No es novedad en el ser humano el reconocimiento de su condición finita, así como la conciencia de su propia muerte futura y del acontecimiento de la muerte como fenómeno natural, hasta hoy inevitable. Como seres humanos racionales sabemos que, desde el momento de nacer, empezamos también a morir, como ya lo expresaba Heidegger al referir que el ser humano es un “ser para la muerte”.1 La muerte espera tranquila o ansiosa, no lo sabemos, el día en que nos encontraremos de manera definitiva con ella. Por consiguiente, existe en el ser humano una condición de finitud de su “ser ahí” arrojado a la existencia.
Desde esta perspectiva y desde un ejercicio propiamente hermenéutico, se traen a colación algunas de las reflexiones de Aristóteles en su apertura al libro I sobre El bien humano para poner en mesa de diálogo la cuestión de la felicidad y de la muerte.2 Dice expresamente el estagirita: “parece que toda arte y toda investigación, e igualmente toda actividad y elección, tienden a un determinado bien; de ahí que algunos hayan manifestado con razón que el bien es aquello a lo que todas las cosas aspiran” (1094a). Estas palabras nos inspiran para pensar que, además del fin supremo del ser humano como la felicidad racional deseada, más allá de su condición vegetativa y sensitiva, también hace parte de su fin natural el hecho de vivir para la muerte.
Así pues, en este escrito se esbozan algunas cuestiones de la ética aristotélica en relación con el acontecimiento de la muerte, con el propósito de ofrecer una reflexión de filosofía práctica que deje entrever el vínculo entre el fin supremo de la felicidad de la vida humana y la muerte como fin no final, aunque con ella se acabe toda acción humana en busca de tal fin supremo, es decir, la felicidad.
Partiendo de un trabajo hermenéutico de los libros I y II de la Ética a Nicómaco, se presentan tres aspectos centrales en esta reflexión sobre la ética aristotélica desde el análisis del complejo y espinoso fenómeno de la muerte. En un primer momento se abordará la cuestión de la felicidad como bien supremo, razón de ser de un sinnúmero de fines que el ser humano persigue en la cotidianidad de su existencia. En un segundo apartado se presenta la virtud como la acción que el ser humano realiza conforme a su razón, ser virtuosos frente a la muerte. Y, finalmente, con la cuestión del justo medio, hay que afrontar la muerte con valentía, evitando los extremos que con nuestras actitudes podamos tener respecto a ella.
Aristóteles entrevé en su Ética a Nicómaco que, si bien existe una pluralidad de fines en las actividades humanas, hay que buscar dentro de esa infinidad aquel fin (télos) querido por sí mismo y nada más, el cual además sería el fundamento de que se quieran las demás cosas que hace el ser humano. Este fin último o supremo bien es la felicidad, la cual comprende o encierra en ella las ideas de bien vivir, bien estar, obrar bien, ser feliz.
De manera específica Aristóteles expresa: “puesto que los fines son manifiestamente más de uno, y elegimos entre ellos a uno por causa de otro como, por ejemplo, la riqueza, las flautas y en general los instrumentos, es evidente que no todos son últimos, y es obvio que lo mejor es lo último […] Sencillamente, es último lo elegible por sí mismo siempre y nunca por causa de otra cosa. Y una cosa así parece ser, sobre todo, la felicidad, pues ésta la elegimos siempre por ella misma y nunca por otra cosa” (1097b).
