La piedad o el dulce tormento de perderse

Ernesto Méndez Prado


Acontinuación propongo una lectura del relato Amor, de Clarice Lispector, tratando de repensar a partir de él una noción valiosa para la teología, principalmente, y para el credo religioso. Aun cuando no se agota en esos ámbitos, ya que igualmente funda toda una forma de moralidad en la cultura occidental. Para religiones como la cristiana, el mundo está repartido con cierta precisión entre hombres píos e impíos. Hombres con temor de dios y sin él. Piadosos y despiadados.

En el Diccionario de la lengua española se encuentra la siguiente definición, excesivamente programática, de la piedad: “Del lat. piĕtas, -ātis.1. f. Virtud que inspira, por el amor a Dios, tierna devoción a las cosas santas, y, por el amor al prójimo, actos de amor y compasión. 2. f. Amor entrañable que se consagra a los padres y a objetos venerandos. 3. f. Lástima, misericordia, conmiseración. 4. f. Representación en pintura o escultura del dolor de la Virgen María al sostener el cadáver de Jesucristo descendido de la cruz”.1

Inicio ofreciendo una interpretación de la piedad desde la óptica cristiana, tomando como referencia no la famosa obra de Miguel Ángel (Pietà, 1498-1499), sino un hecho fortuito, probablemente una mera fábula sin acontecimiento histórico: el encuentro de Verónica con el Cristo que lleva la cruz a cuestas. Enseguida, penetramos en los recodos de la prosa de Lispector. Ana, una mujer doméstica y adepta a la perfección, cuando es invadida por un sentimiento de piedad, se adultera y pierde toda consistencia. En las páginas que siguen haré el recorrido de este derrumbe y lo relanzaré como una crítica de la visión cristiana de la piedad. Plantearé que Amor cuestiona y redefine la piedad como experiencia transgresora que, al poner el cuerpo a prueba, sofocado y extenuado, pierde sus asideros. Entonces, la piedad quedará más del lado de la agonía y la muerte que de la misericordia y el dolor compartido.

Es posible que todos sepan que Verónica es la mujer que con su velo secó el rostro ensangrentado del Cristo mientras subía al Gólgota para ser clavado en la cruz. Su rostro quedó impreso sobre el velo. No nos lo cuentan los Evangelios, ni figura en el martirologio ortodoxo, sino que viene de la tradición. Producto de la imaginación sufriente de una religión que gusta de la degradación, el escarnio y el dolor de la masacre. Con el madero a cuestas, al mismo tiempo que la milicia romana fustigaba su lomo, Jesús el Cristo proseguía su camino. A esa hora del día en que todo castigo alcanza su cenit de inmundicia, cuando el sol plúmbeo aplasta una cabeza coronada de espinas, y el manantial de sangre espesa salpica y nubla la vista, una mujer, de entre toda esa caterva de mirones y burlones, viene corriendo a enjugar el rostro bañado del moribundo. Detiene la maquinaria del suplicio por un instante para prestar su velo de mujer pía al rostro desfigurado entre sudor, lágrimas y sangre de aquel que ansiaba el reposo.

Sin reparar en jalones, empellones y anatemas, la mujer importuna hasta alcanzar la brasa del rostro que viene a embalsamarse en el trozo de tela que lo alivia. En efecto, el hombre de la cruz siguió la vía de la aniquilación, pero en el velo de aquella mujer quedó grabado el rostro de la ignominia. Verónica se le llamó, conjunción latina de vero e icon, es decir, imagen verdadera. Imagen verdadera de la pasión, del acribillamiento, del asesinato; pero también imagen verdadera de la piedad, de la condolencia, del consuelo. Imagen verdadera que en la historia de la pintura ha conocido sus correlatos múltiples, desde El Greco, Guido Reni, Giovanni Cariani, Mattia Preti, hasta flamencos como Pieter Brueghel y Robert Campin.

Esa escena de la desolación alcanza su verdad edificante en el sufrimiento que encuentra un remanso en otro sufrimiento que se abre como llaga para confortarlo. Verónica es la imagen verdadera de la piedad cristiana, esto es, del sufrimiento que se duplica en más sufrimiento para volverse acogida del dolor. Debilitamiento del vigor propio hasta que el dolor ajeno sepa como propio. Ese estado de pasividad (passio) que es el dolor, su abandono, su postración, es abrazado (activado) con un velo de dolor que busca sosegarlo. Verónica es la imagen verdadera de un velo tejido de dolor que busca cubrir y lavar las entrañas del dolor. Verónica es imagen verdadera de la piedad y, digámoslo de una vez y para siempre, del sufrimiento redimido.

