El cambio de identidad sexo-genérica

Joan Vendrell Ferré


Este trabajo está planteado desde la antropología, y más concretamente desde una antropología del género. Dado que ello supone unos determinados énfasis, y también unos límites precisos, quizá convenga empezar con unas aclaraciones sobre dichos puntos de partida. Intentaré ser lo más escueto posible al respecto, lo cual nos permitirá avanzar hacia nuestro tema principal.

La antropología del género propiamente dicha se ocupa del estudio del género en cuanto sistema u orden simbólico. Se ocupa de dicho sistema en su conjunto, es decir, y ciñéndonos únicamente al plano simbólico, la antropología del género estudia la dualidad básica masculino/femenino. Pasando al plano de lo imaginario, la antropología del género se interesa por los personajes derivados de dicho orden simbólico: hombres, mujeres, personas transgénero de diversos tipos y, en la actualidad, personas que se declaran como carentes de género. La antropología del género no es únicamente una antropología de la mujer; tampoco es necesariamente una antropología feminista. Aunque ambos desarrollos fueron y siguen siendo decisivos a la hora de entender la constitución de la antropología del género contemporánea, actualmente pueden ser vistos como una parte de ella, al igual que la antropología que se ocupa del estudio de la masculinidad o del hombre. De igual modo, la antropología del género puede y debe ser diferenciada de la simple aplicación de la perspectiva de género a la investigación antropológica. La perspectiva de género puede –y, según el autor de estas líneas, debe– ser aplicada a cualquier investigación antropológica, en prácticamente cualquier campo, desde la economía a la religión pasando por la familia y el parentesco. Sin embargo, dicha aplicación de la perspectiva de género, por sí sola, no necesariamente producirá trabajos de antropología del género; a menos que el estudio del género sea su tema principal, esos trabajos seguirán siendo propios de sus campos respectivos.

En lo referente al Género,1 la antropología debe ocuparse tanto del estudio de las estructuras –el orden de género en sí mismo–, como de sus manifestaciones y avatares históricos, atendiendo a la información procedente tanto de la etnografía como de la historiografía, así como la proporcionada por otras fuentes auxiliares: la arqueología, la paleontología o la primatología. El objetivo es, por un lado, comprender el funcionamiento del sistema de género –y en la medida de lo posible explicarlo– y por otro, devolverle su naturaleza intrínseca e ineludiblemente cultural e histórica. Cualquier intento de buscar explicaciones al funcionamiento, o la mera existencia, del Género en disciplinas como la biología o la psicología, u otras ajenas al estudio de lo social desde lo social, debe ser considerado ilegítimo. El Género, en cuanto sistema u orden simbólico, no puede ser reducido a supuestas constantes biológicas o biopsicológicas, ni siquiera biosociales, existentes en la especie humana. Esto equivale a decir que el Género no puede ser reducido al Sexo,2 y que tanto el sistema como los géneros por él producidos, permitidos o impedidos, deben ser entendidos en clave social y cultural, resultando completamente ilegítimo el intento de comprenderlos o explicarlos mediante la reducción a la sexualidad en su sentido biológico.

Es por ello que una expresión como “identidad sexo-genérica”, misma que aquí se toma como punto de partida, en parte por comodidad y en parte por convención, resulta de hecho intrínsecamente problemática, al superponer e incluso confundir niveles de la realidad que a mi juicio pueden y deben mantenerse separados. De ello me ocupo en los apartados que siguen.

¿Identidad sexo-genérica o identidad de género en clave sexual?

Antes de pasar a ocuparnos con un poco más de detalle de los problemas que plantea la noción misma de “identidad”, conviene que dilucidemos esta cuestión del “sexo” y el “género”. Dicha dilucidación será, como es obvio, discutible e incluso parcial, dado que sólo puede ser efectuada desde unas determinadas premisas, y sobre ellas el investigador está obligado a elegir a partir de un enfoque o una perspectiva determinada. Por lo que se refiere a cómo cabe entender aquí la aproximación antropológica, ya he ofrecido unas determinadas líneas en el apartado anterior. Aquí voy a ocuparme de las nociones de “género” y “sexo”.

En la perspectiva manejada aquí, los “géneros” derivan directa y exclusivamente del orden simbólico que hemos convenido –en fecha más reciente de lo que muchos suponen– en llamar Género. El Género es básicamente un sistema de poder, es decir, en términos del sociólogo Niklas Luhmann, un sistema que opera simplificando la realidad y permitiendo así un mejor control de la contingencia. 3 En el sistema de género vigente, mismo cuyo origen nos resulta todavía incierto –así como su posible final–, el poder es detentado por la parte que nombramos como “masculina”, desde la cual se ejerce sobre todo aquello –personas y otro tipo de seres– excluido de lo masculino. En cuanto sistema de poder, el orden de género vigente actúa como ordenador del mundo desde lo masculino. Dado que dicho sistema puede situarse en el origen mismo de lo humano tal como lo conocemos, cabe apuntar la hipótesis de que el mundo humano actual sólo es uno de muchos posibles. En este caso se trata el mundo humano construido desde y al servicio de lo masculino, y por ello sesgado hacia lo masculino como valor positivo (en términos estructurales). Visto desde lo imaginario, se trata del mundo del “hombre”, y es por ello que hasta hace muy poco tiempo el hombre, el personaje principal de la parte masculina del Género, ha sido considerado, tomado y representado como el modelo y la medida de lo humano mismo, siendo lo femenino ya una variación del tema humano. Los ejemplos históricos de ello en todo tipo de sistemas culturales, mitologías, obras de pensamiento, representaciones, incluso en el mucho más moderno y restringido discurso “científico”, son innumerables.4 Esta estructura por la que el hombre se constituye en el número uno y la mujer, y de hecho todo lo demás, todo lo no masculino, en número dos, no responde a ningún imperativo biológico ni deriva directamente de la diferencia sexual en modo alguno.5 Ocupémonos ahora un poco de ésta.

