba, de acuerdo con las corrientes pedagógicas de la época, que uno de los principales deberes de los padres de familia era garantizar el bienestar de sus hijos mediante una “buena educación física, intelectual y moral, la cual debe comenzar desde la misma cuna, para ser más fructuosa y eficaz”.2 Por ese motivo creyó oportuno realizar algunas observaciones acerca de lo que juzgaba inadecuado para los menores.3

Entre algunas de ellas hacía notar que uno de los principales errores en la educación de los hijos era “la costumbre vigente entre nosotros y debido sin duda a nuestro trato con los indígenas4 [de] confiar el cuidado de los niños a las llamadas en término vulgar pilmamas o cargadoras”.5 Enseguida explicaba las razones de tal práctica: la economía que representaba el contratar a los hijos de los indígenas para el servicio doméstico y depositar en ellos la crianza, lo que redundaba en una atención inadecuada de la niñez, la cual adolecía de muchos defectos.

En particular, Ruiz censuraba distintas prácticas culturales que eran parte del mundo indígena y que, según su parecer, perjudicaban el desarrollo físico de los menores. La primera, “la costumbre de llevar a los niños en brazos o en las espaldas, [que] es notoriamente injuriosa a su desarrollo físico”, en tanto que les impedía la libre circulación de la sangre debido a la postura que adoptaban, así como el libre movimiento para desarrollarse, además del peligro de una caída. Por lo tanto, opinaba que el niño, desde que podía andar, debería dejársele caminar, sentarse o acostarse cuando le agradara, porque de otro modo se criaría enfermo y débil y, finalmente, causaría “hartos sufrimientos a los padres”.6 Según Ruiz, sus dichos estaban acordes con “las indicaciones de la naturaleza”.7

La segunda costumbre a la que enderezó su crítica era la limpieza, la cual era necesaria e indispensable en la infancia. Para nuestro autor, ésta tampoco podía ser bien atendida “por esas pilmamas, naturalmente sucias y desaseadas”,8 pues esto ocasionaba que los niños se criaran en las mismas condiciones que ellas, adquiriendo ese hábito que, con el paso del tiempo, era difícil de modificar. La consecuencia era obvia: enfermedades contagiosas, entre las que se encontraban la sarna, tiña, piojera y sífilis, y “otras que provienen del desaseo”, contagiando a los “mismos niños por su continuo roce con estas gentes”.9

Una tercera práctica cultural defectuosa se refería al cuidado de la alimentación. Para Ruiz, la errónea y defectuosa alimentación que proporcionaban las mujeres o jóvenes indígenas a los niños era el origen de las “frecuentes indigestiones y diarreas”. De forma por demás paradójica, el estudioso sancristobalense y comiteco por adopción, consideraba que el motivo principal de tal error se debía a la condescendencia que ellos tienen, "dándoles de comer frutas y verduras y otras sustancias de difícil digestión y tal condescendencia provenía de su interés “por contentarlos cuando lloran”.10

Otra práctica cultural que todavía estimaba aún más grave aunque era compartida por los otros grupos sociales, pero que Ruiz atribuía únicamente a la población indígena, era la narración de “cosas fantásticas y espantosas” que amedrentaban a los niños y les creaban temor con el objetivo de obligarlos a estarse quietos. Para Ruiz, los relatos eran la causa de afecciones nerviosas y de “esa timidez que tanto trabajo cuesta hacer que se borre aun en la edad madura”. Tales fantasmas eran el pipi, el mono, entre otros, que los traían a la imaginación y que quedaban grabados en ella, influyendo en su salud y en sus costumbres. Esto explicaba a los niños miedosos, cobardes y supersticiosos. Asimismo, encontraba en las actividades recreativas costumbres nocivas y desventajosas para su educación. Por ser “ellas naturalmente torpes”, no podían sino proporcionarles “más que juegos salvajes y viles, con que más bien entorpecen que educan sus facultades”, según afirmaba Ruiz.11