Nunca así, Ana

Ana se cuenta entre aquellas mujeres (¿la mayoría?) que han adoptado la resignación como su mejor aliado. Esto quiere decir que ha digerido bien las inconsistencias y las displicencias de una vida de mujer que puede no quererse y, sin embargo, a menudo se viene a caer en ella como en una trampa o un agujero. Sin posibilidad aparente de regresión. Ana se había establecido en la vida que la decencia trabaja, la vida digna, hogareña, íntegra y completa, “una vida de adulto”.2 Con marido e hijos que alimentar, con casa que conservar, deberes y ocupaciones que procurar, sin tiempo para desperdiciar. Mujer útil, diligente, agraciada y pendiente.

Así habría de transcurrir su vida —de idéntica manera como transcurre la de casi todo mortal—: resolviendo los asuntos que evitan sumirse para siempre en el tedio, deglutiendo los efímeros instantes a bocanadas breves para que no se consuman y queden reducidos a nada. Pues esa nada es incómoda y nefasta. Esa nada es la insolencia misma. Lo insoportable de una vida. La muerte trasladada a palabras: “Ella había apaciguado tan bien a la vida, había cuidado tanto que no explotara”.3 Nosotros diríamos: había puesto a la mayor distancia esa nada. Expulsándola. Con quehace res, cariño, obligaciones y deseo. También con indiferencia. Vigilando a la minucia que esa nada no trasmine la membrana bien cuidada de una vida sana e impecable: “Ana siempre había tenido necesidad de sentir la raíz firme de las cosas”.4

No obstante, en medio de esta vida bien decorada y bien ordenada, vida repleta, Ana, como cualquiera, presiente las asechanzas del colapso inminente. Nada puede frenarlo del todo. Ningún afán por la perfección basta. Cuando la marea sube el cuerpo de Ana se siente que se ensancha y se rompe en su hechura. Que toda aquella meticulosidad reunida es ridícula y estorba. Pero también que todos los asideros se desvanecen. Eso es lo que Ana presiente, cuando el sol se recluye y destiñe la viveza de los contornos y resurgen las sombras. Cierta hora —se dice—, cuando no se la requiere más y puede pasar desapercibida, es que el peligro asecha con filosa evidencia, como fauces de lobo, como ola alta y galopante. Cuando se ha soltado de la cadena de su yugo y se ha vuelto inútil, el peligro abruma. El peligro de que esa nada sobrevenga, se inocule lento y haga desaparecer todo lo que estaba bajo resguardo, incluida esa que hacía llamarse con toda certeza Ana. (¡Cunde el miedo!) Y que Ana sea esa nada y esa nada no se diferencie de Ana.

Hechas las compras, la bolsa de mercado llena, Ana subió al tranvía y, con premura, se puso de regreso a casa. (Hogar donde todas las líneas se concentran, sin fugas ni descalabros.) Para desquitarse con los minutos muertos del viaje podía llegar a imaginarse la escena familiar típica y reprimidamente aborrecida, pero nada irremediable. El tranvía se detiene. Hace parada a un hombre que aguarda para abordar el vagón. (Nada es estremecedor, no tiene por qué serlo, el tiempo continuo se distiende sin interrupciones… hasta que el hombre se revele a su mirada). Un hombre ciego que incinera su mirada, la pasma, la vuelve inevitable, la somete. Ana deviene toda ojos, un ojo desnudo que no puede dejar de mirar. Deslumbrada y después obnubilada.