La diferencia sexual es actualmente leída en términos bio-lógicos, pero ello es un desarrollo reciente; incluso muy reciente, algo que data de mediados del siglo XIX. Ninguna sociedad no occidental –o no occidentalizada–, es decir, carente de algo como un pensamiento biológico, ha leído nunca la diferencia sexual en estos términos. Le hubiera resultado imposible hacerlo. Lo biológico, como cualquier otro hecho del mundo “natural”, ha sido leído en términos simbólicos, porque es únicamente en dichos términos, desde lo simbólico, como los humanos pueden acceder al mundo tanto en términos de representación como de discurso, y según todo parece indicarlo, también en términos de percepción. Sin una noción convenientemente desarrollada de “sexo biológico”, no hay sexos biológicos a la vista; sólo pueden verse hombres, mujeres y las otras categorías de género, si las hay, que la cultura haya definido como tales. Con ello no se quiere decir aquí, y esto es algo sobre lo que cabe ser muy preciso, que los hechos del mundo natural, cosas en principio tan “evidentes” como la diferencia sexual, no hayan sido percibidos de algún modo, y entrado así a formar parte del pensamiento –salvaje– de los humanos a lo largo de su historia como tales.6 Pero no lo han sido como “sexos” en un sentido biológico, porque el “sexo biológico” constituye de hecho un principio organizador, es decir, se trata de un artefacto cultural, y además de un artefacto cultural sumamente sofisticado. Como ha puesto de relieve Thomas Laqueur, el sexo biológico aparece en cierto momento para proporcionar un fundamento sólido al Género;7 en un momento, se puede añadir, en que los límites entre los géneros se encuentran en crisis por el paso del género vernáculo a la sociedad unisex, 8 o dicho en otros términos, por la progresiva sustitución del patriarcado histórico por las sociedades de tipo machista contemporáneas.9

Puede decirse, entonces, que una expresión como “identidad sexo-genérica” responde a la necesidad de conceptualizar el género cuando a éste se le ha añadido el sexo biológico, es decir, cuando la identidad de género ha pasado de ser algo, en tanto simbólico, básicamente dependiente de una cosmovisión y articulado en un deteminado ethos,10 a ser algo supuestamente dependiente y determinado por la realidad material de los cuerpos.

Para nosotros, en la sociedad supuestamente unisex contemporánea –a la que quizá sería más acertado llamar sociedad “unigénero”–, el género pasa ineludiblemente por el sexo, es decir, por el cuerpo sexuado. El matiz es importante y explica ciertas peculiaridades de nuestra relación tanto con el género como con la diferencia sexual, así como los malentendidos que de ahí se suelen derivar. 11 En realidad, el género siempre ha estado relacionado con el cuerpo, pero no con el cuerpo sexuado en su sentido biológico contemporáneo, a partir de una diferencia vista como inconmensurable. La ciencia de la biología, occidental en su origen, define la diferencia sexual a partir de dos polos inconmensurables, y sólo dos, porque toma para ello el modelo de la dualidad de género, mucho más antigua. Se definen así dos sexos principales, de hecho concebidos como lo correcto o lo “normal” (incluso estadísticamente), y para los cuerpos ambiguos que aparecen entre estos polos se reserva el término “estado intersexual”,12 dando lugar a la intersexualidad y a los individuos intersexuales que la encarnan. El prefijo nos indica ya que estamos en un “entre”, es decir, en una especie de zona o tierra de nadie, donde el cuerpo no es propiamente ni masculino ni femenino –en el sentido biológico–, y por lo tanto no es propiamente de por sí nada. No hay una definición positiva –sustancial– para la intersexualidad, como no la había en tiempos de los castrati para su voz –definida como ni masculina ni femenina–,13 o no la hay para la categoría como “no binario”, incluida recientemente en los formularios de inscripción de cierta universidad española.14 En el caso de los estados intersexuales, nos encontramos ante un esquema tripartito: hay un A, un B, y un algo que está entre A y B, pero que tampoco es C. Y ello por varias razones, entre las que selecciono dos:

  1. Porque la idea subyacente es que este entre A y B es algo anómalo, puesto que lo dado, es decir, la normalidad, está representada por los estados A y B, inconmensurables pero a la vez complementarios.15 Dentro de dicha complementariedad, algo que no sea ni A ni B sale sobrando. Sencillamente, no tiene lugar.
  2. Porque de hecho C no es un estado único, capaz de presentarse según un modelo aplicable a cada caso con ligeras variaciones (como sí sucede con A y con B). C, es decir, la categoría “intersexual”, es una denominación creada para incluir todos los estados que no son ni A ni B, mismos que en un primer momento no son distinguidos como tales, en cada una de sus categorías –excepto por los especialistas–. Por lo tanto, no hay una sola “intersexualidad”, pero con dicha denominación nos basta porque en realidad, desde un punto de vista social, dicha intersexualidad define el campo de lo anómalo.