Finalmente, “en lo tocante a la moralidad” era donde más inconvenientes había y donde más había que “deplorar”. Por tratarse de uno de los aspectos más interesantes en términos de las ideas alrededor de las cuales se forjó gran parte del proyecto educativo de las élites culturales, citamos en extenso uno de los párrafos donde se resumen las concepciones acerca de lo indígena. Ruiz lanza las preguntas siguientes: “¿qué pueden enseñar semejantes criadas a los niños, en una edad en que son capaces de adquirir toda forma que se les quiera dar, y que debieran aprovechar para fundar en su mismo organismo, que entonces se está todavía formando, el cimiento de todo bien? ¿Podrá esperarse que les enseñen buenas maneras, las que nunca han tenido más que instintos y costumbres salvajes: que ayuden a la educación, las que nunca han tenido buena: que den buen ejemplo, las que poco o nada saben de moralidad?”.12

Enseguida anotaba las respuestas, que eran casi obvias: todo y nada. Los vicios más acendrados y nocivos, como la venganza, el rencor, la desobediencia, el robo, la falta de respeto a sus padres, la indocilidad, la tenacidad en su propio querer, en una palabra, “el salir con sus caprichos en todo; y otros mil de que los padres pueden estar mejor informados”.13 Dichos comportamientos no se limitaban a quienes estaban bajo su crianza sino que se extendían a todos los miembros de la familia, pues la práctica de vivir en la misma casa los ponía en relación con ellas. Ruiz sentenciaba: “La educación de estas gentes es harto difícil por ser naturalmente rudas y de ordinario de malas inclinaciones, en los que los amos poco o nada se fijan al admitirlas en su servicio y hacerlas compañía de sus hijos y para que su ejemplo no influyera en éstos sería menester comenzar para ellas una laboriosa y difícil educación”.14

Para Ruiz, una de las alternativas para solucionar tal situación era adoptar la práctica cultural que, según su decir, se acostumbraba en “otros países civilizados”: la institución de la criandera o niñera, la nana, como se denominaba en Estados Unidos o nourse en Inglaterra. Éstas habían demostrado ser mujeres juiciosas, provectas y de buenas costumbres, lo que implicaba un mayor salario al que se le pagaba a los indígenas, lo que implicaría un mejor cuidado, ahorrándoles a las madres “los continuos disgustos que esas gentes rudas ocasionan”. De este modo, concluía Ruiz, se aboliría el sistema de crianza vigente y la sociedad en su conjunto se beneficiaría, pues se les daría ocupación honrosa a tantas mujeres que, por no tener un empleo lucrativo, pasaban la vida en la mayor pobreza.15

Si esta era la lógica que predominaba entre las élites y las autoridades políticas y educativas acerca de la instrucción, en específico de la educación higiénica, no es de sorprender que gran parte de los contenidos curriculares de los planes y programas de lo que podría caracterizarse como “educación para indígenas” hiciera énfasis en estos temas. La historiografía de la educación en México ha puesto de relieve la importancia que se le confirió a lo que, al final del siglo xix y la primera mitad del siglo xx, se delimitó como educación indígena.

A este respecto, retomamos dos textos que, en gran medida, coinciden con los fines y medios de la llamada educación indígena, que en realidad se trataba de un proyecto civilizatorio, pues rebasaba el ámbito propiamente escolar hasta comprender todos los aspectos de la vida social y cultural de los pueblos indígenas. En mayo de 1926, José María Puig Casauranc, en su condición de secretario de Educación Pública, expuso ante el Segundo Congreso de Directores Federales sus consideraciones acerca de la “cuestión indígena” y de las posturas que se sostenían alrededor de ella, en particular de la función que tenía la educación indígena.

Casauranc aludió, en efecto, al “problema de la educación rural de la raza indígena” y, con cierta ambigüedad, pues al parecer era más una duda acerca de estar en lo correcto, describía los atributos que poseía el indio, “con grandes virtudes, con cualidades de orden físico y espiritual verdaderamente excelsas”.16 También establecía que tenía “mil lacras, unas, resultado de su misma organización psíquica y de su vida social”, si bien también admitía que otras eran producto directo del “feroz egoísmo de los opresores extranjeros y criollos y mestizos que han obrado por siglos y siglos sobre ellos”.17 Ante tal situación, sugería que el objetivo principal de la educación indígena era lograr que “no se sientan distintos de nosotros” y, por añadidura, “hacer que convivan con nosotros”.18