Como postrada, se interrumpe en una pausa que la anega. Y póngase atención en lo que sigue: si bien la mirada ha sido entendida como una potencia que esgrime —como cuando esgrime un argumento— el sujeto y, en esa medida, el portador de la mirada, el que mira, detenta un poder; aquí la mirada se retuerce: Ana mira y al mirar es desprendida; al mirar, toda su potencia de sujeto le es hurtada en un arrebato despiadado. Desde este momento hemos de entender la mirada no más como potencia sino como un no-poder, como una pasión que ni siquiera se padece sino que es pasividad pura. Hay que consagrarle un sitio a la mirada como mirada de nadie, pues Ana es desde este momento (y, en efecto, desde siempre) nadie. El hombre ciego —una gratuidad—, como si no hubiera por ahí más hombres sin vista u otras mutilaciones. Pero eso no es todo: Ana repara en que aquel invidente masca un chicle con soltura, grácil, hasta con cierta irreverencia: “Sin sufrimiento, con los ojos abiertos. El movimiento de mascar hacía que pareciera sonreír y de pronto dejar de sonreír”.5 No fue el ciego y su insolente chicle lo que apareció abruptamente en el viaje de Ana. Lo abrupto fue aquello que el ciego y su grotesco mascar hicieron que se esfumara. Ese momento tan temido en que ella estaba en riesgo de pasar desapercibida (de tornarse inútil) se había cumplido hasta lo absoluto. Ante un ciego que mascaba su chicle con destreza, ella ya no era nada; ni mirada, ni requerida, ni solicitada, había caído en desgracia. Era desapercibida, era despreciada, era prescindida (¡su mayor espanto!) y él, el lisiado, saturaba su campo visual hasta la náusea. Hay sólo eso: hipertensión de un ojo, emasculación de un párpado, pero no yo-que-mira.

Perturbada, desalentada, igual que si él le hubiera proferido alguna suerte de insulto, ella se licúa y él, como gigante, se sobreponía. El suelo firme, su vida a salvo, habían caído en un cuestionamiento irremisible. Aquellas íntimas y suaves certezas, como la bolsa de malla que ella misma había tejido, útil y con una finalidad evidente, ahora eran ásperas al tacto, incómodas e inquietantes.6 Esas mismas certezas que dotaban de sentido una tarea, una labor, una actividad, un deseo, que dotaban de sentido el nombre mismo de Ana, en un gatillazo se destrozaron quedando como recipientes vacíos. Estupefacta, con un miedo suspendiéndola y carcomiendo cada uno de sus nervios, Ana había perdido el camino hacia sí misma. ¡Nunca más camino a casa! Esa suculencia que se jacta de decir yo se había derrumbado. Ana había sido infectada por esa nada purulenta; mas no la nada que trabaja y produce el ser, como Hegel nos heredó, sino el vacío mismo de toda posibilidad. Nada sin garantías. Nada que no es contrincante ni oponente del ser, sino ser incesante repleto de nada: “asfixiante condensación donde, sin cesar, el ser se perpetúa en forma de nada”.7 La imposibilidad más pura. Ana había sido puesta toda ella —en las aguas de un maremoto que inunda— por fuera de sí misma; depuesta, ex-puesta. Lispector acomete: “La piedad la sofocaba, y Ana respiraba pesadamente […] El mundo nuevamente se había transformado en un malestar. Varios años se desmoronaban”.8

Ana atravesaba el pasaje intransitable “de un mundo donde todo tiene más o menos sentido, en el que hay oscuridad y claridad, a un espacio en el cual, propiamente hablando, nada tiene todavía sentido, y hacia el que, sin embargo, todo aquello que tiene sentido remonta como hacia su origen”.9 ¿Acaso la procacidad del chicle en la boca de un inválido había inspirado en ella ese sentimiento que nos remite a un reblandecimiento de las fuerzas y de las formas definidas? ¿Acaso en ella la piedad era nada más que reblandecimiento, nada más que morbideza del corazón? La experiencia de ser un ojo que en su rapacidad insaciable ve sin ser visto la había agrietado dejándola como expulsada, separada de sí.

Esa nulidad que se aparece como nada y que se expulsa-hacia-afuera para hacer la vida vivible, no sólo se inocula, sino que precipita la cabalidad que lleva por nombre Ana, su certidumbre y compleción interiores, hacia ese afuera, hacia esa nada vacía, quedando de ella no más que los rastros de su expulsión, la virulencia de su ausencia. Sin dependencia y sin la cadena de su yugo, ahora flotaba, en una dispersión que no le devolvía “más que su irrefutable ausencia”.10 Todas sus fuerzas se habían evaporado y de [ella] quedaba únicamente debilidad, fragilidad, evanescencia, olvido, un halo fortuito y cansino, en una palabra, desgracia. Experiencia que, por lo demás, le sustrajo toda posibilidad de afirmación y juicio. In-sensata: balbuceante y no hablante. Su voz, de haber hablado, hubiese tenido la resonancia de un eco lejano o de un gruñido ahogado.