En este sentido, una categoría contemporánea como “intersexual” resulta igualmente distinta de categorías mucho más antiguas y extendidas por el arco cultural humano, como las de hermafrodita o andrógino. Cabe notar una diferencia fundamental: dichas categorías, construidas a partir y con los elementos del sistema de género, todavía sin el sexo en su sentido moderno, actúan por adición. Un hermafrodita o un andró-gino son una suma, o como mínimo una combinación, de lo masculino y lo femenino. Como tales, constituyen, en el plano mítico, a veces encarnado en lo real de los cuerpos, la culminación del sueño mismo de la identidad. Como lo muestra el mito de los seres esféricos contado en el Banquete de Platón, sólo de dichos seres podría decirse que son realmente idénticos a sí mismos, mientras que todos los demás, los resultantes de la partición ordenada por los dioses, es decir, los no andróginos, en realidad sólo son la mitad de algo. Por tanto, ahí cualquier pretensión de “identidad” debe ser puesta en entredicho.

El intersexual contemporáneo, definido por la medicina y la biología, es algo muy diferente. No es concebido como la suma de los otros dos, sino como algo que está “entre”, algo que, más que reunir las cualidades de ambos sexos –lo cual le daría un poder superior al de cualquiera de ellos por separado–, más bien no es ni del todo el uno ni del todo el otro –lo cual hace que sea contemplado desde el punto de la carencia–. Completud frente a carencia, entonces. En parte, esto es así porque nuestra visión biológica de los sexos los concibe en tanto inconmensurables. Desde este punto de vista, no hay androginia posible. La androginia queda relegada definitivamente al plano de lo mítico.16 El ser doble es expulsado de lo sexual, y con ello del campo del género. El intersexual no es por ello un “tercer sexo”, ni mucho menos un tercer género.17 Como dijimos, carece entre nosotros de definición positiva a pesar de los intentos de los movimientos intersexuales contemporáneos por otorgársela.18

En resumidas cuentas, puede decirse que la evolución bio-lógica contemporánea del género ha consistido básicamente en atar los géneros a los sexos, definidos dualmente y pensados desde lo inconmensurable. Desde que esta visión se impone, cada uno de nosotros, desde la identidad de género socialmente asignada o desde la personalmente asumida (ya sea que coincidan o no), arrastra como un grillete la pesada carga del sexo. De ahí una noción como la de identidad “sexo-genérica”: creemos que el sexo nos determina. O bien creemos, por otro lado, que desde el género podemos eludir la diferencia sexual. En realidad, ambas posiciones son erróneas y sólo se entienden desde la confusión entre el plano del género y el del sexo, cuya diferencia resulta insalvable.19

¿Identidad personal o identidad social?

Desde la perspectiva socioantropológica, toda identidad personal remite en última instancia a una identidad social, o mejor dicho a un conjunto de ellas. La paradoja aquí es que todos sentimos nuestra “identidad” –lo que designamos con esta palabra– como algo personal, propio e intransferible, pero a la hora de personalizarlo –describirlo en términos personales– no podemos hacerlo de otro modo que remitiéndonos a identidades sociales.20 En realidad, lo único propio en cuanto a identidad es el nombre, por lo cual suele ser precisamente calificado así –nombre propio–. Pero el nombre no remite a nada, carece de referente.21 Además, incluso los nombres propios, por rebuscados que resulten, resultan compartidos. No hay un “Joan”, sino que hay muchos. Y cada Joan, o cada Ermengarda, tiene características personales y una identidad propia. Por otro lado, ¿qué es un Joan? ¿Qué nos dice de alguien el hecho de que se llame, es decir, resulte apelado socialmente, como Joan, o Ermengarda, o Santiago, o Cuauhtémoc? Como mucho nos remitirá a lugares o culturas de nacimiento, grupos lingüísticos, épocas, y en última instancia a preferencias o elecciones paternas o a la situación en el seno de un determinado grupo familiar. Todo ello, como puede verse, nos conduce a lo social y tiene poco o nada que ver con lo personal. Los nombres propios no remiten a nada, carecen de referente. Se los puede asociar con un determinado santoral, una genealogía familiar o una tradición literaria, pero ello no implica que un Joan se tenga que identificar con Sant Joan Baptista, o tenga que hacerlo con su abuelo materno, en honor del cual, quizá, le fue otorgado dicho nombre. Los típicos objetos o tests de facebook donde supuestamente se nos informa sobre “el significado” de nuestro nombre no necesariamente dicen nada ni sobre nosotros, ni tampoco mucho sobre el nombre. Como mucho, repito, nos remiten a significados sociales fijados en una determinada tradición.

