♦ Luis Antonio de Villena

Avicula


Muchacho y joven
viví casi siempre en casas con jardines.
(Todos se han ido).
Allí, a menudo, en aquel tiempo
del remoto pasado
(de lo que siento ya como pasado inmenso)
solía encontrarme, no era infrecuente, en el suelo,
pajaritos muertos.
Gorriones casi secos con las patitas encogidas.
Mi tía decía: se cayeron del nido.
O murieron.
Producían aquellos pajarillos en trance
de momificación y polvo,
un repelús de asco.
Después —sin saber porqué— infinita misericordia.
Dádiva infinita.

***

Cuando perdí las casas con jardín
siempre eché, ante todo, de menos,
el piar de los pájaros.
Sobre todo el frenético y loco piar
multiplicado, inmenso,
de cientos de gorriones —dirías—
al alba, de amanecida,
sobre todo en verano, fiebre pura…
Yo me iba a acostar
(tornando de nocturnos paraísos)
y oía su dilatado estridor.
¡Benditos pájaros de la aurora
—y antes de la aurora—
saludando al día!
Os recuerdo y añoro
como se quiere y se suplica
a los amigos perdidos.
Apenas os veía: seres de noche y luz.
Delicados, pequeños, saltarines
en patitas de alambre
como dioses menores del mundo complaciente
y la delicia.
Os lo ruego: no os olvidéis de mí,
pajarillos trinadores del mundo añil perdido.

***

Luego he visto, adulto, al azar de otros casos,
nuevos pájaros muertos. En el paseo marítimo
de un verano. En un camino de monte.
O peor: en un jardín no mío.
Eran igual, porque la muerte iguala, como dicen.
Seres rumbo al polvo,
plumas aplastadas, pico secreto, patitas encogidas.
Un día (era verano, sol altísimo)
tomé uno de aquellos cadáveres entre las manos
y lloré de nostalgia y ternura.
No somos diferentes los humanos.
Aves de paso que trinan y se afanan
y al fin quedan en nada
a lo mejor cercenados por la piedra de un niño.
Soy —le dije—
el mismo muchacho, gorrión, pájaro, avecilla feliz,
el mismo muchacho que tanto os quiso,
casi sin darse cuenta.
Pájaros que sois la sal de la tierra,
el camino del alma,
la paz y el candor de la rama de olivo.
Un pajarito muerto es la imagen fatal, inmisericorde
de la vida. El dolor, la injusticia, el sinsentido.
Un pajarito muerto es la imagen feliz, efervescente
de la vida. El canto, el gozo inmotivado, la alegría.
Mis dulces seres tibios,
ahora os veo apenas. Vivo dentro de la ciudad adentro.
Nunca os oigo al alba, que es distinta.
Pero sabed, delicados pajecillos del reino,
ministriles del mundo que fue la vida,
que os amo igual o aún más.
Ya que no el presente, melódicos amigos,
sois a toda luz
el pasado remoto y el plácido futuro
—todo o nada—
de mi vida.
Seres celestes y terrestres,
amigos disparatados, locos, volanderos;
recuerdo cómo mi abuelo
regaba para vosotros el jardín de migas…
Insisto, no os olvidéis de mí.
Siempre, siempre váis conmigo.




♦ Luis Antonio de Villena (Madrid, 1951) es poeta, narrador, ensayista, crítico literario y traductor, de reconocido prestigio internacional, sobre todo como poeta. Ha publicado más de un centenar de libros, los cuales han sido traducidos al alemán, japonés, italiano, francés, inglés, portugués y húngaro. Ha recibido, entre otros, el Premio Internacional de Poesía Generación del 27 (2004) y el II Premio Internacional de Poesía “Viaje del Parnaso” (2007). Su poesía abarca diferentes perspectivas, desde el esteticismo hasta el tema del fracaso y la marginación.