Cabe una pregunta: ¿qué consistencia puede tener una experiencia como la-de-Ana para seguir llamándose experiencia si no hay nada que la contenga, si es fuga y quebrantamiento de los límites, eso a lo que Bataille le hubiera gustado que llamásemos experiencia de la transgresión, donde el yo está excluido? Anquilosada, a expensas únicamente de la contradicción irreconciliable. Erosión y no digestión. Perdición y no salvación. Para que su experiencia se cumpla como, digamos, experiencia de la no-experiencia, de lo que no se puede experimentar, experiencia del afuera, donde ningún lenguaje parece ser fiel, el relato tiene que ser sobrepujado: “hacia un extremo en que necesite refutarse constantemente, que una vez que haya alcanzado el límite de sí mismo, no vea surgir ya la positividad que lo contradice, sino el vacío en el que va a desaparecer; y hacia ese vacío debe dirigirse, aceptando su desenlace en el rumor, en la inmediata negación de lo que dice, en un silencio que no es la intimidad de ningún secreto, sino el puro afuera donde las palabras se despliegan indefinidamente”.11

El lenguaje ha de dejar de correr como por un catéter estrecho, romper el conducto, no transportar nada, desaforarse, plagar los rincones, y todo de un solo golpe, no sólo no preocupándose por guardar la lógica lejos de la contradicción, sino muy seguramente abrazándola. No esquivando la estocada ni tampoco curándola sino recibiéndola una tras otra, en la perplejidad de lo que no cesa ni aplaca su furia. De ahora en adelante ella no será más o será sólo una pálida sombra. Un espectro deambulante, presto a la desaparición. La vida, su plétora, su ebullición perpetua, su efusión cruel, en suma, su amoralidad, representada en la figura de un jardín, hará de Ana el residuo de este despojo.

Por supuesto había olvidado que debía bajar del tranvía y se había ido de largo. El olvido será un indicio de aquella debilidad y aquel cansancio que afectan el cuerpo cuando se cae en desgracia. Presa aún del susto bajó estremecida. Sin advertirlo, había ido a parar a un jardín que era para ella la abundancia de un manglar. En él todo relumbra, todo zumba, todo bulle y se trastorna en otra forma, en él todo es gemido de muerte y nacimiento. Brutalidad indómita. Mudo y a la vez tupido de ruidos, gruñidos y trinos. Un espacio sin concreción alguna, inmenso, inabarcable, dominado por un murmullo sin fin. Sólo en las inmediaciones de lo ilimitado y lo vasto, todo aquello que había permanecido oculto e invisible saltaba ahora con una violencia irrenunciable, no para hacerse visible se entiende, sino para acusar cuán invisible había sido.

El jardín no era el recinto que podía contenerla y protegerla, devolverle el aliento, salvarla, sino el abismo que la perdía en sus murmuraciones indescifrables y sin límites, en el centellear de sus formas y mutaciones. “Con su soberbia impersonalidad”,12 como el dios impersonal de los místicos, donde todas las contradicciones se cumplen, “dueño de todas las cosas, del espacio y del tiempo”,13 el jardín la castigaba con una enseñanza como el acero de una lanza. Todas las contradicciones, las de Amor y las del lenguaje que Lispector no puede frenar, se dan cita en el remolino de este arrebato; en este encuentro con la exuberancia del jardín son acentuadas: “La crudeza del mundo era tranquila. El asesinato era profundo”; “El jardín era tan bonito que ella tuvo miedo del infierno […] La descomposición era profunda, perfumada”; “Ella amaba el mundo, amaba cuanto fuera creado, amaba con repugnancia”; “A través de la piedad, a Ana le parecía una vida llena de náusea dulce, hasta la boca”.14

Esta crisis demencial había significado el “placer intenso con que ahora miraba las cosas, sufriendo espantada”;15 no obstante, “como el rechazo que precedía a una entrega, era fascinante, la mujer sentía asco, y al mismo tiempo se sentía fascinada”.16 Se nos convoca a ver un jardín de excesos, iridiscente, flameante y famélico, valga la cacofonía, y a una mujer atropellada, avasallada por su rumoreo. ¿Qué espacio es este jardín sino ese vertedero del lenguaje y el lenguaje como vertedero infinito? Recovecos, estupores, intersticios, destellos; un espacio ceñido y no obstante anchuroso y abierto. Ahí donde el lenguaje se expande sin coartada de retorno. Donde ya no queda Ana ni Lispector ni yo a salvo sino la estela que deja una escritura anónima.

