Transgresión y filosofía

Juan Cristóbal Cruz Revueltas



El conjunto de la historia de la filosofía occidental puede ser entendido a partir de su relación con las diferentes figuras de la transgresión. No se trata de un problema secundario sino de una cuestión central que define la relación de la filosofía con el pensamiento mítico y que pone en juego la capacidad del hombre “de ordenar y regir su propio mundo humano”.1 En efecto, si quisiéramos reducir el imaginario de los antiguos griegos a una sola fórmula, ésta se podría encontrar en una obsesión negativa: la transgresión.

En el mundo de Homero y en la época clásica de Platón, la ausencia de mesura, el no saber limitarse, el orgullo, en fin, el caer en la hibris, es la falta mayor, el crimen que no se debe cometer. Antes de acceder al lugar más sagrado, ante el pórtico del templo de Delfos, la bienvenida del dios a los visitantes rezaba “conócete a ti mismo”, refiriéndose con ello al cultivo de la moderación, al deber de conocer los propios límites. Valga resaltar que junto a esta inscripción se grabó posteriormente el “nada en exceso”. No extraña que de las epopeyas homéricas a las grandes tragedias del periodo clásico, el detonante de la acción sea la ruptura del orden creado cuando alguien cae en la hibris y la consecuente necesidad de restablecer al orden original que ha sido alterado.

Una larga corte de personajes míticos y épicos tiene su destino definido por la desmesura (hibris): Aquiles, Ajax, Ulises, Midas, Minos, Edipo… De igual forma, y a pesar de la radicalidad crítica que los caracteriza, inédita en sus días y rara vez vuelta a alcanzar, se puede afirmar que ninguna de las escuelas filosóficas de la época, ni siquiera las más revolucionarias intelectualmente, como las corrientes atomista, sofística o los mismos cínicos, como Diógenes, dejan de invocar una idea de orden que rige la conducta y que no debe ser contrariada. La crítica extraordinariamente subversiva que se hace en aquellos días de la tradición de los dioses o del mundo social es realizada en nombre del orden natural. El mismo Epicuro, que funda su física en la idea de que el cosmos está compuesto fundamentalmente por una inmensa lluvia de átomos que chocan al azar y que concibe la existencia de una infinidad de mundos, no deja de fundar su ética en la prudente elección de los bienes “necesarios y naturales”.

De igual forma, el estoicismo, que junto con el epicureísmo dominará filosóficamente la antigüedad romana, aconseja vivir en conformidad con la naturaleza. En tanto, en la filosofía de Platón, logos, nomos y taxis (razón, ley y orden) son los principios que rigen a la vez el mundo físico, el mundo ético e incluso el arte: “Si encontramos regularidad y orden en una casa —nos dice Cassirer en su explicación del pensamiento de Platón—, esta casa será buena y será bella; si aparecen en el cuerpo humano, reciben el nombre de salud o fuerza; si aparecen en el alma, le llamamos templanza o justicia”.2

Sólo bajo este marco conceptual y bajo la constatación de un violento conflicto en el seno del imaginario griego se puede entender la crítica que Platón y la filosofía enuncian contra una primera figura de la transgresión y del exceso: el mito. No se trata de ninguna forma de un conflicto menor. En aquel entonces, el mito representaba “la fuerza más noble y elevada que había determinado la forma de la vida y de la cultura griega”.3 Para Platón, el peligro que representan los poetas y, a fin de cuentas, el mito, viene de su incontrolado poder fabulador. La poesía lleva a concebir, defiende Platón, cosas tales como que los dioses son el origen de la guerra o que, en aras del encantamiento y la seducción, son adeptos del disfraz y de la metamorfosis. Homero y Hesíodo nos ofrecen un mundo de figuras inestables, de dioses que adquieren arbitrariamente formas animales y cuyos humores transitorios se asemejan a los humanos. En otras palabras, la amenaza que representa el mito es su carencia de límites, su constante transgresión de formas y la consiguiente ausencia de consistencia (ontológica) de los seres que lo pueblan. Todo ello pone en duda la homogeneidad misma de lo real y, por ende, rompe el puente entre el orden del cosmos y el orden político de los hombres, tan deseado por Platón.