Por eso, así como elegimos el placer, el honor, el bienestar y la vida, los cuales son fines no finales, también deberíamos elegir la muerte, no en sí misma, pues como un fin no final no estaríamos obrando desde la racionalidad específica y distintiva del ser humano, sino que se debe elegir en cuanto fin que nos lleva a alcanzar el bien último y autosuficiente de la felicidad, así no exista un acuerdo sobre qué es con exactitud y en qué consiste ésta en la vida práctica.3
Sin embargo, en la actualidad el ser humano no se ocupa de la muerte y menos de su propia muerte, como sí se hacía en la antigüedad, cuando incluso se pensaba que preparar la propia muerte era un arte. Había una actitud familiar y próxima ante la muerte y no la actitud de miedo o rechazo ante ella, que en ocasiones lleva al límite de no querer pronunciar su nombre.4
Ahora bien, en esta búsqueda del bien final tanto la felicidad como la muerte nos hacen a todos iguales. Por un lado, hay una búsqueda de felicidad por parte del ser humano, quien la quiere alcanzar, la quiere vivir, mientras que la muerte en el sentido opuesto generalmente no se busca, sino que ella es la que espera. Tanto para la felicidad como para la muerte no hay distinción entre ricos y pobres, entre hombres y mujeres, entre adultos y niños; no hay estratificación por género, edad, ni ninguna otra. De hecho, todos buscamos la felicidad, aunque no haya acuerdo sobre su esencia, pues hay diversas formas de entenderla y, por lo tanto, de vivirla. Y aunque no todos buscan la muerte e incluso tratan de eludirla, ella sigue estando con nosotros. La muerte es una condición universal para todo ser humano.
Dice Aristóteles, refiriéndose a la felicidad: “unos la consideran una de las cosas visibles y manifiestas, como el placer, la riqueza o el honor; otros otra cosa –y a menudo una misma persona la tiene por cosas diferentes: la salud, cuando está enfermo, y la riqueza cuando es pobre–” (1095a). Lo mismo se puede decir de la muerte, pues, aunque no todos o, mejor aún, quizá nadie racionalmente la busca, cada persona tiene una concepción de ésta, una manera de vivirla o de evitar vivirla. De ahí el adagio de que “nadie muere en cabeza ajena”.5
En este sentido, así como la felicidad, la muerte es la máxima expresión de igualdad. Ante la muerte no hay diferencias porque más tarde o más temprano todos hemos de morir; ésta es inevitable, como bien lo manifiesta May Todd: “la muerte está siempre con nosotros. Nos ronda. Nos acompaña en todo momento. Nunca estamos lejos de ella, porque es inevitable que ocurra y no podemos controlar el momento en que lo hará […] Uno es mortal no sólo al final de la vida sino durante toda ella”.6
En efecto, es indudable la afirmación de que todos buscamos la felicidad y tratamos de evitar la infelicidad. Además, siendo la felicidad una aspiración de nuestras vidas esto significa que ella es un bien, “el bien último y supremo”, porque nadie busca su propio mal. Desde este horizonte, no se trata de buscar la muerte en sí misma, sino la felicidad, que se alcanza desde la disposición/acción para la muerte. Así entonces ante la cuestión de cómo se viviría una vida dichosa y de conducta recta cuando se ha elegido la muerte como camino de felicidad, la respuesta de Aristóteles es vivir bien, obrar bien, ser feliz; ser virtuoso, prudente y sabio, más allá de una estricta disposición ante la muerte, pues, como se infiere en este autor, que de la simple disposición habitual no resulta ningún bien, como le pasa al dormido o de algún modo al ocioso, la corona –de la felicidad– se la ganan los que luchan, los que obran, los virtuosos (1102b).
La acción propia del hombre no es ni la vida vegetativa ni la vida sensitiva, sino la “vida activa del elemento que posee razón […] es obediente a la razón […] la posee y razona” (1098a). Dicho de otra manera, “la función del hombre es la actividad del alma conforme a la razón, o no sin la razón” (1098a). El estagirita agrega que toda actividad puede realizarse de acuerdo con su naturaleza espontánea o con los cánones normales definidos para su ejecución, por una parte; o bien, de conformidad con su perfección, por otra. Por consiguiente, es distinto tocar el piano que tocarlo bien, así como también es distinto el simple hecho de ver que el de ver bien.
Lógicamente, no es lo mismo morir que morir bien; tampoco que la muerte nos sorprenda a nosotros que sorprender a la muerte. Todo esto implica un bien vivir, más que sólo vivir, es decir, no es lo mismo dejar discurrir espontáneamente la energía de la vida humana que ejercerla según su perfección. A la normalidad de la actividad hay que agregarle la superioridad de su perfección.
