Tecnología y acción específicamente humana

Patricia King Dávalos


Ya está muy generalizado el uso de las palabras cognición y cognitivo para referirse a las actividades que suelen caracterizar a los seres vivos, como la percepción sensorial, la emoción, la decisión motriz y, en el caso de los seres humanos y algunas otras especies, el pensar. También pueden encontrarse esas mismas palabras cuando se hace referencia a aquellos procesos artificiales de los dispositivos llamados inteligentes, que cumplen una función similar a las actividades mencionadas. A partir de la segunda mitad del siglo xx, las distintas disciplinas que venían estudiando el cómo y el porqué de una u otra actividad cognitiva comenzaron a integrar lo que se conoce como ciencias cognitivas, integración que ha progresado hasta tal punto que, en muchos lugares, ya se habla de ellas en singular: ciencia cognitiva.

Al mismo tiempo, las disciplinas que integran las ciencias cognitivas se han diversificado y extendido, pero manteniendo y fortaleciendo sus vínculos. En esta segunda década del siglo xxi en la que vivimos, difícilmente encontraremos alguna ciencia natural, social o tradición filosófica que no esté vinculada de una u otra manera con esta relativamente nueva ciencia interdisciplinaria, razón por la que aún prevalece su nombre en plural.

En esta historia de formación y desarrollo de las ciencias cognitivas1 puede seguirse paso a paso cómo es que los nuevos desarrollos tecnológicos contribuyen de forma decisiva a nuestro conocimiento sobre cómo estamos constituidos y cómo funcionamos los seres humanos, tanto a nivel individual como colectivo.

Una consecuencia de la formación de las ciencias cognitivas ha sido que se retomara, con nuevos bríos y fundamentos más firmes, la antigua discusión en torno a su noción básica, la de humanidad, luego entonces, sobre los ajustes críticos que habría que hacer a la orientación y organización de nuestras actividades, sean éstas más depuradamente teóricas o más prácticas y corporales, y ya sea que las tomemos a escala más individual o más colectiva.2

En particular, una vertiente importante de esta discusión esgrime los nuevos conocimientos para defender la antigua tesis, ahora reafirmada, de que la constitución y el funcionamiento de la humanidad —sea en general, en una etapa o región particular, o en un individuo singular— sólo puede hacerse inteligible si se considera la tecnología como una de sus dimensiones constitutivas.3

De ser esto así, la dinámica de la interacción (o “simbiosis”) humanidad/tecnología podría representarse gráficamente como una trayectoria en espiral. Primero tenemos a la humanidad que, en su situación (necesidades, entorno, experiencia), produce una tecnología que, a su vez, implica un cambio en la situación de la humanidad (tanto de su entorno y necesidades como de su experiencia), de suerte que, de nuevo, la humanidad produce una tecnología, pero ya a una escala ampliada (en extensión o en profundidad, en el tiempo o en el espacio, o en ambos).

Tomemos, por ejemplo, el caso de las ciencias cognitivas. A partir de la situación de mediados del siglo pasado, tanto científica y tecnológica como social, esas ciencias avanzaron en producir conocimientos que, si se quiere sólo a escala neuronal, no podían menos que entrelazarse con los estudios antropológicos, evolutivos, neurológicos y ecológicos que se venían produciendo al mismo tiempo a su alrededor y que, en su conjunto, hacían que se desarrollara la situación de todas estas ciencias. Así se entiende que llegaran a afectar, nada más y nada menos, que la noción misma de humanidad. Finalmente, esta noción de humanidad, que se va cuestionando y reformulando de acuerdo con todo este caudal de nuevos conocimientos (y de las tecnologías en que se apoyan), llega a reafirmar la tecnología como un elemento constitutivo de esa humanidad real, de carne y hueso, que es la que esa noción quiere significar.

Lo que aquí quiero hacer es, primero, apoyar la idea de que esa noción de humanidad a la que, por el momento, se ha llegado en este recorrido en espiral, es más rica y adecuada que aquella de la que se partió; y, en segundo lugar, quiero llamar la atención sobre un punto que me parece que hace falta para que la noción de humanidad, enriquecida con el uso de la tecnología, sea más justa y fiel a la realidad. Este punto tiene que ver con cómo pensar la actividad específicamente humana, es decir, la práctica, tomando como base el trabajo en tanto forma primigenia y permanente de la producción y reproducción de la vida humana.