En nuestra cultura, los nombres propios se completan con los apellidos, los cuales nos remiten a unos determinados grupos familiares. Los apellidos son igualmente nombres, y como tales carecen de referente. ¿Qué es un Vendrell? En realidad, dicho nombre sólo designa un vacío que puede ser llenado con todas y cualquiera de las personas que reciben este apelativo, las cuales ni siquiera se reconocen como miembros de la misma familia y presentan características “personales” sumamente variadas. Los apellidos, además, entre nosotros no indican el género: eres un Vendrell o una Vendrell, o quizá un Vendrell trans, pero no una Vendrella. El género socialmente asignado, y luego asumido con mayor o menor fortuna por su destinatario, viene indicado por el nombre; los hay “masculinos” y “femeninos”, y los hay que presentan variantes para ambos géneros. Una vez más, hay que insistir en que todo esto nos remite a lo social, y el mismo análisis podría aplicar a los nombres de “casa” –cuando dicho tipo de grupo familiar existe–, o los apelativos o motes con que el grupo ha acordado en cierto momento designar al individuo por alguna característica específica. Dichas características, y por lo tanto los apelativos, son siempre significativas para el grupo, es decir, sociales.

Más allá de este intento de “personalizar” al individuo, cualquier característica “propia” que éste quiera nombrar, o que alguien quiera designar para singularizarlo, remite a sistemas simbólicos, a series o cadenas significantes, a grupos de relaciones, en última instancia a estructuras, cuya característica compartida es que son todas ellas de carácter social y cultural. En el caso del género –y por todo lo dicho anteriormente, también del sexo– ello queda bastante claro: nadie tiene un género propio, personal e intransferible. La personalización estricta del género supondría la eliminación del sistema mismo; sería el fin del orden de género y de todo el imaginario comportado por él. El género se convertiría en algo parecido al nombre propio, incluso sin nombre, dado que cada quien tendría el suyo. Por lo tanto, desaparecería el género como sistema de poder, es decir, en términos de Luhmann, sistema que cumple con la función de simplificar la realidad y permitirnos así operar mejor con ella, reduciendo la contingencia. La actual, supuesta y según yo mal llamada “revolución del género” se encuentra muy lejos de ello; dicha “revolución” se limita a multiplicar las designaciones, operando a partir de una combinatoria de “rasgos de género” hecha posible por la descodificación del género vernáculo binario. Pero seguimos estando en el campo imaginario definido, permitido y delimitado por el orden de género. Todo gira en torno al par “masculino/femenino”, y las características de los nuevos géneros se construyen a partir de una combinatoria de elementos de lo que se considera propiamente masculino o propiamente femenino. Lo cual, por lo dicho anteriormente, arrastra al sexo. Los cuerpos pueden ser manipulados, en todo lo que la tecnología disponible permita, en función de dicha combinatoria y para ajustarlos al haz de características genéricas resultante, mismo que recibirá un determinado nombre o será aludido a partir de un no nombre (es el caso de “no binario” o “sin género”). Pero salir de los términos, o las reglas de juego, establecidas por el género resulta imposible. En realidad la mayoría de las personas que se muestran disconformes con la identidad social de género asignada y emprenden procesos de cambio, ni siquiera pretende eso; sus objetivos suelen ser más modestos: pasar de un género al otro, modificando su apariencia corporal en grado diverso, o establecerse en alguna posición de género que suponga una determinada combinación de las ya existentes, es decir, de elementos masculinos y femeninos. Aquí es necesario ser muy preciso, pero a la vez muy claro: no existe ninguna característica asignable, en términos de género, que no derive del modelo masculino/femenino. Ni el andrógino mítico, ni el hermafrodita de la temprana medicina sexual, ni el intersexual contemporáneo, como hemos visto, presentan características propias que eludan el par masculino/femenino.22 En unos casos las combinan, reúnen, y constituyen seres híbridos, mientras que en otros parecen haberse quedado a medio camino entre una y otra posición, pero sin que ello implique establecer una positividad propia en términos genéricos ni, por ello, sexuales. Designaciones popularizadas en los últimos tiempos, como “tercer género”, en realidad no remiten a nada; carecen de referente. Nadie sabe qué es lo que definiría, en sus propios términos, a un tercer género, entre otras cosas porque el único idioma de que se dispone para hablar de estos seres es el que se deriva del orden de género binario. Por si fuera poco, la designación misma –el tercero- ya nos remite a la existencia de un binario previo. El tercer género no es siquiera concebible sin los otros dos, pero además resulta que no sabemos ni podemos saber en qué consiste más allá de caracterizarlo en función de los otros dos, por exceso o por defecto.

¿No es posible, entonces, eludir el Género? No, desde luego, al interior del sistema u orden de género. Para hacerlo tendríamos que salirnos de él, y esto no se puede hacer a título individual porque el Género, así como su imaginario, es decir, sus identidades, son estrictamente sociales. Sólo se puede abandonar el Género procediendo a abandonar la sociedad misma. Uno puede retirarse a una cueva, al desierto o a una isla e intentar convencerse de que carece de género o de que es algo que no es ni masculino ni femenino en modo alguno, inventar nombres para ello, etcétera. Quizá pueda mantener esa ilusión mientras no venga nadie a importunarlo, pero en el momento en que restablezca cualquier contacto con lo social, desde ahí se le recordará que es tal o cual, hombre o mujer, o transgénero, o sin género, o tercer género, y quedará de nuevo atrapado en las redes, es decir, las estructuras, del sistema.