De lo anterior se deduce que el acto propio del hombre es una cierta vida: ella consiste en la actividad y obras del alma asociadas con el principio racional; además, cada obra se realiza bien según la perfección que le es propia, por lo que el bien de la actividad del hombre es el resultado de su realización según su perfección, y si hay varias perfecciones, según la mejor y más perfecta dentro de una vida completa, “pues una sola golondrina no hace verano, ni tampoco un solo día: y así ni un solo día ni un corto tiempo hacen al hombre feliz ni próspero” (1098a).
Así tenemos que la vida más completa radica más en la virtud que en la prudencia, y la sabiduría en la virtud activa y jamás en la inactividad que acompaña al que duerme o está de ocioso, o la desdicha de quien ha sufrido los peores tormentos e infortunios. Por otro lado, desde el referente de la muerte, como ya se había señalado, no se trata de una disposición pasiva, como montarse en la rueda de la fortuna y esperar simplemente los altibajos de la vida, teniendo una felicidad camaleónica por todas las ocasiones que la muerte toca a la puerta, sino que se trata entonces de la disposición como virtud activa, cuyo premio se obtiene como fruto de cierto aprendizaje o ejercicio, accesible a todos aquellos que no están incapacitados para la virtud.
En este sentido, expresa Aristóteles: “las virtudes no se originan ni por naturaleza ni contra naturaleza, sino que lo hacen en nosotros que, de un lado, estamos capacitados naturalmente para recibirlas y, de otro, las perfeccionamos a través de la costumbre” (1103b). Esto concuerda con la concepción de la felicidad como actividad virtuosa del alma.
Por consiguiente, ser virtuosos frente a la muerte nos activaría a preocuparnos o inquietarnos no tanto por la muerte en sí misma, porque, como ya se señalaba, ésta es inevitable cuando llega, sino en qué situación nos encontraremos para afrontar esos últimos momentos previos a nuestra propia muerte o el hecho mismo de la muerte. Mejor aún, nos activaría a aprender de manera continua y constante cómo nos despedimos de esta vida, nos dispondría a aprender el arte de morir.7 Por eso vienen bien estas palabras de Aristóteles: “en ninguna de las actividades humanas existe una estabilidad como en las actividades conforme a la virtud. Éstas parecen ser más estables incluso que los conocimientos: las más valoradas entre ellas son más estables por el hecho de que los hombres felices perseveran más en ellas y de forma más continua; y ésta parece ser la causa de que no se origine olvido en torno a ellas” (1100b).
O, como señala Patricio Tierno: “en definitiva, los constantes cambios y azares a lo largo de cada biografía nada quitan a la estabilidad característica de las actividades virtuosas, constitutivas de la felicidad, y si bien la fortuna es necesaria para la vida, el que es verdaderamente bueno y prudente, que actúa siempre lo mejor posible y funda sus actos en la virtud, ejecuta sus obras eficazmente con el material del que dispone, sobrellevando con moderación y prudencia los avatares de la suerte”.8
Surge entonces otra cuestión: si para ser virtuoso hay que aprender y ejercitarse, ¿cómo aprender a encontrarnos al final con la muerte, mejor aún, cómo aprender y ejercitarse en el arte de morir? Podemos respondernos, de manera general: ser un hombre virtuoso para la muerte, es decir, vivir sin vicios y sin excesos para encontrarse con la muerte. Vivir en el justo medio.