Tomaré como eje un ejemplo que viene siendo ampliamente discutido en las ciencias cognitivas desde 1998.4 Se trata de lo que puede llamarse “La fábula de Otto”. Es un caso ficticio, pero se trata de una buena ficción, por sus enseñanzas para plantear y enfrentar problemas reales.

Otto es un hombre que padece alzheimer y lo sabe. Suele llevar consigo un cuaderno para anotar las cosas que quiere recordar. Al enterarse por el periódico que el próximo viernes habrá un evento al que le interesa mucho asistir, anota la hora y el lugar en su agenda. Al llegar el viernes y consultar su agenda, reafirma su decisión de ir al evento y se mantiene al tanto de la hora en que tiene que salir. Al llegar la hora, llama un taxi y le da la dirección escrita en su agenda.

En este punto, es pertinente aclarar que el debate más importante en ciencias cognitivas se da básicamente entre dos corrientes: el cognitivismo y la cognición situada. El primero está formado por diversos proyectos de investigación que comparten la tesis de que lo mental se reduce esencialmente a la dinámica del sistema nervioso central, cuya explicación podría alcanzarse a partir de un conjunto básico de símbolos y de sus propias reglas de combinación. La cognición situada (o corporizada)5 afirma, en sus diferentes versiones y abordajes, que para comprender cabalmente la cognición es necesario tomar en cuenta al sujeto cognitivo en interacción con el medio ambiente del que forma parte y a lo largo de su vida. En palabras de Francisco Varela, “la mente no está en la cabeza”.6

Volviendo a nuestra fábula, el cognitivismo sostiene que la única actividad a la que puede llamarse propiamente cognitiva es la que se desarrolla dentro del cráneo de Otto, es decir, las sinapsis neuronales de su sistema nervioso central. La cognición situada, en cambio, sostiene que la actividad cognitiva es la que se desarrolla en el sistema formado por el cerebro, los ojos, las manos, el cuaderno y el ambiente físico y social del que Otto forma parte.

Insisto: el ejemplo viene siendo discutido desde hace casi dos décadas en numerosos artículos y en bastantes libros especializados. Aquí no tenemos espacio para revisar los argumentos, objeciones y réplicas de este debate. Lo que sí podemos hacer, y puede ser muy fructífero, es revisar los acuerdos entre unos y otros, y reflexionar sobre ellos en términos del problema que nos ocupa: la humanidad, la tecnología y la acción.

El primero de sus acuerdos es que la actividad cerebral, las sinapsis neuronales, forman parte de la actividad cognitiva. ¿Cómo se formó ese acuerdo? Hoy nos parece obvio, y podemos recordar, a la Otto con su cuaderno, que ya Hipócrates lo había señalado hace casi 2 400 años en la antigua Grecia. Pero también podemos recordar que el señalamiento de Hipócrates estaba lejos de expresar un acuerdo en aquel entonces: nada menos que Aristóteles era uno de los que no estaban de acuerdo. En aquella época nadie hablaba ni podía hablar de neuronas y sinapsis. Todavía en plena revolución científica, y luego de la revolución industrial, para personajes como Descartes y Kant resultaba obvio que nuestra actividad cognitiva era incomprensible si la queríamos ver como producto de la misma sustancia de la que está hecho nuestro cuerpo.

El acuerdo en el marco de las ciencias cognitivas en torno a la actividad cerebral está formado a partir de avances tan tecnológicos como la computadora, es decir, desde mediados del siglo pasado. Antes de eso otros avances tecnológicos, como el microscopio y los relativos a la cirugía y el control de las reacciones químicas y del flujo eléctrico, habían sido suficientes para rechazar cualquier otra hipótesis materialista que no se basara en el cerebro. Se podía saber cómo es que el cerebro está conectado a través de los nervios con los músculos y cómo es que un impulso eléctrico iniciado en el cerebro produce la contracción del músculo.