La única forma de transitar hacia una sociedad sin género sería eliminar por completo el sistema mismo. Sólo en un mundo sin género sería posible ser persona sin género. Ahora bien, la diferencia sexual persistiría y sería preciso hablar de ella de alguna forma. ¿Es así? Como hemos visto, los efectos del Género sobre dicha diferencia han cambiado con el tiempo: el género vernáculo tiende a fijarla en una complementariedad que, de hecho, la minimiza al acercar a los sexos, mientras que la supuesta sociedad unisex en realidad lo que hace es acentuar la diferencia por medio del establecimiento de los biosexos con carácter inconmensurable. Como ya apunté, la sociedad unisex debería en realidad llamarse unigénero, porque son los géneros tradicionales los que ahí pierden sus fronteras y espacios propios, resultan “descodificados” y, como dice Illich, entran en competencia.23 Pero lo hacen, al mismo tiempo, cada quién arrastrando el grillete de su “sexo”. El sexo biológico, entonces, podría ser visto como el resultado de la necesidad de seguir manteniendo la ilusión de la diferencia en un mundo donde las posiciones de género han empezado a disolverse, a perder su sentido, es decir, su contenido positivo. Ahora el referente del género es el sexo. Por ello, para nosotros la identidad de género pasa por el sexo y se lee como “identidad sexual”. Pero dicho referente en realidad es producido, como vimos, por el Género mismo, y sólo cobra sentido en función de él. Podría pensarse que sin el Género dejaríamos de percibir la diferencia sexual misma, es decir, que fuera lo que fuera lo que viéramos, ya no lo veríamos como “diferencia sexual”. No habría hombres ni mujeres tal como los entendemos, y de hecho ni siquiera habría machos ni hembras. Quedarían los cuerpos en su materialidad, con determinadas características, pero ya no designadas ni entendidas en términos de género, ni de sexo. Quizá, en un mundo sin Género pero con biología, la única designación posible de los cuerpos lo fuera su rúbrica genética, sin mayores atributos y sin clasificación alguna a partir de dicha rúbrica. ¿Ciencia-ficción?

¿Tiene sentido hablar de un cambio de sexo?

Sensu strictu, la única forma de proceder a un cambio de sexo sería intervenir el propio código genético. Nuestro sexo, hablando en términos estrictamente biológicos, es el resultado de una determinada rúbrica genética, que nos “determinará” en tanto cuerpo sexuado. Para conocer nuestro verdadero sexo, entonces, sería necesario conocer dicha rúbrica, es decir, nuestro ADN, y dentro de éste los fragmentos que van a encargarse de la construcción de las características sexuales de nuestro cuerpo. Dado que dichas características son leídas –como sólo pueden serlo– como tales, nombradas y clasificadas desde lo sociocultural, serán las clasificaciones disponibles en nuestro medio cultural las que nos ubiquen en uno u otro sexo, aunque sería más acertado decir en uno u otro género. Si nuestra resultante fenotípica se ajusta aceptablemente a uno de los dos polos sexuales considerados normales, nuestra clasificación no presentará problemas. Caso de no ser así, las culturas disponen de unas determinadas opciones, que van desde la eliminación pura y simple del recién nacido ambiguo hasta su “reajuste” a uno u otro de los sexos admitidos por medio de las tecnologías disponibles al respecto. También han existido culturas que han constituido una posición intermedia de género para dar cabida a estos cuerpos no claramente definidos.24

La biología contemporánea, desde el desarrollo de la genética, dispone de técnicas sofisticadas para indagar en lo más recóndito de los cuerpos –es decir, en el núcleo celular– cuál es su “verdadero” sexo. Ello no obstante, como dijimos, el lenguaje del sexo sigue siendo diferente del lenguaje del género, que es el que rige nuestras identidades sociales. La traducción es ilusoria, porque de hecho ambos lenguajes carecen de un código común. Cualquier “nombre”, ya sea el propio generizado, o el que remite a un determinado género, procede del lenguaje del género, mucho más antiguo que el de la genética.25 Por lo tanto, seguimos hablando de “hombres” y “mujeres”, a los que en los últimos años se han venido añadiendo categorías como “mujer transexual” u “hombre transexual”, entre otras que no detallaré aquí. La lista es creciente, pero su expresión siempre se produce a partir del lenguaje del género; sencillamente, el campo se amplía. Que yo sepa, no existe todavía un movimiento dedicado a reivindicar la identidad genética como la única válida, o a exigir que sea ésta, expresada en alguno de los lenguajes de la bioquímica, la que conste en la partida de nacimiento. A este respecto, seguimos empantanados con el género. Podemos cambiarnos de hombre a mujer, y en ciertos lugares del mundo –India o Alemania, entre otros– podemos hacernos constar como “tercer género”, “no binario” o “diverso”, pero todo ello sigue siendo la expresión del género, no del sexo biológico.