En relación con los actos humanos, Aristóteles decía que éstos, por su misma naturaleza, se pueden malograr tanto por defecto como por exceso, dando por ejemplo el caso de la gimnasta: tanto en la exageración del ejercicio como en la insuficiencia, el vigor se debilita. Parafraseando a nuestro autor, se puede decir que el que huye de la muerte y le teme y nada soporta, acaba por ser un cobarde, y el que, por otro lado, no le teme en absoluto y antes bien marcha al encuentro de ella, se hace temerario (1104a). O, como reza el dicho popular, “ni tanto que queme al santo, ni tanto que no lo alumbre”, que haría alusión a lo que se denomina justo medio o término medio. Vivir la propia fragilidad humana, asumiendo el dilema de que ni la muerte ni la inmortalidad son buenas para nosotros, sino en cuanto fuente y origen de sentido de la vida, la cual siempre estará amenazada por su sombra, la vida estará siempre en suspenso o pendiente de un hilo.9
Al respecto del término medio refiere Aristóteles: “llamo «término medio del objeto» al que está en la misma distancia de cada uno de los extremos, cosa que es una y la misma para todo; y «con respecto a nosotros», aquello que no tiene exceso ni defecto: esto en cambio no es único ni lo mismo en todo” (1106a). Este término medio es considerado por el estagirita en estrecha relación con la virtud, y señala: “la virtud es una cierta condición intermedia capaz, desde luego, de alcanzar el término medio” (1106b). Y más adelante expresa que “la virtud [es] un estado electivo que se encuentra en la condición media relativa a nosotros, el cual se define con la definición con que la definiría un hombre sensato [prudente]” (1107a).
Desde la mirada que venimos abordando de la muerte en perspectiva aristotélica, es razonable pensar que la valentía sería la posición que le permitiría al ser humano vivir el fin de la muerte en función de la felicidad; es decir, no la cobardía pero tampoco la osadía. Por eso no hablar de la muerte, no reflexionar acerca de ella o hablar de manera exagerada no es una solución; “se trata de intentar hablar de la muerte, no para eliminar el dolor ni el miedo que la caracterizan, sino para desplazar la parálisis que nos domina cuando nos acomete y nos invita a su juego. No para aprender a amarla, sino para ejercitarnos a acompañar y a acompañarnos a nosotros mismos hacia su horizonte definitivo”.10
Vivir la muerte desde el justo medio puede también comprenderse desde la experiencia que narra una persona enferma, quien asume prudentemente su estado como un pretexto para vivir mejor, no desde la ira ni la indiferencia ni la culpa, sino desde la aceptación de un diagnóstico terminal: “el día que supe que moriría entendí que lo importante de la vida no es lo que se consigue, sino todo lo que vives cuando vas en busca de la meta, entendí que la vida me había pesado tanto que ahora que tan sólo me quedan unos meses ya no tenía fuerzas para levantar mi propio peso. Por ello, lo mejor que me ha pasado en la vida es saber que voy a morir, aunque el diagnóstico médico fue de unos meses de vida, ahora le robé unas horas a la muerte y de ese diagnóstico hace ya cinco años y sigo acá preparado para morir, porque vivo cada día esperando que venga por mí, y cada noche me acuesto con la certeza de no tener nada pendiente por si acaso fuese la última vez que vivo el anochecer”.11
Para concluir, traigo a colación el inicio del capítulo IX del libro II, queriendo ver el obrar del hombre frente a la muerte como un fin de su propia naturaleza. Dicho obrar, que se va habituando a bien vivir, implica necesariamente habituarse a bien morir, es decir, preparar la muerte es una virtud moral, teniendo en cuenta que tal virtud es como una posición intermedia entre dos vicios —uno por exceso y el otro por defecto—. Por eso ser virtuoso es toda una obra, todo un arte. Alcanzar el término medio respecto a la muerte es una faena, pero no solamente del que sabe, sino del que quiere aprender y ejercitarse en dicha empresa, asumiendo nuestra condición mortal.
En este sentido, es importante para la reflexión esta frase de Álvarez: “ninguna muerte puede ser deseable o puede llegar a percibirse como necesaria y por lo tanto útil. Pero al mismo tiempo que niego la utilidad de la muerte, no tengo la más menor duda de que ésta tiene un valor pedagógico, y en ese sentido es útil. La muerte nos puede ayudar a aprender a vivir, nos puede ayudar a valorar el precioso don de la vida”.12 Y de alguna manera contribuye como un fin a alcanzar el fin supremo de la eudemonía.13 Este acercamiento sentido de la muerte puede dar fecundidad y profundidad a los actos de nuestra vida cotidiana para bien vivir, para bien-estar, para ser felices, aun a pesar de la condición de vulnerabilidad o fragilidad que la misma muerte nos hace vivir.