Casauranc reconocía, con cierto pudor y de manera contradictoria, que era indispensable “lograr la civilización indígena”, pero con la condición de inculcarle la civilización —así, en abstracto—, que “aún con todas sus crueldades, es el único medio capaz de redimir y enaltecer a los susceptibles de adaptarse y de convertirse en triunfadores”.19 En otras palabras, postulaba la necesidad de la asimilación cultural como proyecto civilizatorio. En otra intervención suya ante el Congreso de Campesinos del Estado de México, llevado a cabo en octubre de 1925, había formulado algunas ideas en las que retomaba una discusión acerca de la “cuestión indígena”. En esa ocasión apeló al conocimiento que, como médico, había acumulado para asegurar que “existen, latentes algunas pero formidables todas, grandes cualidades físicas y morales en nuestras razas indígenas y en nuestro variado y rico mestizaje”.20

En suma, la tarea cuya responsabilidad recaía en la educación indígena era la transformación civilizatoria o, en palabras del propio secretario de Educación, “el maravilloso experimento psicológico social” que encarnaba la Casa del Estudiante Indígena.21 En ese mismo tema, con una experiencia específica por ser profesor en una escuela indígena, la escuela superior de Teotitlán del Camino, Valerio Gómez expuso sus reflexiones y propuestas acerca de los fines y los medios de la educación indígena. En primer lugar, precisa la idea de la civilización: regenerar la raza indígena, la cual estaba conformada por una población con diferentes dialectos y diversas costumbres que poseía con escasa o ninguna cultura, mediante el fomento de una “vida más intensa”, lo que significaba un intercambio continuo con la mayoría de los habitantes de México; en segundo, sostenía que tal labor se había hecho de forma parcial, por medio del reparto de la tierra y de la creación de ejidos, así como por el establecimiento de escuelas y formulando programas de enseñanza que se habían adaptado a las diferentes clases de planteles.

Enseguida, Gómez apuntaba que los resultados obtenidos por estas acciones no eran suficientes. En lo que respecta a la educación, sostenía la importancia y la necesidad de brindar una educación completa y esto sólo era posible por la adquisición del idioma castellano. Aquí cabe destacar un aspecto que consideraba de suma trascendencia en el proceso de regeneración de la población indígena: el idioma en tanto artefacto cultural. Éste no sólo era un instrumento para comunicarse con el resto de los mexicanos, sino que constituía una herramienta primordial para la transformación intelectual, física y moral de los indígenas, en particular del “niño indígena”, porque a través de él se les inculcaría una concepción del mundo distinta, con conocimientos nuevos que, a su vez, les enseñaría a pensar y hablar de otra manera, alimentando y fortaleciendo su espíritu con ideas claras que pudieran “hacerle pensar en el mismo idioma” —por supuesto, el castellano— y evitando además el esfuerzo y la fatiga que implicaba traducir de su “dialecto” al castellano o viceversa.

En otras palabras, no se trataba simplemente de una traducción del mundo del nosotros al mundo de los indígenas, sino de un acto de mutación cultural o civilizatoria, lo cual, admitía Gómez, era la parte más difícil, aunque “no irrealizable”, del proyecto educativo que se encarnaba en la educación indígena que, por otra parte, debía reducirse a dos años.22

Un ejemplo de lo que podría esperarse de la educación indígena es el informe que brindó el director de la Escuela Normal Rural de San Antonio de la Cal de Oaxaca en 1926. En primer lugar, informaba que la mayoría de los alumnos de esa institución eran “principalmente de las clases indígenas” y, en segundo lugar, hacía notar la evolución que había ocurrido en su modo de vida: “Los alumnos de la escuela de mi cargo han principiado a tener un despertamiento, presagio de buenas esperanzas, […], son inteligentes y sus facultades de adquisición son buenas […]; de todo preguntan, en todo se fijan, toman apuntes, usan la biblioteca, inquieren sobre el barómetro […]; en fin son niños que están aprendiendo y aún lo más sencillo les causa asombro y despierta en ellos la curiosidad. Jamás creí que tanto bien pudiera hacerse a esta gente olvidada por tanto años”.23

Imágenes del indígena

En el mensaje leído por Emilio Pimentel, gobernador del estado de Oaxaca, el 16 de septiembre de 1905, al referirse a los concursos literarios, los exámenes y las festividades, se alude a la instrucción pública del estado y a que la educación donde se forman los abogados “de nuestro Foro, los Doctores del Protomedicato Oaxaqueño, los Farmacéuticos, los Comerciantes, los Telegrafistas, etc., etc., ha funcionado el pasado año con toda rigurosidad”.24