El mito, observa Hans Blumenberg, es asociado así a una suerte de deshonestidad primigenia derivada de su incapacidad de honrar siquiera el mismo concepto de lo real: “Que los poetas mientan, no se considera este punto como totalmente sobrepasado sino cuando ellos no toman en cuenta ni siquiera lo contrario de esta tesis —a saber, ‘decir la verdad’— sino que transgreden en general, conscientemente, la estrechez de la antítesis y las reglas del juego de la realidad en general. El encadenamiento a la realidad es rechazado en tanto que limitación formal, en tanto que heteronomía, disfrazada de autenticidad, de la estética. Ahí reside el punto de partida de una representación estética que puede declararse de ahora en adelante como lo ‘auténtico’, lo que se debe calificar, a partir de todos los conceptos de realidad, como no-real: la paradoja, la inconsistencia de los sueños, lo absurdo ostensible, la figura mezclada del Centauro, el lugar sorprendente dado a los objetos”.4

A la crítica del mito se suma una segunda figura de la transgresión y del exceso contra la que se dirige la obra de Platón: la del tirano y su voluntad de poder. Valga observar primero que en el caso del mythos nos encontrábamos ante una crítica relativa, ya que ciertos mitos pueden ser aceptados si se mantienen en los límites determinados por los “fundadores de la comunidad”.5 Pero en el caso del tirano y de su voluntad de poder la condena es absoluta, ya que incurre irremediablemente en el vicio que los griegos llaman pleonexia, es decir, en la insaciable “hambre de más y todavía más”.6

Ante esta hibris, el tirano es el menos indicado para gobernar, siendo que no se domina a sí mismo, ya que es dominado por un solo impulso que, por lo demás, carece de objeto. Si seguimos la interpretación que hace Cassirer del pensamiento de Platón, sólo el hombre que se conduce por medio de la razón, la templanza y la moderación posee el control de sí y puede escapar de las fuerzas sobrehumanas, “divina o demoniaca”.7 El mismo método dialéctico del que echa mano Platón contra la “verborrea ilimitada” de los sofistas y del mito consiste en un limitar el pensar a través del juego de oposiciones: “Corresponde a la dialéctica llenar el hueco entre dos polos opuestos: determinar lo indeterminado, reducir lo indefinido a medidas fijas, señalar confines a lo que no tiene”.8 Podemos afirmar entonces que la filosofía y la razón habrían aparecido así como instrumentos de salud que evitan a los hombres el vértigo mental y político de la transgresión.

Pero el nominalismo de finales de la Edad Media, con su crítica de los universales y su idea de que la voluntad divina no puede ser limitada por ninguna ley —ni siquiera la ley de la misma divinidad—, es decir, con la radicalización de la idea de la omnipotencia de Dios, hará entrar en crisis intelectual la visión aristotélica tomista y en general toda creencia en un orden natural preestablecido. Crisis que se hace palpable en la constatación de Maquiavelo respecto al hecho de que no hay una visión metafísica y trascendente del bien que sirva de guía a la acción humana. No extraña que esos mismos días, Erasmo de Rotterdam haga burla, en su Elogio de la locura, de esas delirantes creencias, “las ideas, los universales, las formas”,9 que tienen los filósofos. El cosmos o, mejor dicho, a partir de ahora el universo, se ha vuelto mudo o indiferente al destino del hombre. No es difícil encontrar el eco de este giro intelectual en autores tan influyentes como Thomas Hobbes, Baruch Spinoza, David Hume, Immanuel Kant, Friedrich Nietzsche y, por ejemplo, en un filósofo reciente como Richard Rorty.

Pero antes de Maquiavelo, es Pico della Mirandola quien enuncia claramente la nueva visión filosófica del hombre que surge en el Renacimiento. En esa suerte de curioso arreglo entre el aristotelismo y el nominalismo que es su Discurso sobre la dignidad del hombre, se nos presenta a dios dirigiéndose a Adán para indicarle que, a diferencia del resto de las creaturas que se encuentran sujetas a la leyes preestablecidas por la divinidad, al hombre lo ha dejado sin lugar determinado, ni aspecto propio; está destinado a ser su propio artífice y plasmarse en la obra que prefiera, de manera que podrá degenerar en los seres inferiores que son las bestias o podrá regenerarse y elevarse a las realidades divinas.