1 Martín Heidegger, Ser y Tiempo, fce, Ciudad de México, 1998. Un análisis de los planteamientos de Heidegger sobre esta misma cuestión puede verse en Greta Rivara, “Apropiación de la finitud: Heidegger y el ser para la muerte”, Enclaves del Pensamiento, vol. 4, núm. 8, 2010, pp. 61-74, https://bit.ly/2oXCxmw
2 Aristóteles, Ética a Nicómaco, Alianza, Madrid, 2016, pp. 47 y ss, https://bit.ly/2PALXnh
3 Dice Aristóteles: “Pues bien, sobre el nombre hay prácticamente acuerdo por parte de la mayoría: tanto la gente como los hombres cultivados le dan el nombre de «felicidad» y consideran que «bien vivir» y «bien-estar» es idéntico a «ser feliz». Pero sobre la felicidad –qué cosa es– ya disputaban y la gente no lo explica de la misma manera que los sabios” (1095a).
4 Philippe Ariès, Historia de la muerte en Occidente. Desde la Edad Media hasta nuestros días, Acantilado, Barcelona, 2011, pp. 33-34.
5 “Por más que intentemos imaginar, al conocer de la muerte de otro, o tener experiencia directa de ella, lo que será la propia muerte, o cómo será, no lograremos ningún saber de ningún tipo, ni siquiera una leve intuición orientadora. La muerte es siempre la propia muerte”, en Gloria M. Comesaña Santalices, “La muerte desde la dimensión filosófica: una reflexión a partir del ser-para-la muerte heideggeriano”, Ágora, vol. 13, 2004, p. 115, https://bit.ly/2HPQtrh
6 May Todd, La muerte. Una reflexión filosófica, Montesinos (Biblioteca Buridán), Barcelona, 2009, pp. 51 y 19.
7 Refiriéndose a este “arte de morir”, Ciorán manifiesta que: “hacia el final de la Edad Media abundaban los escritos anónimos titulados «El arte de morir», que alcanzaron un éxito extraordinario. Semejante tema, ¿puede aún conmover a alguien hoy? Nadie prepara ya su muerte, nadie la cultiva, de ahí que se escabulla en el mismo momento en que nos arrebata. Los antiguos sabían morir. Elevarse por encima de la muerte fue el ideal constante de su sabiduría. Para nosotros, la muerte es una sorpresa horrible. La Edad Media conoció el sentimiento de la muerte con una intensidad única. Pero supo, con un arte especial, incorporarlo al tejido íntimo del ser. Nadie intentaba hacer trampas con ella. Lo que nosotros, por nuestra parte, quisiéramos es morir sin el hecho de la muerte”. Véase Alexander Aldana-Piñeiros y Edgar Javier Gargón-Pascagaza, “El sentimiento de muerte como límite existencial en la obra de E. M. Cioran”, Ideas y Valores, vol. 66, núm. 163, 2017, p. 315, doi: 10.15446/ideasyvalores.v66n163.58660
8 Patricio Tierno, “Ética y política en Aristóteles: bien humano, zoon politikón y amistad”, en Miguel Ángel Rossi, Ecos del pensamiento político clásico, Prometeo, Buenos Aires, 2007, p. 5, https://bit.ly/2M4TB80
9 May Todd, La muerte…, op. cit., p. 121.
10 Raffaele Mantegazza, La muerte sin máscara, Herder, Barcelona, 2006.
11 Carolina Arenas Hoyos, “La muerte, un pre-texto para vivir mejor”, Novum, núm. 2, 2012, p. 204, https://bit.ly/2WrhVoo
12 Josep Ántoni Álvarez, Sobre el sufrimiento…, op. cit., p. 43.
13 Cfr. José Luis Calvo Martínez, “Introducción”, en Aristóteles, Ética…, op. cit., pp. 9 y ss.