Pero la convicción de Descartes y de Kant sobre la sustancia espiritual no se basaba en la imposibilidad de resolver el problema del movimiento motor ni el de la sensibilidad, sino el de la formación y articulación de las ideas que, de forma paradigmática, experimentamos con la lógica y la matemática, aunque comprende también los recuerdos y la formación de conceptos generales. Es esto lo que no empezó a resolverse sino hasta que, con la invención de la computadora, se pudo mostrar que una sustancia incluso más burdamente material que la sustancia corporal de la que estamos hechos podía realizar operaciones lógicas y matemáticas. La analogía entre las estructuras de la computadora y las del cerebro estaba fundada en el descubrimiento previo, al pasar del siglo xix al xx, de que la masa cerebral estaba constituida por neuronas individuales, y en el descubrimiento, años después, de que el estado de estas neuronas podía representarse de forma binaria, es decir, a partir de bits (binary digit) o pixeles (picture element) activos e inactivos. Los defensores de la res cogitans como fundamentalmente distinta a la res extensa tuvieron que abandonar lo que había sido su principal línea de defensa.

Sin embargo, a mediados del siglo pasado todo el acuerdo científico en torno a la hipótesis del cerebro como el órgano material responsable del pensamiento seguía descansando fuertemente en esta mera analogía entre el cerebro y la computadora. Faltaba estudiar directamente el cerebro, y no un cerebro muerto ni sólo el cerebro de una rata. Y había que hacer experimentos con él. Desde finales de la segunda guerra mundial se empezaron a desarrollar artefactos tecnológicos cada vez más adecuados para poder hacerlo, hasta que a principios de los años noventa se llegó a uno, la resonancia magnética funcional, que permitió realizar los experimentos, tradicionales en psicología y neurociencia, pero ahora viendo ya no sólo las respuestas verbales y corporales a los estímulos, sino los cambios en la actividad cerebral de una persona viva que se llevaban a cabo desde que aparecía el estímulo hasta que se producía la respuesta.

Como se ve, la cuestión sólo tiene unos veinte años de existencia regular y sistemática. Y como se puede sospechar de inmediato, la información que se puede obtener de la danza y el chisporroteo de millones y millones de neuronas encendiéndose y apagándose con intensidades distintas y formando circuitos por un lóbulo, por otro y entre lóbulos, representa un torrente que es muy difícil de descifrar. La computadora, en todo esto, más que una analogía se ha convertido ya en una especie de andamio para poder almacenar, procesar y seleccionar toda esa información.

Los investigadores en ciencias cognitivas están obligados a proceder con una estrategia similar a la que Otto aplica, aunque el cuaderno de notas que utilizan sea más sofisticado y el evento al que están muy interesados en asistir es bastante más complejo. Cabe entonces preguntarse: la actividad de esos investigadores, ¿es cognitiva?, ¿consiste sólo en lo que sucede en las neuronas de cada investigador?, ¿o consiste también en su manejo de la resonancia magnética y de la computadora, en las comunicaciones entre ellos, en las preguntas que hacen a los voluntarios sujetos del experimento, en los trastornos individuales o sociales de los pacientes, etcétera?

Los cognitivistas aclaran su posición. Por una parte, pueden pedir que no mezclemos el problema de la investigación científica con el de la actividad cognitiva: la sabiduría científica recomienda descomponer el problema más complejo en problemas más simples. Por otra parte, declaran lo que parece ser un segundo acuerdo con los disidentes: damos por supuesto, dicen, que la actividad cerebral está en relación con el resto del cuerpo y con el ambiente físico y social; la diferencia consiste —se apresuran en añadir— en que para nosotros estas relaciones con el cuerpo y el ambiente son meramente causas o efectos de la actividad cognitiva, pero no son constitutivas de la cognición, como lo son para los disidentes.

En otras palabras: para los cognitivistas, el auténtico sistema que produce la actividad cognitiva de Otto es su cerebro; el periódico, su vista, los movimientos de sus ojos y de sus manos y su cuaderno de notas “por supuesto que cuentan”, pero son factores externos al sistema y a la actividad propiamente cognitivos. Muy bien pueden tratarse como variables exógenas porque son contingentes; la prueba es que en lugar del periódico podría haber sido la televisión, o en lugar del cuaderno de notas podría tener una computadora portátil, o un ayudante. Para los disidentes, en cambio, la actividad cognitiva es producto de la actividad del sistema formado por el individuo que realiza la actividad en cuestión y los elementos de la situación en la que la realiza, sin más restricción que el que esos elementos sean relevantes para realizarla.