En ese mismo año, el mensaje presentado por Pimentel manifestaba que “los edificios ocupados por las escuelas oficiales no reunían las condiciones para el buen éxito de la enseñanza y la comodidad de los alumnos […] porque estando el Estado en espera de las resoluciones que la Gran Comisión Revisora de las Leyes de Instrucción Primaria y Normal adopte para la construcción de edificios escolares, no ha dictado, para evitar gastos inútiles, ninguna disposición para mejorar las condiciones de las existentes:

”Habiéndose hecho una inquisición el año pasado acerca del número y clase de muebles y útiles de cada una de las escuelas oficiales, se tuvo conocimiento de que en su mayoría carecían de mesas, bancos, y del material más indispensable para la enseñanza”.25

Se trata del informe oficial del gobierno oaxaqueño que da cuenta de la precariedad de las escuelas, en especial las de tercera clase. La Gran Comisión Revisora de las leyes de instrucción normal y primaria planteaba que la forma de enseñanza debía tener lugar del centro hacia la periferia, según establecía el primer punto o tema que la comisión planteaba.

El mismo informe hacía referencia a las dificultades y a la “triste situación de la raza indígena; [el gobierno] se encuentra con la dificultad de aprestar maestros para esa raza, y debe tener presente que nuestro tesoro, a pesar de su estado bonancible, no puede abrir sus arcas con toda la liberalidad apetecida, para satisfacer cuanto antes las muy justas exigencias que tiene actualmente la Escuela Primaria”.26

En contadas ocasionas se menciona en el informe la palabra “indígena”; sin embargo, se encomienda a la Gran Comisión Revisora de las leyes de instrucción normal y primaria la tarea de aprestar maestros para la raza indígena: “El Gobierno dividió sus labores entre 22 sub-comisiones con el objeto de que presentaran dictamen sobre todos los puntos que se referían a los niños en la edad escolar”.27

Pimentel exalta los beneficios brindados a aquellas localidades donde los padres de familia han demostrado buena disposición por la educación de sus hijos. En ningún momento habla de las condiciones de trabajo e infraestructura para los niños de los poblados alejados de las cabeceras municipales donde los padres, por necesidades económicas, falta de alimentos y lejanía de las escuelas, no tienen acceso a la educación para sus hijos. Incluso menciona los castigos suprimiendo la escuela en las zonas de “rebeldía”, como el caso de Santa Catarina Ocotlán: “para castigar la rebeldía incalificable de los padres de familia, pues cree el gobierno que estas medidas de contraste resultarán provechosas para aumentar la concurrencia escolar”.28

Aunque no lo dice claramente, se supone queen la periferia están las escuelas de tercera clase, con niños indígenas y con las condiciones como fueron tratadas estas escuelas. El informe del siguiente año (1906) se refiere a tres puntos primordiales en el ramo de la instrucción pública: el primero, “la marcha regular del Instituto de Ciencias y Artes del Estado, de las Escuelas Normales para Profesores y Profesoras, de la Escuela Industrial Militar y de las demás establecidas en las cabeceras y pueblos de los Distritos”;29 el segundo se refiere a la creación de escuelas regionales para formar el profesorado indígena, con el fin de que “ese cuerpo difunda en los pueblos de su misma raza las luces de una instrucción elemental y sencilla, pero sólida y provechosa, procurando ante todo la enseñanza del idioma español”.30

En el mensaje se demuestra que las escuelas normales no han dado el profesorado necesario para escuelas unitarias, “para la instrucción de los indios y que estas escuelas no llenan su objetivo, ni es posible darles actualmente mejor organización porque los egresos que demandaría esa mejora serían excesivos”.31 Por esta razón, la instrucción y cultura para la “clase indígena” pasó a manos de las escuelas regionales, para los “desvalidos individuos de dicha clase social, sumidos hace siglos en la más crasa ignorancia, no obstante que tienen facultades y aptitudes, lo mismo para las ciencias, que para artes e industrias”.32 Los informes dan cuenta del gran número de escuelas de instrucción primaria creadas en las distintas poblaciones del estado; sin embargo, esas afirmaciones contrastan con la realidad para las poblaciones distantes de las cabeceras y distritos.