Los movimientos que reivindican los derechos de la transexualidad han desarrollado la idea de que, en realidad, no hay cambio de sexo alguno, sino más bien un ajuste al sexo que se ha tenido desde siempre. No sería tanto el sexo el que estaría equivocado, sino el cuerpo. Y con él, la lectura efectuada socioculturalmente de dicho cuerpo. La idea de que el cuerpo pueda estar equivocado con respecto a su propio sexo es paradójica y desde un punto de vista estrictamente biológico carece de sentido. Equivale a decir que un determinado genoma puede producir un fenotipo que no le corresponde. Pero en este caso hay que decir que la biología es mucho más precisa que la cultura, y que el cuerpo, el fenotipo, la apariencia en cuanto a los caracteres sexuales primarios o secundarios, siempre se corresponderá con el genotipo heredado.26 Pueden darse anomalías a la hora de la transmisión y del desarrollo embrionario, mismas que luego serán oportunamente recapturadas por la cultura, es decir, clasificadas de uno u otro modo, dando lugar a acciones en consecuencia. Pero es dudoso que dichas anomalías puedan implicar que el genoma de un sexo dará lugar al cuerpo del otro, y en caso de que así fuera, ¿de qué manera podríamos afirmar que no es el nuevo cuerpo el que se corresponde con el verdadero sexo, en lugar del anteriormente incluido en el genoma inicial? ¿Y quién nos dice que no es ese mismo genoma, la propia herencia recibida de nuestros progenitores, lo que ya está mal desde un principio? Pero, de nuevo, caso de ser así, ¿en base a qué juzgaríamos que dicho genoma está bien o mal? ¿En relación con qué verdad propia inscrita dónde? Y cerrando el círculo, ¿dónde puede encontrarse el sexo “verdadero” de un cuerpo si no es en su genoma?

Son demasiadas peticiones de principio. Demasiadas tautologías y paradojas. En realidad, lo que hacemos es someter a la biología, incluso en aquello que de una forma más clara puede establecerse que escapa a nuestras clasificaciones y etiquetas, al imaginario derivado y dependiente del orden de género. Leemos los cuerpos desde el Género, dado que se encuentran estructurados como un lenguaje, y dicho lenguaje es el del género. Decimos: pechos prominentes = mujer, pene = hombre, etcétera, y a partir de ahí nos procuramos un pene –o nos lo extirpamos– o unos pechos, o nos depilamos o nos implantamos cabellos o nos operamos los labios o lo que sea que nos permita la tecnología disponible, nada de lo cual se encuentra por cierto en nuestro programa genético. No hay, pues, transsexualidad alguna, sino más bien trans-generidad; una transgeneridad leída en clave sexual. Nuestros cuerpos se encuentran organizados, en el sentido en que lo exponen Gilles Deleuze y Félix Guattari, según el lenguaje del género;27 los pechos, las nalgas, las caderas, los genitales, el vello, el cabello… pocas cosas escapan a la condición de señal inscrita en el orden de género. El código genético que ha dado lugar a todo ello, por otro lado, es invisible. Pero en la vida social, lo que cuenta es la apariencia, y con ella el performance, y de ahí la presentación masculina o femenina elegida –o no tanto– por cada quien. Como ya se dijo, nadie se identifica por sus genes, ni nadie lo identifica por ello. Lo que vemos del genoma es lo que muestra el cuerpo, pero modificar el cuerpo determinado por el genoma no equivale a modificar el genoma mismo. El sexo biológico, entonces, strictu sensu, resulta inmodificable –o al menos por cualquier otro medio que no sea la biotecnología–.

Pero el biosexo, como dijimos, no tiene nada que ver con nuestra identidad de género. Es algo que contemporáneamente la acompaña, pero desde luego no la determina, como no lo ha hecho nunca. El genoma puede determinar el sexo, pero en modo alguno determina el género; como mucho le ofrece una base, a título orientativo, sobre la cual la sociedad construirá el género correspondiente a partir del imaginario de género disponible, siempre en función del orden de género. Lo que se cambia, entonces, es el género. Cambiar la identidad sexo-genérica es cambiar de género, y ello, dado que dicha identidad, como hemos intentado mostrar aquí, es de carácter social, supone cambiar la identidad social del individuo. De ahí el esfuerzo por ajustar la apariencia, la “presentación del yo en la vida cotidiana”, a los términos definidos socialmente para el género que se pretende encarnar. Y ahí también la lucha por conseguir el cambio de nombre en el registro civil, por medio de una nueva partida de nacimiento. ¿Qué sentido tendría esto si la identidad sexo-genérica fuera algo de índole únicamente personal? Pero no lo es, es social, y debe quedar socialmente normalizada.