De ahora en adelante, las fronteras entre lo permitido y la transgresión, la verdad y lo falso, la certeza y la duda, se vuelven cuando menos problemáticas. Lejos de limitarse a los filósofos y a los teólogos, la pérdida de toda garantía trascendente hace que, entre el Renacimiento y el barroco, los grandes temas literarios y artísticos en general sean la apariencia, la mentira, la duda…

Algunos intentos desesperados tratan de oponerse a esta tendencia. Así, un René Descartes se enfrenta al “genio maligno” del escepticismo —figura que recuerda mucho al dios malo imaginado por gnósticos como Marción en los primeros días del cristianismo— con las armas de un sistema filosófico fundado en la certeza y en la garantía de un dios que no sabría engañarnos. Pero, visto así, el filósofo francés representa menos al primer filósofo moderno que a un pensador aún portador de una visión medieval.

Una generación más tarde, entre 1685 y 1694, Andrea Pozzo realiza un enorme fresco en trompel’oeil para la bóveda de la iglesia de Ignacio de Loyola, que aún puede verse hoy en día en los barrios céntricos de Roma, el cual hace eco a la visión de Descartes y es tan sintomático de la crisis de la época como la obra del filósofo. Gracias al virtuosismo de su realización se consigue que, al momento en el que el visitante entra a la iglesia y dirige su mirada hacia la bóveda, se tope con un caos cromático, una explosión de colores que sólo se disipa cuando el observador se sitúa en el centro, justo debajo de la figura de Cristo. En ese momento todo adquiere una imagen ordenada, clara y comprensible. Pero tan pronto el visitante se aleja de ese punto central todo se vuelve de nuevo caótico, vértigo, locura. Máxime que, conforme se acerca a la salida, las columnas parecen inclinarse progresivamente hacia el suelo y salen al encuentro del observador imágenes de los seres “caídos”. Esta nostalgia por un mundo sustentado en un orden trascendente y este malestar “ante un mundo que ha perdido sentido” será una constante durante todo el periodo moderno hasta nuestros días.

Lejos de esa nostalgia por la antigua seguridad ontológica y por un dios proveedor de un concepto del bien, Maquiavelo inaugura el pensamiento político moderno anunciando que, si la situación lo requiere, el príncipe debe poder transgredir incluso su condición humana y apoyarse en los mismos atributos de las bestias. Valga subrayar que esta capacidad que debe poseer el príncipe de mutar de figura humana a figura animal según su voluntad —condición del hombre en general ya anunciada, como hemos visto, en el discurso de Della Mirandola— era un atributo propio de los dioses “paganos”. De aquí que esta figura de la metamorfosis pueda verse como una reaparición del pensamiento mítico en la obra del florentino.

De igual forma, en otro de los grandes iniciadores del pensamiento moderno, el filósofo inglés Francis Bacon, la transgresión no sólo se vuelve necesaria y atractiva, sino que es elevada a emblema de los nuevos tiempos. En efecto, si hasta entonces las columnas de Hércules —el estrecho de Gibraltar— marcaban el límite geográfico que no debía ser transgredido e indicaban al navegante un prudente non plus ultra (“no más allá”), el filósofo se place en ilustrar el frontispicio de su obra Novum organum o Indicaciones relativas a la interpretación de la naturaleza, publicada en 1620, con la imagen de barcos que se encuentran rebasando los límites de esas mismas columnas de Hércules.10

En realidad, Bacon no hace otra cosa sino imitar al emperador Carlos v cuando, en 1516, con el propósito de animar a los marinos de su armada a surcar el mar más allá de las columnas de Hércules, hace de plus ultra (“más allá”) su divisa personal. No extraña entonces que Hobbes no pueda sino encontrar la “forma” visual y conceptual del Estado moderno en la figura gigante del Leviatán, enfatizada por la sentencia que lo acompaña: Non est potestas super terram quae comparetur ei (“No hay poder sobre la tierra que se compare al suyo”).

En 1960, más de cuatro siglos después de Carlos v, en uno de sus más célebres discursos, John F. Kennedy lanza la expresión “nueva frontera”, en relación con una anterior que ha sido superada y con el hecho de hallarnos ahora ante el desafío de conquistar “ámbitos inexplorados de la ciencia y del espacio”. Lejos de Platón, ahora el poder encuentra su imagen en lo ilimitado.