Los datos que hemos encontrado confirman la presencia de una población en edad escolar engrosando las filas de analfabetas y una mínima proporción de población alfabeta en los inicios del siglo xx. La mayor parte de la población analfabeta estaba constituida por campesinos, indígenas en su totalidad, ligados a las labores de la tierra y las minas. En el país, los estados con mayor población indígena eran (y lo siguen siendo) Oaxaca y Chiapas.

La educación para los niños del campo era prácticamente nula, pues los programas de educación no llegaban a los rincones del mundo de los trabajadores de las haciendas: los hijos de los peones no gozaron del derecho a la educación, puesto que debían trabajar largas horas en las haciendas. Para estos casos, el principio de igualdad no ha existido, a pesar de que, como lo describe Jorge Vera, “está perfectamente probado que la raza indígena es susceptible de educación, en la más basta acepción de la palabra, y la cultura de su alma es capaz de producir y ha producido frutos exquisitos comparables a los de las razas europeas”.33

La educación no llegó a las regiones más apartadas, en su gran mayoría habitadas por indígenas, en las cuales predominaban las haciendas, rancherías y pequeños poblados. Sin embargo, de manera contradictoria para la población rural, durante las sucesivas administraciones del presidente de la república, Porfirio Díaz, se promovió el auge de las escuelas en las ciudades, especialmente en el Distrito Federal y Territorios, y la apertura de escuelas normales. También se convocaron y realizaron congresos de instrucción pública en los que se debatió y acordó la instrumentación de programas y métodos de enseñanza, entre otros aspectos; pero no se profundizó en la discusión acerca de la educación rural ni de la trascendencia que ésta tenía como política educativa.

Así, el incremento de las escuelas de nivel primario en realidad apenas cubrió la oferta de espacios educativos, pues sólo alcanzó al 20% de la población escolar del país. Como un balance de los logros en materia educativa, en 1905 se creó la Secretaría de Instrucción Pública y Bellas Artes, por iniciativa de Justo Sierra, quien aseguró que “incontables fueron naturalmente las congregaciones de indios, pueblos, rancherías y pequeños poblados que continuaron desprovistos de escuelas primarias, y las villas y ciudades no tuvieron suficientes mientras que en la capital de la República y en la de varios Estados proseguían fabricándose profesores y profesionales al por mayor”.34

Las escuelas alejadas se encontraban en tal estado que los informes de gobierno no lo podían ocultar y los jefes políticos de los poblados clamaban por la dotación de muebles para los planteles. En 1908 el jefe político, Victoriano González, certificaba que las escuelas primarias del distrito de Etla no contaban en su mayoría con mesas ni bancas, que eran necesarias para el servicio, “aun faltando las dotaciones para cubrir otras escuelas que les corresponde según su categoría”.35 También, en el mismo expediente, se encuentra una solicitud promovida por el ayuntamiento de Magdalena Apazco pidiendo la creación de una escuela para niñas, que incluía los muebles y los útiles escolares que necesitaba la preceptora.36

En el siglo xix, los liberales se dieron cuenta de que la raza indígena era necesaria para la modernidad, razón por la cual se debían buscar estrategias para convertir a los indígenas en individuos trabajadores que participaran en la transformación del Estado. Esta estrategia fue la instrucción: “liberales y conservadores compartieron la idea que para civilizar al indio era necesario educarlo y consideraron la educación como una especie de regenerador de la raza”.37

A pesar de que el artículo 3° de la constitución de 1857 formulaba el carácter libre de la enseñanza, bajo el porfiriato se produjo una reacción espiritualista y el clero volvió a controlar totalmente la educación. Ésta obedecía a los intereses económicos y políticos de los grupos monopolizadores de la riqueza del país y habría de servir para sostener la estructura económica y social de la nación, de la que el Estado no era más que un producto. La educación popular fue abandonada totalmente durante este periodo y los campesinos, que eran la mayoría de la población, no tuvieron acceso a ella.