Aunque eso suponga incurrir en la idea de que hemos nacido con un determinado género, es decir, esencializarlo y hacerlo depender de los genes. No es así; no hemos nacido con un determinado género, porque el género no está en los genes. El sexo sí, pero el sexo nadie sabe en realidad lo que es, porque no disponemos de ningún lenguaje socialmente aceptado para hablar de ello. La rúbrica genética, y los códigos simbólicos de que disponemos para expresarla, no nos dicen en realidad nada. Cuando queremos atribuirle algo, alguna característica discernible, nos vemos obligados a recurrir al lenguaje del género, con lo cual efectuamos una operación ilegítima desde un punto de vista lógico. Por ello, cambiar nuestra partida de nacimiento es un acto de carácter social, ejercido sobre un artefacto –el documento- de carácter social, y sobre algo que ha sido en todo momento y sigue siendo de carácter social: nuestra identidad de género. Dado que en nuestros días dicha identidad arrastra, como vimos, al sexo, producimos la ilusión de que, o bien estamos cambiando nuestro sexo, o bien estamos restituyendo a nuestro sexo verdadero sus plenos derechos. Pero no hay tal; ningún cambio en ningún documento puede cambiar nuestro sexo, como tampoco puede hacer nada por el reconocimiento de nuestro sexo “verdadero”. Todo lo que se juega aquí, lo que se cambia o lo que se reconoce –según la perspectiva que se adopte para contemplarlo–, se juega en el campo del género, mismo que resulta de carácter indefectiblemente social y cultural.



Profesor-investigador, Centro de Investigación en Ciencias Sociales y Estudios Regionales (cicser), Universidad Autónoma del Estado de Morelos (uaem)



Notas

1 El uso de la palabra en mayúsculas designa al sistema u orden de género. Es de dicho sistema, orden o estructura de donde dimanan el “género”, como noción, y los “géneros” propiamente dichos, mismos que pueden ser ubicados en el plano de lo Imaginario, según la división tripartita Imaginario/Simbólico/Real. Para mayores precisiones al respecto, véase Joan Vendrell Ferré, La violencia del género. Una aproximación desde la antropología, uaem/Juan Pablos, Cuernavaca/Ciudad de México, 2013, http://riaa.uaem.mx/xmlui/handle/20.500.12055/99

2 El uso de la palabra en mayúsculas remite al dispositivo de sexualidad contemporáneo, tal como ha sido formulado y estudiado en primera instancia por Michel Foucault. La noción de “sexo biológico” forma parte de dicho dispositivo. Cfr. Michel Foucault, Historia de la sexualidad, 1. Voluntad de saber, Siglo xxi, Ciudad de México, 1996, https://bit.ly/2CAxvlM

3 Niklas Luhmann, Poder, Anthropos/uia, Barcelona/Ciudad de México, 1995, https://bit.ly/2T5YpsV

4 Por ejemplo, si la especie humana es definida con base a su racionalidad –“animal racional”–, la mujer será considerada en dicho aspecto inferior al hombre. En un Diccionario de Sexología publicado en la segunda mitad del siglo pasado y avalado por la autoridad médica, todavía se puede leer que la capacidad para el pensamiento abstracto de las mujeres (consideradas, al igual que los hombres, como un “sexo”) es sensiblemente menor que la de los hombres. Cfr. J. Noguer Moré, Diccionario enciclopédico de sexología, Jano, Barcelona, 1966, pp. 20-21, https://bit.ly/2W5WK8t

5 Aunque, por supuesto, dicha estructura1-2 ha recibido diversos intentos de explicación biológica o, como en el caso del antropólogo José Antonio Jáuregui (1982), en términos de unas supuestas “leyes bioculturales”. Cfr. José Antonio Jáuregui, Las reglas del juego: los sexos, Planeta, Barcelona, 1982, https://amzn.to/2RK4zT3

6 En el sentido que da al término –“pensamiento salvaje”– Claude Lévi-Strauss en su obra homónima. Cfr. Claude Lévi-Strauss, El pensamiento salvaje, fce, Ciudad de México, 1964, https://bit.ly/2R2pL19

7 Thomas Laqueur, La construcción del sexo. Cuerpo y género desde los griegos hasta Freud, Cátedra, Madrid, 1994, https://amzn.to/2FPNMGY

8 Iván Illich, El género vernáculo, Joaquín Mortiz/Planeta, Ciudad de México, 1990, https://bit.ly/2FDYdOl

9 Barbara Ehrenreich y Deirdre English, Por su propio bien. 150 años de consejos de expertos a las mujeres, Taurus, Madrid, 1990, https://bit.ly/2R7m4Yb

10 Tomo los conceptos de ethos y cosmovisión en el sentido y con la relación entre ellos que ha desarrollado Clifford Geertz, en La interpretación de las culturas, Gedisa, Ciudad de México, 1987, https://bit.ly/2o1f1Db

11 Siguiendo a Lyotard, podríamos afirmar que la heterogeneidad entre el sexo y el género “hace imposible un consenso, pues falta un idioma común”. Esta inexistencia de un idioma común entre el género y el sexo hace que sólo sea posible hablar del segundo con el idioma del primero, directamente derivado del orden simbólico de género, así como sólo es posible representarse los “sexos” a partir del imaginario derivado de dicho orden. En su estricta realidad biológica, el “sexo” sólo es expresable según su firma biológica, en el lenguaje de la (bio)química, adoptado por la genética, o mediante símbolos convencionales como los célebres círculos con la flecha y la cruz. Cualquier traducción de la “fórmula” genética de los sexos (generalmente simplificada en los pares cromosómicos “xx” y “xy”, donde la presencia de la “y” indica lo “masculino”) a los términos convencionales establecidos para hablar del género (masculino, femenino, hombre, mujer...) resulta problemática y, en última instancia, ilegítima. Con el sexo, la diferencia sexual, o los estados intersexuales, nos encontramos en una situación donde “los signos no son referentes a los cuales se asignen significaciones validables en el régimen cognitivo; indican que algo que debe poder expresarse no puede serlo en los idiomas admitidos”. A excepción, claro está, del “idioma” de la bioquímica contemporánea. Cfr. Jean-François Lyotard, La diferencia, Gedisa, Barcelona, 1996, pp. 74-75, https://bit.ly/2HrTJfp