Una evolución semejante se puede constatar en el terreno de las artes y de la estética en general. De las medidas del hombre de Vitrubio en la Roma del siglo i a. C. a la perspectiva del renacentista Alberti, la belleza se entiende como medida y proporción, como reflejo de un orden natural. Aún en el Renacimiento, un pintor cercano a Alberti, como Piero della Francesca, ve las formas del mundo sensible como un fino velo que transparenta, para quien sabe ver, un deslumbrante orden orden matemático y geométrico. Y un matemático cercano al mismo Alberti, el fraile franciscano Luca Paccioli —en realidad “un plagiario de la obra de Piero”, según acusa Vasari—, publica en aquellos días, con ilustraciones de Leonardo da Vinci, su célebre libro De la divina proporción. El título de esta obra evoca el número áureo cuya presencia tanto en la naturaleza como en el arte ha asombrado e intrigado al menos desde el antiguo Egipto. No extraña que el mismo Leonardo viera en las proporciones descritas por Vitrubio las disposiciones de la naturaleza misma.

Esta idea griega de un orden natural que no debe ser transgredido se reflejaba así en la historia del concepto de belleza. Sin embargo, por efecto de la crisis nominalista de finales de la Edad Media, y por la consiguiente afirmación de la subjetividad moderna, en el transcurso de la época moderna se abandona la “noble simplicidad y la serena grandeza” de los antiguos, según la expresión de Winckelmann, a la vez que el término “bellas artes” desaparece progresivamente del vocabulario. La pérdida del canon y de todo criterio objetivo de belleza hace que el arte moderno termine por convertirse, según la tesis de Jean Clair, en el ámbito de experimentación de la fealdad y lo monstruoso, es decir, en un campo privilegiado de la transgresión.11

Pero no sólo se trata de asentar, como hace André Breton en 1928, que “la belleza será convulsiva o no será”,12 sino que la misma experiencia estética, sobre todo en corrientes como el surrealismo, tiende a pensarse como un medio para atacar el logos occidental y sacar a flote los deseos de barbarie. En algunos casos este sueño de transgresión se vuelve profético: si ya en su novela Moby Dick Herman Melville se obsesiona por la belleza blanca del “Leviatán marino” —así llama el escritor a las grandes ballenas— y vaticina una “sangrienta batalla” en Afganistán, en el siglo xx Breton y Louis Aragon sueñan con afganos que “echen abajo los building blancos”.13

La transgresión y lo monstruoso encuentran una de sus expresiones privilegiadas en la obsesión moderna por el gigantismo. Podemos fechar su momento inaugural en el gigante del frontispicio de la obra de Hobbes (1651). Pero es de notar que éste nos mira de frente con aire sereno, equilibrado y protector. Todo indica que aún se encuentra dentro de la tradición de los gigantes benignos usual hasta entonces: “La cultura cristiana —observa Clair— parece no haber conocido gigantes sino bajo formas pacíficas, benevolentes y protectoras”.14

Estamos aún en la línea del San Cristóbal cristiano y del personaje de Gulliver imaginado por Jonathan Swift casi un siglo después de la obra del filósofo inglés. En realidad, es con el romanticismo, con su fascinación por la estética de lo sublime y su énfasis en la capacidad ilimitada del genio creador, que el gigante se convierte en el monstruo terrible que, a partir de ese momento, se puede observar a lo largo de la iconografía moderna. Por principio, en el gigante sentado, solitario y desnudo de Francisco de Goya, fechado en torno a 1800-1810, actualmente localizado en la Biblioteca Nacional de Madrid, España. Pero luego en los titanes que, según Ernst Jünger, caracterizan nuestra época (El trabajador, 1932), pasando por el gigante acéfalo de Max Klinger (Pesadillas, 1879) y por la serie de los innumerables gigantes de las dictaduras (en las obras de Boris Oifán, Paul Weber, Magnus Zeller…).

En su texto contra Wagner, Nietzsche contra Wagner, suerte de penetrante panfleto que hace las veces de un diagnóstico de la modernidad, el filósofo ve claramente en lo que se han convertido los artistas luego del romanticismo, pero también observa la nueva asociación de lo sublime —es decir, lo grande— con la transgresión: “grandes descubridores en el reino de lo sublime, así como en el de lo feo y lo horrendo […] ávidos de lo extraño, lo exótico, lo monstruoso y de todos los opios de los sentidos y de la razón”.15 Valga insistir que para Nietzsche, Wagner, el autor de Parsifal, es el síntoma por antonomasia de la enfermedad de la época. El autor de Así habló Zaratustra no pudo ver mejor: el gigantismo, lo ilimitado y la transgresión se convierten desde entonces en las obsesiones paradigmáticas de nuestro tiempo.