Ana era transtorno, perturbación, disturbio, o no era más ella, en definitiva. La reverberación del jardín, como el ímpetu oscuro de un delirio, como la profusión insípida del lenguaje, había vencido en ella toda salvedad, había derrotado toda seguridad, desgarrado toda fe. Iniquidad del jardín. Iniquidad de la vida. Esa piedad de la que Lispector recalca con insistencia no tiene parentesco con aquel sufrimiento que arropa otro sufrimiento para hacerlo triunfar o redimirlo. El sufrimiento que Verónica manifiesta por el Cristo lacerado. Se trata de un dolor, en el sentido de una pasión, que no restituye nada, no salda nada pues no se está en condiciones ni siquiera de padecerlo, sino que disuelve. Ana se debilita en un temblor que no fortalece ni brinda consuelo. Es pasión, pasividad, tormento despiadado y sin límites. La estocada del cuerno del toro clavándose insaciablemente. Las fauces del león machacando sin sosiego.

De entrada, no sufre por el ciego, el invidente no es la causa de que ella sufra. Ella es pasiva —forma hueca y fortuita— pero ahí donde la pasividad es la profundidad de su desaparición; no la receptividad mínima como para soportar el dolor o sobrellevarlo. Y el lisiado es únicamente la fisura por donde se mina un yo definido, concéntrico y vitaminado. Es tal vez la grieta por donde se vacía desmentida, Ana no es que se deje encantar por el ciego, el atractivo que éste le impone no es ninguna incitación; “es más bien experimentar, en el vacío y la indigencia, la presencia del afuera”. Esa volcadura que perturba a Ana, atraída y luego desestructurada por la presencia indescifrable del invidente, en el vicio procaz de la mirada hueca, “lejos de llamar a la interioridad a aproximarse a otra distinta […] manifiesta imperiosamente que el afuera está ahí, abierto, sin intimidad, sin protección ni obstáculo”.17

Arrojada al vértigo pulsátil del afuera del yo, Ana es piadosa o la piedad es el afuera en su extensión inabarcable. “Piedad” es resignificada aquí como una vía de extinción del yo, otro nombre para hablar de la desgracia. Desgracia, es decir, “la situación de quien se perdió a sí mismo, de quien ya no puede decir ‘yo’, de quien en el mismo movimiento perdió el mundo, a la verdad del mundo, de quien pertenece al exilio, a este tiempo del desamparo”.18 Y nunca aquel despliegue que busca una identificación con el sufrimiento ajeno o su resarcimiento. Pues incluso es del todo factible que ni siquiera el ciego sufra su condición de mutilado y no solicite en absoluto consuelo. En esa forma tan irrisoria de menear el chicle en su boca y de abrir bien los ojos muestra para ella que el padecimiento de ser lisiado, su crudeza, no es llanamente amarga. Ni tampoco culposa. El desgraciado soporta su desdicha sin huirle aun cuando la desgracia sea lo insoportable mismo y ella, piadosa, cierra la puerta a toda culpabilidad. Amor fati, diría Nietzsche, es decir, amor al dolor tanto como amor al placer, pues son inseparables.

La piedad cristiana se define como entrega del sufrimiento, ofrenda al cielo, con una teleología definida: redimir la naturaleza sufriente del hombre. Sufrimiento productivo. Se asume sufrir a cambio de que el sufrimiento del mundo se torne dulce en el más allá. Se asume sufrir por recompensa. Así, la piedad encuentra un sentido racional, goza de una finalidad totalizante: alcanzar la dicha (beatitudinem, en latín), por ejemplo, pues la dicha representa la unidad y la reconciliación con dios. Y ciertamente, si para la religión del Cristo se sufre a causa del pecado, es decir, como el estigma de un castigo inmemorial, el sufrimiento s ya una deuda infinita que ha de pagarse por la desviación originaria. Entonces, concebir el sufrimiento como entrega, como ofrenda que abluciona, eso es la piedad cristiana.