12 Al respecto, véase el temprano estudio de Gregorio Marañón, os estados intersexuales en la especie humana, Morata, Madrid, 1929.

13 Así la define Alberto Askenazi, Los compositores. Anécdotas y algunos datos curiosos, Plaza y Valdés, México df, 2012, https://bit.ly/2RJuIkw

14 Se trata de la Universidad Pública Vasca (upv). La tercera posibilidad al parecer será “otras opciones o no binario”. Tanto la ambigüedad de “otras opciones” como el “no binario”, mismo que además se opone estructuralmente a “binario” (hombre/mujer), eluden remitir a contenidos positivos concretos, https://bit.ly/2zQtkis

15 La complementariedad entre los géneros (masculino/femenino) viene proporcionada por el sistema u orden de género, y como tal es imaginaria, es decir, carece de referente o fundamentación alguna en lo real. Para un estudio del funcionamiento de dicha complementariedad en el “género vernáculo” Véase Iván Illich, El género…, op. cit.

16 Véase Jean Libis, El mito del andrógino, Siruela, Madrid, 2001, https://bit.ly/2U7hjzz

17 M. Kay Martin y Barbara Voorhies proporcionaron en su momento noticia de sociedades donde el estado intersexual (sin especificar más) daba lugar a posiciones de género específicas. Sin embargo, incluso en estos casos resulta dudoso que se pueda hablar de un “tercer género” (o incluso un cuarto y un quinto). Más bien habría que pensar estas situaciones como una combinación de las posiciones del sistema binario de género dominante. Ello nos conduce de nuevo al tema del andrógino. En casos como el del nadle navajo, ciertamente parece darse dicha androginia, puesto que la posición nadle permite reunir cualidades de los otros dos géneros, y ello da al nadle una posición especial, privilegiada e incluso sagrada. Nos encontraríamos al parecer, pues, con una androginia directamente relacionada o derivada de la intersexualidad. Sin embargo, cabe tener en cuenta que podían darse “verdaderos” y “falsos” nadle, siendo los propiamente intersexuales solamente los primeros, mientras que los segundos entrarían más bien dentro de la categoría que hoy llamamos “transgénero”. Por otro lado, el nadle –palabra además derivada del inglés, en el sentido de aguja y costura, dado que ésta era una de sus actividades– era la única forma de que disponían los navajo para referirse al estado “intersexual”, dada la carencia entre ellos del campo semántico de la “sexualidad” definido por la biología contemporánea, y por ello de la noción de “sexo biológico”. Podría decirse que los antiguos navajo veían los estados intersexuales por medio del nadle, y no al revés. Una vez más, nos encontramos con que el único idioma disponible para hablar de los cuerpos, antes de la aparición de la biología, es el idioma del género. Los cuerpos “intersexuales” son para los navajos, pues, cuerpos nadle “auténticos”, y nada más. Cfr. M. Kay Martin y Barbara Voorhies, La mujer: un enfoque antropológico, Anagrama, Barcelona, 1978, https://bit.ly/2S1jJCu

18 Cheryl Chase, “Hermafroditas con actitud: cartografiando la emergencia del activismo político intersexual”, en El eje del mal es heterosexual. Figuraciones, movimientos y prácticas feministas queer, Grupo de Trabajo Queer (ed.), Traficantes de Sueños, Madrid, 2005, pp. 87-111, https://bit.ly/2HskmB7

19 Jean-François Lyotard, La diferencia…, op. cit.

20 Clément Rosset, Lejos de mí. Estudio sobre la identidad, Marbot, Barcelona, 2007, https://bit.ly/2U8PcQt

21 Jean-François Lyotard, La diferencia…, op. cit.

22 Tampoco ocurre así en el caso de la androginia periódicamente puesta “de moda” por la industria homónima o el arte contemporáneo. Al respecto, véase Estrella de Diego, El andrógino sexuado. Eternos ideales, nuevas estrategias de género, Visor, Madrid, 1992, https://bit.ly/2Dr6CCH

23 Iván Illich, El género…, op. cit.

24 M. Kay Martin y Barbara Voorhies, La mujer…, op. cit.

25 Thomas Laqueur, La construcción…, op. cit.

26 Sabemos que el fenotipo puede estar afectado por circunstancias ambientales, pero no por ello dejar de seguir estando determinado en sus posibilidades básicas por el genotipo.

27 Gilles Deleuze y Félix Guattari, El Anti Edipo. Capitalismo y esquizofrenia, Paidós, Barcelona, 1985, https://bit.ly/1bO7LLB