La dificultad para los cognitivistas es que, entonces, la actividad cognitiva de Otto, según esto la más simple, la están descomponiendo en una serie de flashazos cognitivos enlazados entre sí por relaciones que supuestamente son meramente causales y contingentes. Primer flashazo: quiero ver el periódico; segundo, creo que va a haber un evento; tercero, quiero asistir a él; cuarto, quiero saber dónde va a ser; quinto, creo que va a ser en tal dirección; sexto, creo que se me va a olvidar; séptimo, quiero apuntarlo; octavo, creo que este cuaderno de notas me va a servir, etcétera. ¿No conduce esto a que, a final de cuentas, se queden con una sucesión de meras relaciones causales entre las neuronas, en la que cada una de esas relaciones ha quedado desconectada de las demás precisamente por el afán de deshacerse de las relaciones igualmente causales pero exógenas?

Sin embargo, los de la cognición situada también están en problemas. Si para añadir componentes a ese sistema que es responsable de la actividad cognitiva el único criterio es que cumplan una función sin la cual esa actividad cognitiva no se realizaría, entonces fácilmente la lista se puede extender hasta el infinito. Otto no puede leer el periódico si no hay luz; si no pagó el recibo entonces no tendría luz, etcétera. Al final, la actividad cognitiva de Otto al decidir escribir una nota en su cuaderno sería el producto de todo un mundo o todo un universo de relaciones causales en las que la persona toda de Otto sólo ocuparía un lugar infinitesimal, un puntito perdido en el espacio sideral. Pudiera ser que esta fuera la verdad de última instancia de la condición humana, pero ¿no hemos eludido el problema que nos interesaba resolver?

Parece entonces —pero sólo lo parece— que tiene que existir un tercer acuerdo entre los cognitivistas y los situados (salvo los que ponen el énfasis en lo que resulta relevante para el propio sujeto cognitivo y según su propia experiencia): que quien ha de decidir cuál es el sistema cognitivo que interesa para realizar la actividad cognitiva no es Otto, sino el investigador, quien decidiría con base no en lo que Otto quiere hacer, sino sólo en lo que él mismo quiere lograr.

Nadie niega que todo ser humano está inmerso en, y atravesado por, múltiples sistemas frente a los cuales, sobre todo si sus relaciones sociales lo convierten en un solitario, es del todo impotente. Pero, ¿acaso no es cierto que todo ser humano tiene algún grado de posibilidades, capacidades y libertad para construir diversos sistemas? Todo parece indicar, hasta donde sabemos, que fue esa capacidad y grados de libertad, ejercidos con la invención y el desarrollo de la tecnología, lo que permitió a la humanidad no extinguirse como especie hasta hoy. Y también que, de una forma u otra, esa capacidad la ha desarrollado de forma notable con una gran cantidad de artefactos productivos y lingüísticos, aumentando con ello sus grados de libertad como especie —otra cosa son los contrastes al interior de nuestra especie en cuanto a esa libertad—.

¿Cómo acotar entonces el sistema cognitivo humano para dar cuenta de su capacidad específica como especie biológica o de sus instancias según su campo de posibilidades? ¿Cómo decidir cuál es la práctica que permite comprender de la mejor manera las partes constitutivas del sistema de capacidades que tiene el sujeto cognitivo, sea éste Otto, el investigado o el investigador?