No así para Ana o eso que ya no es ella. Estos dos desdichados, sumidos en su desgracia, el inválido invidente y la desvalida vidente, no-sufren o su sufrimiento no es el tormento complaciente del dolor que se forja una meta. Para ellos el sufrimiento no significa nada, es la insignificancia misma; ni expiatorio ni salvífico. Tan sólo el horror desnudo de estar ahí en su belleza, inaplazable, implacable. Y la piedad no repone nada, no restablece nada (Verónica repone en su velo una imagen del rostro deflagrado de Cristo). De ahí que la sorpresa de llamar a la piedad “piedad de león”19 sea la cicatriz de todo el relato. Ana piadosa es el león que se devora a Verónica. Insolente, prepotente, el león fiero no se rinde ni reclina su rodilla para recibir más peso sobre su lomo. Indócil, el león ruge y no reprocha su dolor más de lo que se entrega a su placer. Para él, el placer equidista del sufrimiento. Es de temperamento agresivo como toda piedad que esté a su alcance. De ahí que esta piedad no se identifique con un reblandecimiento del corazón o con una simple conmiseración. Y que cuando hemos hablado de debilidad ésta no tenga nada que ver con ese ridículo reblandecimiento.

Si hemos de entender la piedad como debilidad es sólo porque acusa la sustracción del yo, su agonía y su pérdida, su desgracia. Por supuesto que otra moralidad deriva de entender de este modo la piedad. Otra moralidad que deja atrás la compasión cristiana y que el remordimiento en ningún caso sea motor de la acción. En estas páginas la piedad no es pensada como algo que se concede o que se presta, sino algo que arrebata, que hurta. No-sufren, decíamos, pues su tormento los pone a una distancia eminentemente insuperable de la desgracia como para tener conciencia del sufrimiento. Mientras son ellos, el sufrimiento no es; cuando sufren y dejan de ser, el sufrimiento resplandece. Ser un yo es ser una integridad y una unidad: hay mucho de dicha en él: fuerte, articulado, diligente, proyectivo e inconsútil. Ser un yo es concentrar fuerzas, y el sufrimiento, excluyente, es la debilidad, el desacierto, la penumbra. El dolor desagrega, desplaza, hace estallar ese centro. Y a mi ver, el relato de Lispector tiene que ver con la piedad como pasión, pasividad que arroja al yo fuera de sus límites, imposibilidad de sufrir si no es porque éste ha devenido el sufrimiento mismo, la execración del cuerpo y el dolor profundo.

El espesor de las plantas había terminado de purgar de [Ana] todo sentimentalismo. [Ana] no era más la consentida de un mundo de fuertes y perversos que picaban los ojos de aquel ciego como cuervos. Los meandros infinitos del jardín le habían dado de ella sólo su despojo, su desposesión, su muerte, de ahí que concluyera que aquella piedad tan suya, ese “vértigo de la bondad”, no había sido opuesta a la tara del ciego, sino que como “piedad de león”, había sido sólo su mayor profusión. Ana nunca llegará a casa sino en la figura culinaria de la ostra, con la concha reventada y escurriéndose todo el sabor de sus jugos. Esto es: como abertura o llaga derramada e incurable, como flor sin pétalos, como cuerpo sin órganos, como estallido.

Maestría en Estudios de Arte y Literatura (meal), Facultad de Artes, uaem


Notas

1 Diccionario de la lengua española, http://dle.rae.es/?id=Swyqt4h.

2 Clarice Lispector, “Amor”, Cuentos reunidos, Alfaguara, Madrid, 2002, p. 46.

3 Ibid., p. 50.

4 Ibid., p. 46.

5 Ibid., p. 47.

6 Ibid., p. 48.

7 Maurice Blanchot, El espacio literario, Paidós, Barcelona, 1992, p. 232.

8 Clarice Lispector, “Amor”, op. cit., p. 48.

9 Maurice Blanchot, El espacio…, op. cit., p. 183.

10 Michel Foucault, El pensamiento del afuera, Pre-textos, Valencia, 2014, p. 16.

11 Ibid., pp. 24-25.

12 Clarice Lispector, “Amor”, op. cit., p. 51.

13 Clarice Lispector, “El cuerpo”, Cuentos reunidos, Alfaguara, Madrid, 2002, p. 313.

14 Clarice Lispector, “Amor”, op. cit., pp. 50-51.

15 Ibid., p. 48.

16 Ibid., p. 51.

17 Michel Foucault, El pensamiento…, op. cit., p. 34.

18 Maurice Blanchot, El espacio…, op. cit., pp. 68-69.

19 Clarice Lispector, “Amor”, op. cit., p. 52.