Al inicio del siglo xx, el informe rendido por el gobernador de Chiapas el 16 de septiembre de 1900, decía que “las escuelas en la mayoría de los pueblos del Estado carecen tanto de los útiles más indispensables para la enseñanza moderna, cuenta con un número de alumnos, relativamente al de niños en edad escolar y están inscritos por preceptos que no tienen las aptitudes que para el magisterio se exige, debido ya al poco empeño que los padres de familia muestran por la educación de sus hijos y al descuido con que las autoridades ven la aplicación de la ley sobre la enseñanza obligatoria, y a lo exiguo de los sueldos fijados a los preceptores y al corto número de los que pueden ejercer el profesorado”.38

El conocimiento del mundo rural, y dentro de éste de la cultura indígena, permitió una mayor sensibilidad sobre lo que representaba la educación rural y sobre la necesidad de precisar los fines y contenidos que ésta tenía que cumplir. Aquí se han expuesto algunos discursos que ilustran las ideas que sustentaron la educación rural mexicana en esa época.



* Profesor e investigador, Instituto de Ciencias de la Educación (ice), uaem
** Profesora e investigadora, Instituto de Ciencias de la Educación (ice), uaem


Notas

1 Para este texto se consultó y examinó la nueva edición publicada por el sobrino de Mariano Ruiz y editada por Impresos Molinari Hermanos en México, en 2004. Cabe apuntar que Ruiz Suasnávar también fue autor de un manual titulado Catecismo de Instrucción Cívica para el tercer año elemental dispuesto por Mariano N. Ruiz, publicado en Comitán, Chiapas, en 1923.

2 Ibid., p. 29.

3 Idem.

4 Idem (cursivas de los autores).

5 Idem (cursivas en el original).

6 Idem.

7 Ibid., p. 25.

8 Ibid., p. 26.

9 Idem.

10 Idem (cursivas y agregado de los autores).

11 Idem.

12 Ibid., p. 27.

13 Idem.

14 Idem (cursivas de los autores).

15 Ibid., pp. 28-29.

16 José María Puig Casauranc, “El problema de la educación de la raza indígena. Plática del Secretario de Educación Pública, Dr. J. M. Casauranc, ante el segundo congreso de Directores Federales de Educación, el 28 de mayo de 1926”, El sistema de escuelas rurales en México. Publicaciones de la Secretaría de Educación Pública, Talleres Gráficos de la Nación, México, 1927, pp. 31-33.

17 Idem.

18 Idem.

19 Idem.

20 José María Puig Casauranc, “Alocución dirigida por el Doctor J. M. Casauranc, Secretario de Educación Pública, en representación del señor presidente de la república, al Congreso de Campesinos del Estado de México, la mañana del domingo 18 de octubre de 1925”, El sistema de escuelas…, op. cit., pp. 31-33.

21 Ibid., p. 245.

22 Valerio Gómez, Revista Quinquenal de Educación. Órgano del Departamento de Educación Pública del Estado de Oaxaca, núm. 7, 16 de agosto de 1925, citado en Javier Sánchez Pereyra, Historia de la educación en Oaxaca, 1926-1936, ieepo, Oaxaca, 1995. En 1926 se reportaba que existían en el distrito de Teotitlán 66 escuelas atendidas por 75 profesores.

23 “Escuela Regional para Maestros Rurales de San Antonio de la Cal, Oaxaca”, El sistema de escuelas…, op. cit., p. 284.

24 Emilio Pimentel, “Mensaje leído por el gobernador del estado, Emilio Pimentel, ante la xxiii Legislatura del mismo, y contestación de su Presidente, Guillermo Meixueiro”, 16 de septiembre de 1905, p. 31, ageo, Instrucción Pública.

25 Idem.

26 Ibid., pp. 38.

27 Ibid., pp. 38-39.

28 Ibid., p. 35.

29 Emilio Pimentel, “Mensaje leído...”, op. cit., p. 67.

30 Ibid., pp. 67-68.

31 Ibid., pp. 68.

32 Idem.

33 Jorge Vera Estañol, Historia de la Revolución Mexicana. Orígenes y resultados, Porrúa, México df, 1976, p. 37.

34 Ibid., p. 40.

35 “Carestía de alimentos”, ageo, Sección de Gobierno. Distrito de Villa. Sección 1ª, exp. 89.

36 Idem.

37 Jorge Vera Estañol, Historia…, op. cit., p. 39.

38 Informe del Gobernador del Estado ante la xxiii Legislatura, 16 de septiembre de 1900, Imprenta del Gobierno del Estado, Tuxtla Gutiérrez.