Yo no he encontrado mejor concepto para dar cuenta de esta capacidad que el concepto de práctica apuntado por Marx en 1845 y desarrollado en su estudio del trabajo específicamente humano, estudio particularmente sistemático y exhaustivo en relación con el desarrollo del régimen de producción y reproducción de la vida bajo el capitalismo: “Los elementos simples del proceso laboral son la actividad orientada a un fin —o sea el trabajo mismo—, su objeto y sus medios”.7

Ya en esta corta cita se encuentran los factores que considero que hacen falta para un mejor abordaje de la cognición. Comparando la cita con lo dicho hasta aquí, si bien guardando distancias (Marx no contaba con la tecnología de la que se hace uso actualmente en las ciencias cognitivas ni con los conocimientos que de esto se derivan), lo escrito por Marx: 1) no cae en los extremos de ese problema causal rampante que acosa las versiones de las corrientes de las ciencias cognitivas que nos ocupan, en la medida en que, si bien sólo toma tres “elementos simples”, bastan para que en la dinámica del sistema Humanidad/Naturaleza (el “metabolismo” entre ambos) se desarrollen de forma ampliada hasta alcanzar grados de complejidad como los que actualmente vivimos (y sufrimos); 2) al integrar en el proceso de trabajo simple la “actividad orientada a un fin”, lo que busca la persona con su accionar queda como uno de los tres factores básicos constitutivos de la cognición, sin reducir el proceso cognitivo al ámbito del sistema nervioso central ni ampliarlo hasta el espacio sideral hasta el punto de que resulte irrelevante; 3) si entendemos la palabra medios de la cita anterior como medios de trabajo, que es como Marx lo entendía, el cuaderno de Otto y los medios usados por muchos especialistas en las ciencias cognitivas, como la resonancia magnética, forman instancias de este concepto en el sentido de Marx.

Según la fábula, Otto se proponía realizar tareas cognitivas simples para las que su cerebro ya no era capaz. Pero la misma moraleja vale para quien realiza tareas cognitivas que rebasan las capacidades de un cerebro individual, por brillante que sea, como lo ilustra la conformación y el desarrollo de las ciencias cognitivas. Y la misma moraleja vale para realizar tareas económicas, políticas o culturales, incluida la de mantener bajo control el uso de la tecnología, o la de impedir que, por enriquecer a unos cuantos, se amenace la existencia de miles de millones de personas… o de miles de millones de especies biológicas, incluida la nuestra.



Centro Interdisciplinario de Investigación en Humanidades (ciihu), uaem




Notas

1 Para un mapa general sobre la formación de las ciencias cognitivas, véase Juan C. González, “Filosofía y ciencias cognitivas”, Inventio, año 4, núm. 8, septiembre de 2008. pp. 59-67, http://bit.ly/2iObCq9

2 Para un panorama de las posibles consecuencias del desarrollo tecnológico actual para la humanidad, véase Eurídice Cabañas y María Rubio, “El sujeto desde la neurociencia y la inteligencia artificial”, Revista de Estudios de Juventud, núm. 103, diciembre de 2014, pp. 9-19, http://bit.ly/2AvjB61

3 Véase, por ejemplo, Andy Clark, Natural-born cyborgs: minds, technologies, and the future of human intelligence, Oxford University Press, Nueva York, 2003, http://bit.ly/2jlKD4N

4 Este ejemplo aparece por primera vez en Andy Clark y David Chalmers, “The extended mind”, Analysis, 1998 [Clark y Chalmers, La mente extendida, trad. al castellano e introd. de Ángel García y Francisco Calvo, krk Ediciones, Oviedo, 2011], http://bit.ly/2A5twOw

5 Es pertinente apuntar que una corriente importante de la inteligencia artificial ha adoptado el término de “inteligencia artificial corporizada”. Véase, por ejemplo, Ron Chrisley, “Embodied artificial intelligence”, Artificial Intelligence, vol. 149, núm. 1, 2003, pp. 131-150, DOI: 10.1016/S0004-3702(03)00055-9

6 Francisco Varela, “El fenómeno de la vida: cuatro pautas para el futuro de las ciencias cognitivas”, p. 4 [trad. al castellano de una versión condensada del artículo de Francisco J. Varela, “Steps to a science of inter-being: unfolding the Dharma implicit in modern cognitive science”, en S. Bachelor, G. Claxton y G. Watson (eds.), The psychology of awakening, Rider/Random House, Nueva York, 1999], http://bit.ly/2jV8j3H

7 Karl Marx, El Capital, t. 1, vol. 1, cap. v, Siglo xxi, México df, 1985, p. 216, http://bit.ly/2AGTqJw