Los ejemplos son innumerables: este deseo de lo ilimitado inspira a León Trotsky cuando sueña con “crear un tipo biológico y social superior, un superhombre, si usted quiere”,16 y sigue resonando en nuestros días en las novelas de Michel Houellebecq (La possibilité d’une île, 2005) o en innumerables películas del cine contemporáneo (La isla, 2005; Sin límites, 2011; Lucy, 2014; Ex machina, 2014, entre otras). Pero también se encuentra hoy entre los “transhumanistas” que recorren los pasillos de la Universidad de la Singularidad en California, Estados Unidos, financiada por Google y la nasa, en donde se busca producir inteligencia artificial y conseguir, entre otras cosas, la inmortalidad. De igual forma, esta obsesión por la transgresión aparece en la atracción por las drogas y en la fascinación por el terror, tanto en los grupos latinoamericanos del narcotráfico como en Medio Oriente, entre los miembros del “Estado Islámico”, cuya violencia moviliza el sentimiento de lo sublime, el “delicioso espectáculo del terror”, tal como lo describe el antropólogo de la violencia Scott Atran.17

Cuando Hegel en 1821 discute el terror en el que había desembocado la Revolución francesa, encuentra su raíz en el fanatismo.18 Que Maximilien Roberspierre desate el terror y mande a la muerte por guillotina a una gran cantidad de mujeres y hombres de carne y hueso en nombre de la abstracta virtud significa, nos dice Hegel, que en el fanático la voluntad no se quiere sino a sí misma, no quiere nada limitado, no ama a ningún ser en particular, sólo se place en el falso infinito de su indeterminación. Como se puede constatar, Hegel hace aquí un amplio eco a la crítica del tirano en Platón y al papel de la filosofía como instrumento para imponerle límites a la voluntad y a la imaginación.

A su vez, ya en el siglo xx, cuando Cassirer se enfrenta al totalitarismo en su obra El mito del Estado —publicado en su versión original en 1946— ve en el nazismo la reaparición de las “tinieblas” del mito político en el mundo moderno. En aquellos días la narrativa, también de tipo mítico más que filosófico, de pensadores que, como Martin Heidegger u Oswald Spengler, han renunciado al principio de objetividad, no juega un papel de contrapeso al mito político, al contrario, lo refuerza. Cassirer quiere recordarnos que el papel de la filosofía es precisamente el de contrarrestar la fascinación por la transgresión del mito político. Con ello no pretende acabar con el mito; sólo busca domesticarlo, ya que tiene claro, al igual que Blumenberg, que la enorme riqueza cultural de la antigua Grecia residió en esa fértil tensión entre la filosofía y la fuerza transgresora del mito.



Profesor e investigador, Centro Interdisciplinario de Investigación en Humanidades, (ciihu) uaem


Notas

1 Ernst Cassirer, El mito del Estado, fce, México df, 2013, p. 79.

2 Ibid., p. 78.

3 Ibid., p. 84.

4 Hans Blumenberg, Le concept de réalité, Seuil, París, 2012, p. 64.

5 Platón, República, 379a.

6 Ernst Cassirer, El mito…, op. cit., p. 89.

7 Ibid., p. 90.

8 Ibid., p. 92.

9 Erasmo de Rotterdam, Elogio de la Locura, unam, México df, 2000, p. 117.

10 Ahora bien, Cassirer insiste en que, a pesar de todo, en Bacon hay una idea de limitación, un aprender primero “a obedecer las leyes”; cfr. Ernst Cassirer, El mito…, op. cit., p. 350.

11 Jean Clair, Hubris: la fabrique du monstre dans l’art moderne: homoncules, géants et acéphales, Gallimard (Connaissance de l’inconscient), París, 2012.

12 Ibid., p. 68.

13 Ibid., p. 66.

14 Ibid., p. 76.

15 Friedrich Nietzsche, Oeuvres, vol. ii, Robert Laffont, París, 1993, p. 1217.

16 Jean Clair, Hubris, op. cit., p. 105.

17 Scott Atran, “Jihad’s fatal attraction”, The Guardian, 4 de septiembre de 2014, http://bit.ly/2sfqTG4, consultado en junio de 2017.

18 G.W.F. Hegel, Principios del derecho, §5.